Desde agosto de 1936 el padre Felipe Gallego se desempeñaba como primer superior de la Misión Fronteriza de la Compañía de Jesús, con sede en la parroquia Nuestra Señora del Rosario de Dajabón, lo cual le permitió ser un testigo excepcional de los terribles hechos acontecidos en la región fronteriza. Su texto originalmente reposaba en el Archivo Histórico de la provincia Antillense y fue reproducido por el historiador José Luis Sáez, S. J. en los primeros tomos de sus libros Los jesuitas en la República Dominicana (1988) y luego en La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961), publicado por el Archivo General de la Nación en el 2008.

El P. Gallego refiere que en agosto e inicios de septiembre de 1937 el Gobierno de Trujillo emitió una orden que mandaba a salir de Santo Domingo a los haitianos indocumentados, a quienes la Parroquia ni siquiera una partida de bautismo les pudo proporcionar por no encontrarse en sus libros. La atmósfera en la frontera se fue tornando tensa a medida que los militares arreciaron la búsqueda de personas de piel oscura que no hablaban el español en la ciudad y secciones contiguas.

Los haitianos más informados de inmediato empezaron a emigrar y con frecuencia el presbítero jesuita se encontraba con familias completas que se dirigían a la frontera «para acampar en territorio haitiano a la orilla del río Libón, pues no tenían nada ni nadie en Haití», lo cual pone en evidencia que se trataba de personas con larga residencia en el país, y por ende, dominicanos de ascendencia haitiana. El padre Gallego tenía siguiente la intuición: «Todo esto hacía sospechar que algo gordo iba a suceder, y más cuando se corrió de boca en boca que los vecinos de Haití estaban robando el ganado de los dominicanos».

A principio de octubre, durante la celebración de la fiesta del Rosario, patrona de la parroquia, el padre Gallego destaca la presencia en el Ayuntamiento del presidente Trujillo, acompañado de militares de alta graduación, quien declaró que «estaba harto del robo de ganado que los haitianos venían haciendo en la frontera, y que había que acabar con ellos haciéndolos salir del territorio nacional a la fuerza». Estas palabras causaron «gran sensación» y fueron interpretadas por el pueblo como el «presagio de una gran tempestad».

El 4 de octubre, al presentarse a la iglesia para rezar el rosario como de costumbre, el padre Gallego solo encontró ocho personas, y se sorprendió de encontrar entre ellas al temible capitán David Carrasco. Ante la reducida cantidad de feligreses procedió a cerrar las ventanas de la iglesia, pero la detonación de unos tiros obligó a estos pedirles refugio. A la mañana siguiente el padre se enteró que habían aparecido muertas tres mujeres haitianas y que continuaban saliendo del pueblo las mujeres y los niños haitianos y que debían permanecer recluidos en sus casas los hombres de dieciocho años en adelante.

Luego de celebrar la misa del día 5 de octubre, el padre Gallego continuó recabando informaciones sobre la «hecatombe». Librado Belliard, una de las personas más ilustradas del pueblo, le informó que la noche anterior «había sido la masacre de San Bartolomé» pues «en la sabana de Santa María y a lo largo de la frontera, los militares habían asesinado a arma blanca centenares de haitianos, en su mayoría mujeres y niños, que eran conducidos de los campos vecinos por alcaldes pedáneos o por los guardias».

Los cadáveres de las víctimas eran echados en zanjas que cubrían con tierra, «despeñados por los precipicios» o arrojados al río. Quienes lograron salvarse fue porque se escondieron o huyeron por los montes mientras duró la «fobia» que fueron unos tres días, luego de lo cual los sobrevivientes llegaban en grupo a Dajabón para pasar la frontera. En realidad, el genocidio comenzó a finales de septiembre y se paralizó el 8 de octubre cuando el ministro Evremont Carrié visitó a Trujillo para pedirle que detuviera la matanza.

En los días posteriores a la matanza, el padre Gallego hizo un recorrido a caballo por la carretera que conducía a la frontera y se encontró con grupos de haitianos que venían «con su hatillo de ropa, extenuados por el temor y por el hambre», procedentes de otras provincias quienes les contaron «cosas verdaderamente inhumanas y crueles como el despeñar a algunos por los precipicios de las montañas».

Luego de haber transcurrido los 8 primeros días, y la matanza había pasado su culmen, se presentó en la casa curial el coronel Manuel Emilio Castillo, jefe del Departamento Norte del Ejército, y le informó que el presidente Trujillo quería que él fuera a Haití a hablar con los curas y el obispo de Cabo Haitiano porque estos estaban «predicando cosas calumniosas contra Santo Domingo y alarmando al pueblo haitiano».

