«Quien bajo presión injusta renuncia a sus principios y entrega su honor es un cobarde, y el que renuncia a ellos por conveniencia o ventajas es un traidor». –José Francisco Peña Gómez–
Cerrada la discusión por el control del viejo partido, concluida la estructuración del carruaje por donde suponían el trasiego de los disgustos expresados en las calles y tribunales, inició, entonces, la principal prueba de fuego para un grupo de dirigentes que habían huido de las prácticas antidemocráticas y el germen imperecedero de la división revolucionaria. La pauta estaba marcada y, pese a los augurios de desastres, prevaleció la tesis de un nuevo hogar, con nuevas y mejores relaciones.
La dupla que dirigió el éxodo y promovió la participación democrática como norma de subsistencia en el estamento partidario, creó también un ambiente de concertación con el fin de que las diferencias no hicieran abortar el viaje que los llevaría al hospicio político donde por fin reinara un ambiente de hermandad. Una casa llena de sueños en la que renacieran las esperanzas y pudieran continuar el legado de Peña Gómez.
La primera prueba consistió en celebrar una contienda interna para elegir al o a la persona que los representaría en las elecciones de mayo del dos mil dieciséis. Superada y valorada como un certamen diáfano, transparente y unificador. Esa acción dio señales claras de que, por fin, el deseo del líder que murió promoviendo la unidad de la familia que hoy lleva su nombre, se hacía concreta en la visión de Hipólito Mejía y Luis Abinader.
Posteriormente, esa fuerza compacta, sólida y con miras a convertirse en una verdadera opción de poder, celebró una convención interna para elegir a sus dirigentes desde la más pequeña base, hasta la más grande estructura partidaria, con la que mostró su vocación de poder y la que apuntaba a los escenarios de contienda externa de febrero y marzo del dos mil veinte. No sin antes acompañar, al pueblo en sus diferentes reclamos reivindicativos y el repudio a la corrupción e impunidad rampantes del momento.
El partido que recorre los senderos del bienestar y el desarrollo de mis compatriotas ha sido alumbrado tras un parto prematuro. Su nacimiento obedece, entre otras cosas, al lastre de viejas rencillas, de viejos caudillos, provocadas por décadas de incomprensión e incapacidad de gente que no supo anteponer sus intereses por el bien de la mayoría. Nace como un Mesías en tiempos modernos y creó espacios a gente sencilla que solo busca aportar desde su visión política y filosófica, un granito de arena en una playa densa y extensa.
Prevalece aún el PRM, mucho de aquello que motivó la participación de jóvenes y no tan jóvenes en el arte de lo posible. Se mantiene viva esa llama de una antorcha apagada por la avaricia del Judas Iscariote de la Jiménez Moya. Vive el líder, y doy testimonio, José Francisco. Su liderazgo no sucumbe a principios individuales y no tiene como meta lo mercurial. El PRM por definición es fe, esperanza, sacrificio y hermandad. Símbolo de lucha, escuela de la transparencia, la honestidad y un referente de buenas prácticas en el uso de los recursos públicos. Como Peña lo soñó y como el pueblo lo esperó.