El ser humano alcanzó su naturalización cuando, a sus impulsos sociales y a sus potencias intelectuales, le sumó el influjo de las costumbres, las cuales actuaron como elemento, que impidieron que las fuerzas instintivas y las bajas pasiones lo condujeran a la animalidad, y a asumir fuerzas irracionales. Los impulsos inconscientes tienen, pues, un efecto sobre la conciencia moral que genera, a menudo, actuaciones irracionales en el hombre, en todas las épocas histórico-sociales, y en todos los estadios culturales de la civilización humana.

La naturaleza humana progresa por los efectos del razonamiento, la religión o la instrucción formal, antes que por medio de lo que Charles Darwin llamaba “selección natural”. Pero son los instintos sociales los que constituyen el fundamento moral del individuo, que dicta el sentido común, y que lo induce a reprimir los instintos de muerte sobre los instintos de vida (eros antes que thanatos).

El individuo es un sujeto con un instinto social y moral gregarios, que lo condujo a fundar una civilización (pasando antes por el salvajismo y la barbarie), basada en el progreso material y cultural, lo cual no garantiza, de ningún modo, un progreso espiritual. Dijo el filósofo alemán Walter Benjamín, el ilustre representante de la Escuela de Frankfort: “En cada acto de civilización hay un acto de barbarie”. En ese sentido, evoco una sentencia de Eduardo Galeano cuando afirma en su libro, Las venas abiertas de América Latina: “El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes” (Cito de memoria).

La esencia de la antropología darviniana se expresa en el principio del “origen de las especies por selección natural”, en que las especies más fuertes, y con mejores condiciones de adaptación, sobreviven y las que no, pues mueren, en su proceso de supervivencia y adecuación al medio. En ese proceso de adaptación al medio ambiente natural, el hombre –desde su origen–, tuvo que ingeniársela para alcanzar estadios de desarrollo y progreso materiales, en su escala evolutiva.

El pensamiento de Darwin acerca de la “selección natural”, en que se fundamenta su teoría de la evolución de las especies, tiene como correlato –en la vida social y en la marcha de la civilización–, la exclusión de la moral y de las instituciones.

En esencia, la “selección natural” de la especie humana escoge la civilización que se opondrá a la naturaleza. De modo que el viaje de la civilización, a escala social, tiende a representar un juego de progreso y eliminación, conquistas y retrocesos, que semeja una guerra de sobrevivencia y de lucha instintiva.

Entre naturaleza y cultura hay una identificación equivalente a creación y mimesis de lo dado. El hombre inventa y crea: usa a la naturaleza como punto de partida de su imaginación y creatividad. Por consiguiente, el ser social deviene cultura, en tanto naturalización de sus instintos evolutivos, en una operación progresiva de aprendizaje y adaptación al medio natural y social.

En el curso de su proceso evolutivo, el hombre somete la naturaleza a sus leyes de adaptación social. Por tanto, el triunfo del hombre –al enseñorearse de la naturaleza–, representa una conquista cualitativa, en su ascenso cultural. La condición social del hombre es una propiedad que dimana de su esencia natural. De ahí que el hombre sea un ser social por naturaleza. Es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe, al decir de Jean Jacques Rousseau, para explicar las razones del mal en el hombre, en su tesis de que la vida es un “Contrato social”, una convención entre los sujetos humanos.

Quien dice naturaleza también dice cultura. La esencia antropológica de la revolución darviniana tiene su explicación, justamente, en que naturaleza y cultura no son mundos diferentes, ni mundos separados, sino dos facetas de un cuerpo que se superponen, recíprocamente, o que viven en habitaciones contiguas. Darwin aportó así una respuesta no teológica y anti-metafísica al drama del hombre y a su problemática ontológica. El naturalismo biológico –que caracteriza la sociobiología darviniana–, también marcó la concepción científica del hombre moderno e impactó en los estudios sociales del siglo XX, en la antropología social y en la filosofía de la cultura, y acaso en la filosofía de la ecología –tan en boga en los últimos tiempos.

