No voy a referirme a ninguna teoría o conceptualización de la economía. No quiero contribuir al estrés de nadie.
¿Seguimos?
Bien. En algún momento de nuestras vidas, no sabemos qué hacer con ella. Sin embargo, somos conscientes de que debemos pagar cuentas, comprar alimentos, vestirnos, etc. La satisfacción de esas necesidades esenciales se convierte en la base de lo que parecemos ser para los demás, independientemente de si somos pobres, ricos o más-o-menos.
Casi sin darnos cuenta, construimos fragmentos de nuestra vida que, cuando se unen en un grupo, reflejan nuestra vida diaria y la estructura política y social de todos.
Digo esto porque constantemente veo la enorme cantidad de cosas que se ofertan para hacer más cómoda y placentera la vida y con ello hacerla cada vez más ociosa.
Por ejemplo, llega usted a un lugar impresionante de lujo, pero ve usted la actitud de los dueños de aquello de querer algo más moderno y caro. O al contrario, va usted a un lugar de miseria extrema, pero sus habitantes andan con un control remoto de aquí para allá en un piso de tierra, sin agua y con una “luz” que llega los fines de semana y algún que otro día feriado. Ambas realidades están en un radio de algunos kilómetros.
Reflexiono sobre esto porque desde hace un tiempo vengo observando cómo la gente llena sus días de trabajo en pos de alguna cosa de valor material, precisamente porque nunca se preparó para disfrutar de lo que había conseguido y sobre todo del tiempo de que se es dueño y señor.
Observo que la gente no tiende a disfrutar de momentos inolvidables, de cosas densamente hermosas como los atardeceres de noviembre en el Caribe y mucho menos disfrutan de esas almas infinitamente bellas, hermosas, que nos miran con agrado, dulzura, belleza y ternura: las personas que nos aman, o tal vez alguna mascota que acaricia con sus rostros y pezuñas nuestra piel cansada.
Son cosas que nunca tendrán precio y, por tanto, son de un valor incalculable.