Regreso con mi deseo de arrojar luz sobre las paradojas, los contrastes y las contradicciones sociales, esta vez, enfocándome en asuntos de economía. Primero, voy a hacerme un autodiagnóstico. Más que deseo, se trata de una enfermedad particular que padezco. Los franceses la llaman “spleen” y los dominicanos “la bilirrubina”.

¿Conocen a alguna de esas personas que ven y procesan el mundo a través de un ojo o lente corrector? Ven lo que está “mal” o, más precisamente, lo que es incompatible con la convivencia, la salud del medio ambiente o la exigencia de la vida e inmediatamente intentan corregir cualquier problema dado.

Tengo una amiga querida a la que a veces llamo, con una mezcla de cariño y admiración, “mi dulce criatura liberal.” No hay ningún asunto cotidiano, político o social que no le preocupe. Siente una enorme empatía. Comprende los problemas, las circunstancias y las perspectivas de todas y todos. Es capaz de los mayores sacrificios, con tal de mejorar la condición o la necesidad de su pareja, pariente, amigo y aun el forastero. Cuando tiene gripe, en público, realiza cada tipo de contorsión para no estorbar a los demás con su tos y prevenir contagiarlos o fastidiarles. La he visto llorar y condolerse profundamente ante una gran variedad de injusticias, incluso las perpetradas contra los animales.  Nunca se cruza de brazos y siempre responde con el optimismo de la acción.

Confieso que no es siempre fácil estar con ella. Su lente corrector o su impulso a la corrección la incita a anticipar los problemas antes de que ocurran. Esa conducta de rectitud a veces resulta intimidante para los simples mortales, por ejemplo, como yo, sin ideas, que apenas llegan a quitarse del medio para no estorbar demasiado. Sin embargo, he aprendido mucho con ella y si hoy el mundo me resulta más tolerable y digno del cuidado y esfuerzo, es gracias a individuos como ella. Lo suyo no se trata de utopismo ingenuo. Puedo asegurar que sus principales directrices son ser útil y servir a todo el mundo y que vive fuerte y feliz.

En cambio, hay personas que no ven más allá de sus ombligos, especialmente aquellas que se la pasan llenando sus cofres o barrigas. No son sensibles a los demás. Raramente se ponen en los zapatos de los demás, al menos que les puedan sacar un beneficio personal. Estas personas suelen disfrutar de un relativo grado de privilegio social y económico. Me llaman la atención tanto por su egoísmo mezquino como por sus vínculos estrechos con la cultura del privilegio.

El privilegio va más allá de la condición de la comodidad y la libertad de hacer lo que uno quiera, de comer filete o langosta, de presumir de su status o situación preferencial, etc. Viene acompañado también de una cierta garantía de protección frente a la exclusión social y la discriminación racial y cultural y frente a la negación de los derechos de la ciudadanía. La falta de esta protección suele definir la situación de desigualdad y precariedad que vive la mayoría de la población y que con frecuencia denunciamos los que padecemos esas incurables enfermedades que se llaman “la observación rigurosa” y “la reflexión crítica”.

En nuestras sociedades, hablar de los privilegiados es hablar de un grupo de adinerados, entre los cuales están unos pocos ricos burgueses, ricos sin formación burguesa y nuevos ricos vulgares que gozan del dominio económico, político y social, como afirma el columnista dominicano de Acento Ramón A. (Negro) Veras. También habría que incluir a la clase servil de los intelectuales encargados de legitimar la situación actual como el orden natural de las cosas y dados a gozar vicariamente del lujo o el ocio sobrante, las boronas que les dejan sus jefes o patrocinadores. A través del lente de Thorstein Veblen, fundador del campo de estudio conocido como la economía institucional, observamos a estos intelectuales ancilares comportarse como parásitos: “su interés les impulsa a dedicar cualquier sustancia de que puedan disponer a su propio uso y conservar todo lo que se encuentre en sus manos”. Ninguno de ellos cede en la discusión sobre la necesidad de transformar el esquema dominante. Para ellos, la simple idea del cambio es anatema. Les aterra o pone a aborrecer.