La tesis en materia de antropología social, a partir de la explicación de la naturaleza por medio de la selección natural, tuvo su influjo en el pensamiento filosófico contemporáneo y en el pensamiento científico, desde el punto de vista del naturalismo biológico. A partir del siglo XVIII, los filósofos de la ciencia, iniciaron un proceso de naturalización de la mente humana, alejándose de la explicación teológica y metafísico-naturalista. En tanto pensador científico, Darwin estudió los cimientos de la civilización y de la moral, a partir de una concepción materialista de la naturaleza. De ahí su materialismo naturalista para explicar el origen del hombre y de las especies, que fue tan esencial para la fundamentación de la concepción materialista del hombre, y sobre el devenir social y moral de la humanidad.

El darwinismo social se caracteriza, en efecto, por una visión cultural de la naturaleza; es decir: ve a la cultura como parte integrante de la naturaleza. El sabio británico postuló –o acometió–, en efecto, los más cruciales y complejos problemas de la naturaleza del hombre, y fundó una antropología, de estirpe evolucionista, así como plasmó los esbozos de un materialismo antropológico. Todos los estudios antropológicos, teológicos y biológicos del hombre están en deuda con este naturalista y aventurero inglés, cuyo mayor debate reside en las dos tendencias filosóficas que dividen a religiosos y ateos: entre la concepción materialista y la idealista acerca del origen del hombre y de las especies.

El hombre, por naturaleza, es un ser social y, como tal, piensa y actúa. Es un ser naturalmente social, gregario y cultural: aspira a semejarse a la naturaleza. De ahí su instinto natural por emparentarse con ella y volverse un ente de naturaleza racional. La problemática de la naturaleza esencialmente natural del hombre tiene su explicación en su origen evolutivo, como esencia dialéctica. La capacidad de raciocinio del hombre se identifica con la facultad de pensar que lo remonta a una naturaleza mental. Entre naturaleza y sociedad se plantea una identificación, en la que el hombre se sitúa como ente mediador entre su origen y su destino. Como especie evolutiva, el hombre transforma su entorno y se adecua a las necesidades del medio natural y social, en su escala evolutiva y progresiva. La historia del hombre –como ente civilizado y culturalmente evolucionado– es la historia de su transformación, como especie viviente, alejada de la escala animal, desde el punto de vista antropológico.  De la animalidad a la humanización, el mundo ha tenido una dilatada evolución progresiva y transformativa, que sitúa al hombre en una espiral dialéctica, en la dinámica del alejamiento de su origen.

Para Leonardo Da Vinci, en su Tratado de la pintura, hay una correspondencia entre la naturaleza y el hombre, es decir, en tanto que en la naturaleza hay ríos, en el hombre hay venas, y en cuanto que en el hombre hay sangre, en la naturaleza hay agua. Esa teoría de la correspondencia –que tiene como representación gráfica el hombre de Vitrubio–, se establece en tanto el hombre representa el centro del universo y del mundo, y no Dios –como creía el hombre medieval, y que representó el cambio de paradigma del cosmos y del Renacimiento. De ahí que la razón ilustrada encarnó el centro de gravedad del pensamiento, y postuló el razonamiento como oposición binaria a la fe y la luz frente a la oscuridad, y donde Dios dejó de ser el centro de las ideas teologales. El humanismo renacentista participó, pues, en tanto espacio de la representación del ideal del progreso, y el retorno del hombre como eje motriz de la razón, así como de la recuperación del saber humano como fuerza centrífuga del mundo social.

En síntesis, el proceso de la naturalización del hombre se expresa cuando actuamos por instintos, sin necesidad de reflexionar sobre nuestras acciones –y lo hacemos de un modo natural, no social, o porque nos lo dicta una conciencia sobrenatural. Cuando otorgamos un valor natural a un fenómeno social, estamos dándole una categoría natural, y este hecho impacta sobre nuestra vida cotidiana, moral y cultural.  Es así como actuamos en el largo proceso de sociabilización, desde la simiente más remota de nuestros orígenes hasta la presencia más actual de nuestras vidas.