Avanzaba pegada a una desconchada y sucia pared, con la tenaz rapidez de quien no se permite desistir de su objetivo. Hacía el mismo recorrido cada noche cuando las sirenas comenzaban a atronar implacables la ciudad. Hoy la vida parecía pesarle de manera diferente hasta en los bolsillos de su chaqueta, esa misma que había conoció días mejores y que hoy lucía ajada y ya escasa de todo lustre. Su memoria escapó por unos instantes de todo cuanto tenía delante y mientras sus ojos permanecían alerta a cada movimiento, casi pudo percibir, en la calle que recorría, el bullicio de antaño. Casi podía escuchar los sonidos cotidianos que tan bien conocía. Las risas de la gente, el alegre taconeo de unos zapatos de aguja y hasta la tos cavernosa y bronca del pecho de su anciano vecino del tercero.

Antes de que todo esto sucediera su barrio había sido alegre y siempre dispuesto a acoger con entusiasmo al recién llegado. Ella también fue extranjera hacía ya muchos años  y aquel lugar de vocación amable le abrió de par en par los brazos. Era un pequeño oasis, un diminuto reducto de paz en medio de una enorme ciudad que no solía gastar demasiadas cortesías ni agasajos con nadie. La vida de sus ciudadanos corría a velocidad de vértigo y había pocos momentos para detenerse a disfrutarla. Sin embargo apenas uno se adentraba en aquellas calles algo parecía suceder. Hasta el aire allí olía de modo distinto y así lo percibió desde el momento en que llegó. Era ese tipo de olor sencillo, como de pan caliente y tierno. Una suerte de magia parecía haber tocado al barrio o al menos eso les gustaba afirmar a sus convecinos que con rapidez se ocuparon de ponerla al día. Era el suyo un narrar sin estridencia ni deseo de avasallar al recién llegado. Se podría decir que se trataba más bien de unas primeras pinceladas, un esbozo que ella, con el tiempo, se encargaría de completar.

Y ahí estaba ahora, recorriendo una calle que hoy solo era silencio, roto a veces por el ensordecedor ruido que llegaba procedente de algún punto de la ciudad. Los niños habían partido  desde el primer momento de la contienda. Se fue con ellos la risa  y se fueron las madres. Ya apenas quedaba un puñado de mujeres en el barrio. Los hombres eran aún menos. Fueron pocos, muy pocos los que se resistieron a abandonar a su suerte la ciudad. Muchos de ellos partieron en una primera oleada masiva hacia otros destinos. Nadie se lo echó en cuenta. Hicieron lo que tenían que hacer, se decían unos a otros en el refugio durante aquellas interminables horas que debían compartir hasta llegar el alba. Lo hacían con el mismo espíritu generoso que habido sido siempre santo y seña de identidad de todo el vecindario. Ni la maldita guerra podía terminar con el. Ni las bombas y el progresivo deterioro de cuanto les rodeaba había logrado romper la armonía de un grupo cada día menos numeroso.

Aceleró el paso antes de llegar a una estación de metro próxima a su casa, ahora reconvertida en ocasional guarida frente a los misiles que caían desde el cielo. Los primeros días se llegaron a reunir casi trescientas personas, pero el constante éxodo y algunas bajas habían reducido el número a menos de un centenar. El hombre es animal de costumbres y cada uno de ellos había ido construyendo su  pequeño rincón. Casi un espacio de conquista individual y a la vez  lugar común, donde se compartían alimentos y aquellos enseres que iban apareciendo, aquí y allá, ya sin dueño.  Muchos eran amigos y viejos conocidos para ella, mientras otros, por el contrario,  habían sido hasta entonces seres anónimos con los que jamás había cruzado palabra. Bastaron unas pocas semanas para derribar cualquier atisbo de desconfianza entre ellos. Y no es que fuera ella persona de fácil entrega, pero la guerra llega también para arrebatarle a una todo aquello en lo que cree. Se había repetido esa frase tantas veces en las últimas semanas, que ya no acertaba ni a contarlas. Todo estaba cambiando en los últimos tiempos a tal  velocidad que no sabía muy bien qué pensar con respecto a casi nada de cuanto estaba sucediendo, ni siquiera con respecto a sí misma.

Uno de aquellos primeros días de desconcierto había tomado asiento a su lado  un perfecto desconocido. Su cara no le era familiar  y, aunque ella no era del todo huraña, le fastidió la proximidad de alguien ajeno a su círculo más íntimo. Evitó, como pudo, mostrar el desagrado que sentía cuando él comenzó a hablarle como si hubieran jugado juntos desde niños. Reconoció que no era la suya actitud precisamente amable en aquellas circunstancias, así que hizo de tripas corazón y colocó en sus labios una educada sonrisa. Más tarde pensó que la magia, aquella extraña y poderosa magia del barrio, llegó para rodearla y en menos de una hora ambos reían en franca camaradería. A aquella primera noche, de mutuo descubrimiento, le seguirían muchas otras cuajadas de interminables charlas. El alba solía atraparles desvelados y con la necesidad urgente de verse de nuevo, aún sin decirse adiós. Lo cierto es que no acababa de entenderse. No comprendía qué le estaba ocurriendo a su vida, ni era capaz de dar crédito a todo un torrente de sentimientos aun por expresar.

Aquella noche, como cada noche, le buscó con la mirada. Sabía que él la esperaba. Solía llegar antes de que ella lo hiciera para poder observarla en la distancia. Le gustaba verla caminar decidida hacia él, ignorando los saludos y las frases de afecto que recibía a su paso. Ella sonreía a todo el mundo mientras avanzaba, cada vez más deprisa, hasta que llegaba a su lado y dejándose caer unía a él su costado. Y así permanecían ambos, sin mirarse y en silencio, por unos cuantos minutos.  Pero hoy comprobó extrañada que no estaba. Percibió de pronto un silencio raro, un silencio inusual que inundó sus oídos. Avanzó a trompicones. Nadie se atrevió a mirarla mientras ella contemplaba aquel espacio vacío. Se acuclilló en el suelo abatida y confusa. Uno de sus mejores amigos se levantó para tomar asiento a su lado, pasó un brazo alrededor de sus hombros y la acercó a su cuerpo. Ella levantó sus ojos y le interrogó con la mirada. Él se aproximó un poco más y le dijo muy bajito -A Juan le hirieron esta mañana, pero saldrá adelante. Está en buenas manos. Y tú, mírame -prosiguió- no debes preocuparte por nada. Es solo cuestión de tiempo. Le besó la frente y las conversaciones, antes contenidas, volvieron a surgir de nuevo. En ese mismo instante y sin saber de dónde procedía, llegó hasta ella como un bálsamo, el reconfortante olor a pan recién horneado. Alzó entonces desafiante su cabeza y se dijo que algún día todo volvería a ir bien.