Dicha solicitud colocó al padre Gallego en una situación muy embarazosa y para tratar de eludir la difícil encomienda le explicó al oficial que esa era una competencia exclusiva del nuncio apostólico de las dos repúblicas, monseñor Maurilio Silvani. Ante la evasiva, el coronel Castillo le pidió entonces que visitara a Ouanaminthe «a ver qué hay por allí», a lo que accedió gustoso el sacerdote para enterarse «de qué aires corren por ahí».

Sin embargo, en dicha comunidad fronteriza el padre Gallego no tuvo un auspicioso recibimiento pues varios de sus feligreses escapados de la matanza, «afligidos y demacrados», le salieron al paso en la entrada del pueblo y le relataron «escenas dolorosísimas y lamentables». Al llegar a la plaza del pueblo se encontró con «cuadros tristísimos e imponentes»: «toda aquella gran plaza estaba atestada de gente, llorando unos, heridos otros, con las huellas del sufrimiento todos; mujeres desmayadas tiradas en el suelo por la pena y por el hambre, porque o habían sido maltratadas o habían huido dejando a sus esposos o hijos, que no sabían que había sido de ellos».

En esta crispada atmósfera, el cura de Ounaminthe se sorprendió al ver llegar a su casa al padre Gallego e insistió para que se desmontara de su caballo y subiera pues allí el obispo de Cabo Haitiano, Jean-Marie Jan, se encontraba reunido con varios sacerdotes franceses. El padre Gallego trató de excusarse para evadir el compromiso en que temía ponerse, pero por insistencia del Obispo se vio conminado a presentarse a la asamblea clerical que se realizaba y donde los presentes estaban dotados de libretas y bolígrafos. Enseguida, el Obispo lo sometió a un ríspido interrogatorio sobre la matanza: «Estará usted enterado de la masacre que en estos días ha habido en su parroquia», le espetó.

Para no comprometerse, el padre Gallego respondió con evasivas, consciente de que sus palabras podían llegar a oídos del dictador: «Excelencia, sí, he oído algo; pero como no he salido del pueblo hace varios días, no me he enterado más que de cuatro cadáveres en la noche del día cuatro en el pueblo». Empero, las afirmaciones del Obispo eran contundentes: «Sabemos que son centenares los muertos que ha habido en el campo, y que el hedor de los cadáveres llega hasta el pueblo». De nuevo, el jefe de la Misión fronteriza le contestó forma esquiva: «yo no he notado ni he oído semejante cosa a los vecinos».

A continuación, el Obispo le preguntó: «Y ¿es verdad que el Sr. presidente Trujillo en un baile que celebró en Dajabón dijo que iba a matar a los haitianos?». El padre Gallego le respondió: «Excelencia, puede suponer que los padres no vamos a los bailes, y por consiguiente, no sé lo que diría». Nuevamente el Obispo le lanzó la siguiente interrogante: «Bueno, ¿qué hace un avión volando todos los días sobre Dajabón?» a lo cual el padre jesuita le contestó diciéndole que suponía que dicho avión estaría haciendo pruebas en un campo de aterrizaje que se había preparado de hacía unas cuantas semanas. Y, por último, lo cuestionó sobre si era cierto que Trujillo dormía ahí a lo cual Gallego le respondió que el campo de aterrizaje estaba muy distante del poblado.

Al darse cuenta de la actitud elusiva del padre Gallego, el Obispo reaccionó de forma airada: «Lo que veo es que no quiere informarnos. Y nosotros tenemos ya una lista de más de un centenar de heridos que estamos atendiendo, porque nuestro Gobierno no se ha dado por aludido de estos sucesos macabros». Luego de esto, el padre Gallego visitó el colegio de los Hermanos de la Enseñanza Cristiana o Ploërmel ante los cuales de nuevo fingió ignorarlo todo y donde la conversación giraba en torno a los hechos sangrientos y la inacción del Gobierno haitiano.

Al poco tiempo de llegar a su casa se presentó de nuevo el coronel Castillo para enterarse de los resultados de la visita y de la actitud del Gobierno haitiano. El padre Gallego le insistió en la necesidad de comunicarse a la mayor brevedad con el Nuncio sobre la actitud de los sacerdotes franceses para que este mediara y se solucionaran las cosas.

Luego de esto el presbítero se mantuvo confinado hasta principios de noviembre de 1937. Cuando salió a recorrer los campos se encontró con un panorama de «desolación y un desierto». De los treinta y cuatro mil habitantes que había en la Misión apenas quedaban unos cuatro mil, todos dominicanos.

Había desaparecido la multitud de haitianos que llenaban las ermitas y se acercaban al padre para confesarse, así como las caravanas que cruzaban los campos con los niños a las caderas para bautizarlos. Solo quedaban bohíos abandonados, parcelas yermas, perros extraviados en busca de sus amos «y una inmensa pena en nuestra alma por los desaparecidos y por la responsabilidad de los que los habían hecho desaparecer era lo que sentíamos en aquel recorrido en el que restos humanos aparecían al borde del camino».