Se le reconoce al constitucionalismo estadounidense la autoría de importantes instituciones jurídicas, destacándose el sistema federal como forma de organización territorial, el principio de supremacía constitucional y el presidencialismo como modelo que unifica en un solo cargo las funciones de jefe de Estado y de Gobierno.

Al respecto, el profesor español Roberto Blanco Valdés, en su magistral libro “La construcción de la libertad”, sostiene que en Estados Unidos “se organizó un ejecutivo de naturaleza monista, es decir, un ejecutivo en el que no se distinguiría, institucionalmente, entre las figuras del jefe de Estado y del jefe del Gobierno, pues uno y otro (Estado y Gobierno) estarían dirigidos por la misma persona”.

Un sector de la doctrina constitucional suele calificar la figura presidencial como la de un monarca degradado (electo y no vitalicio), pues conserva algunas potestades del rey en lo relativo a su condición de titular de la jefatura del Estado.

Como es de conocimiento, el presidencialismo es actualmente predominante en los esquemas constitucionales latinoamericanos. Lo contrario ocurre en Europa, donde imperan repúblicas y monarquías parlamentarias, caracterizadas por recaer la jefatura del Estado en un cargo simbólico y protocolar, ya sea un rey o un presidente; mientras que la responsabilidad de Gobierno es de un primer ministro escogido por la mayoría de parlamentarios.

En el viejo continente, Francia ha matizado el modelo parlamentario con la configuración del semipresidencialismo o semiparlamentarismo en la vigente Constitución de la Quinta República impulsada en 1958 por el general De Gaulle. El semipresidencialismo, posteriormente acogido en otros países, como Haití en 1987, se caracteriza por contar con un presidente que como jefe de Estado conserva importantes y preminentes tareas ejecutivas, no obstante existir también un primer ministro que funge como jefe de Gobierno designado por el presidente, a la vez que requiere el apoyo del Poder Legislativo.

En el caso dominicano, el constituyente de 1844 siguió el sistema estadounidense al establecer el régimen presidencial, el cual no ha sido suprimido por ninguna de las reformas constitucionales efectuadas desde febrero de 1854. Sin embargo, contrario al caso norteamericano, en la historia de nuestro país ha estado muy presente un desbordado ejercicio del poder presidencial (hiperpresidencialismo), caracterizado por gobernantes caudillistas que consideraban que su condición de jefe de Estado les legitimaba para disponer arbitrariamente sobre los asuntos públicos, creyéndose incluso exentos de controles y habilitados para invadir espacios constitucionalmente reservados a otros órganos estatales.

Más allá de la vocación autoritaria de gran parte de los presidentes dominicanos del siglo XIX y de la primera mitad del XX, el hiperpresidencialismo criollo se explica en el hecho de que hasta 2010, en lo que respecta a las atribuciones del presidente de la República, nuestros textos constitucionales no delimitaban sus funciones de jefe de Gobierno de las de jefe de Estado.

En ese sentido, la Ley Fundamental de 2002, continuadora de la de 1966, disponía en un único artículo, el 55, las atribuciones del primer mandatario, sin hacer distinción alguna entre sus roles de gobernante y de titular de la jefatura del Estado, dejando con esto mucho espacio para que no pocas veces se obstaculizara la independencia y el equilibrio de poderes, tras confundirse o desnaturalizarse actuaciones de Gobierno con competencias de jefe de Estado.

Esa problemática fue superada con la modificación constitucional del 26 de enero de 2010, que deslindó de manera expresa las competencias del titular del Poder Ejecutivo en las categorías jefe de Estado, de Gobierno y de ambas a la vez. En efecto, el artículo 128, numeral 1, de la Ley Suprema detalla un conjunto de potestades en ejercicio de jefe de Estado que van desde “promulgar y hacer publicar las leyes y resoluciones del Congreso Nacional”, “celebrar y firmar tratados o convenciones internacionales y someterlos a la aprobación del Congreso Nacional”, hasta “declarar, si no se encontrare reunido el Congreso Nacional, los estados de excepción…”

A algunos les podrá parecer de poca importancia práctica lo dispuesto a partir de 2010. No obstante, a nuestro modo de ver, la clara delimitación de las tareas del primer mandatario en su condición de jefe de Estado y de Gobierno somete su ejercicio a un encuadre constitucional más despejado, minimizando cualquier margen que posibilite maniobrar para permear los ámbitos de actuación de los demás poderes, siendo esto una garantía normativa para el derecho fundamental implícito a la separación de poderes.

Si bien el presidencialismo fue idealizado como un modelo más favorable que la monarquía para la alternancia democrática, los hechos han demostrado que el simple diseño del Gobierno civil limitado en el tiempo no es garantía de ejercicio democrático, si el mismo no va acompañado constitucionalmente de un efectivo sistema de frenos y contrapesos (checks and balances) que contenga cualquier amenaza autoritaria.