Debido a que son inevitables las alteraciones al medio ambiente y a las condiciones materiales de la vida, el ser humano está sujeto al cambio. Sin embargo, la dificultad de asimilar el cambio es el mayor reto humano. Veblen, desde su relativa marginalidad académica, explicó: “cualquier persona a quien se le exija que cambie sus hábitos de vida y sus relaciones habituales con sus semejantes sentirá la discrepancia entre el método de vida que le imponen las exigencias recién surgidas y el tradicional esquema general de la vida a que está acostumbrada”. El general esquema de la vida es muy poderoso. Consiste del consenso de puntos de vistas diversos, sostenidos por individuos y que se fusiona en torno a lo que en su comunidad específicamente se considera correcto, necesario, bueno, hermoso o perfecto en la conducción de la vida humana.

Las instituciones cumplen un papel muy importante en asegurar la trasmisión de generación en generación de dicho esquema. Las instituciones son conservadoras por naturaleza y contribuyen a formar a los individuos más reacios, para quienes abandonar la forma aceptada de hacer y mirar las cosas en su comunidad es una aberración grave. En términos económicos básicos, la institución pecuniaria, o sea, la práctica de gastar el dinero según las normas, conduce al convencimiento de que lo ideal en la vida es demostrar que uno puede disfrutar del consumo y el ocio más que los demás miembros del grupo y con el mínimo esfuerzo. Eso se considera “la buena vida”. La inercia, la solidez del sistema institucional en las determinadas culturas cementa esa resistencia habitual a la innovación y a hacer las cosas de un modo diferente. El institucionalismo impacta las cuestiones más fundamentales y hasta los asuntos de menor importancia en la vida de los hombres y las mujeres.

Previamente, en la expresión de estas y otras inquietudes mías, fue curioso observar la reacción particular de los que conducen o que con más frecuencia intervienen en el discurso público. Ante la exigencia de responsabilidad y el llamado a la reflexión crítica y a destacar la urgencia del cambio, estos pastores de la conciencia, gerentes del saber y del capital simbólico, representantes culturales de las clases sociales más protegidas con respecto a la situación económica, se postran de brazos cruzados, haciendo berrinches o se burlan con sus risas charlatanas. Insisten en que el privilegio no debe ponerse a riesgo ni cuestionarse. Exigen que los dejen en paz, atesorando sus palabras y discursos, acaparando todo el archivo. Por su parte, el poseedor de un capital opulento o el aspirante a rico de la clase media rechaza la idea de que una ventaja social o beneficio económico deba transformarse para que otros tengan igual acceso al uso de los recursos o a mejores oportunidades para obtener el bienestar y la seguridad. ¿Cuánto dinero será suficiente para un rico afortunado?

Fundamentalmente, la aversión al cambio es principalmente una aversión al fastidio de tener que hacer reajustes ante el mínimo cambio necesario que exigen los desafíos de la vida. Ante esa acomodada tradición de evitar molestias, se destaca la eficiencia brutal que define a mi querida amiga en el despliegue de sus recursos para asimilarse a las circunstancias y resolver los problemas que atañen al entorno compartido.

Las diferencias entre mi amiga amable y amorosa, los holgazanes adinerados y el intelectual charlatán son vastas. La una vive la vida dulcemente y los otros marchan al son del combate y el derroche. Si bien en la una el impulso es a facilitar las cosas para todos e impera la ética del servicio, en los otros domina el impulso a generar exclusividad, la distinción individualista y la envidia. Habría que observar y relacionarse más con personas como ellas y menos con el modelo moral e intelectualmente depredador.

Empedernidamente, albergo la esperanza de que la práctica de arrojar luz sobre las paradojas, los contrastes y las contradicciones sociales disipará algo de la oscuridad y los mitos que complican nuestra comprensión de lo político y nuestras más importantes luchas. Mi hábito de ciertas lecturas y las peculiares experiencias que he tenido me animan a seguir por este camino de desmitificación, pero también habría que agradecer a las personas, como mi amiga, que me inspiran a preocuparme por el contenido esencial de la vida.