Durante la pasada celebración del “Día del Poeta”, en dos ocasiones me vi en la obligación de asumir en primera persona una postura que, aunque para mí constituye casi un principio ético fundamental, muy posiblemente dio pie a que se me atribuyeran, como en tantas otras veces en el pasado, ribetes de “arrogancia”, “indelicadeza”, “soberbia” o cualquier otra cosa parecida, por la simple razón de que me negué a participar en dos actos públicos de reconocimiento a los poetas dominicanos. De hecho, como es casi seguro que nunca más se me invitará a participar en actos de este tipo, he querido escribir este artículo a manera de desagravio a esa parte de la sociedad que aun considera este tipo de eventos como algo “importante”.

Personalmente, me gustaría mucho saber qué piensan mis lectores acerca del estatuto del poeta en la sociedad contemporánea. En lo que a mí respecta, por mucha autoestima que uno tenga, y por menos supuesta que sea esa famosa “independencia” de criterio detrás de la cual, cada poeta del mundo intenta justificar a su manera su propia existencia, doy por un hecho que la escritura de poemas dista hoy más que nunca de responder a ese impulso que conduce a una persona a expresar tanto su propia diferencia como su propia independencia respecto a la lengua de los otros. Y sin ese impulso, es posible que haya textos, pero no poemas.

Semejante negación de la naturaleza poética en este período neoliberal no es fruto de la casualidad. Es la consecuencia obligada de aquel otro error que, todavía en la década de 1980 se cometía culturalmente en casi toda Hispanoamérica: considerar a la poesía no como ese discurso de la diferencia, sino como una “ruptura” o un “lenguaje aparte”, casi otro idioma, lo cual dio pie a que todas las huestes del neopositivismo, el conductismo y el pragmatismo apretaran filas para acabar de acorralar y reducir a esos reductos de seres “confundidos” que renunciaban a transarse y negociar con la estulticia dominante que venían a ser los poetas.

Lo más paradójico es que, en aquella época, el poeta ya no era aquel ser marginal respecto a la sociedad del que hablaba Octavio Paz en la década de 1950 ni tampoco se traducía en la mentalidad colectiva como un remedo anacrónico de la pose típicamente neorromántica que ubicaba al poeta encerrado en una “torre de marfil”. Las reglas del juego estético habían cambiado en la década de 1960 (sí, la de las neo vanguardias), pero quedaron definitivamente descartadas a partir de los años 90. En la actualidad, asistimos al doble fenómeno de la insignificancia masificada y de la masificación insignificante de la poesía. Por primera vez en toda la historia de Occidente, todos somos poetas, y cuando digo “todos” es más por decir cualquiera que por no decir “todo el mundo”.

Esto no quiere decir que ya no existen más esos “clanes” poéticos cuya función principal consiste en elegir periódicamente a este poeta para darle más vigencia que a aquel otro en sus pseudo-cánones historicistas. Lo que digo es que la actual ubicuidad de la poesía es en realidad un reflejo de su propia desubicación, puesto que la misma circulación de los textos poéticos se muestra hoy ajena al control mediático de aquella “conciencia crítica” que imponían las distintas “escuelas estéticas” que proliferaron durante el siglo XX.

De hecho, cualquier intento de establecer un corpus de la actualidad poética —requisito indispensable para abordar una investigación sincrónica o diacrónica en materia de poesía hispanoamericana— estaría obligado a someterse a una serie tan larga de limitaciones metodológicas que harían imposible evitar ser parcial en esa materia. Aparte de esto, por primera vez en la historia de Occidente, la oferta poética supera tanto a la demanda que a muchos editores ya no les interesa publicar poesía, razón por la cual, la mayoría de los libros de poemas son editados hoy por personas que pertenecen al mismo gremio de los poetas o por individuos interesados en aprovechar las ventajas del vanity publishing, es decir, “tú-me-pagas-y-yo-te-lo-publico”, aberración mercadológica que permite a muchas personas creer que han escapado a esas “trampas” que son, según ellas, las plataformas de autoedición como Amazon,com, Lulu.com, etc.

Vivimos en la época que profetizó Lautréamont, que es la misma que luego mercadearon primero los surrealistas, más tarde los hippies y los “beats”, y finalmente los jóvenes universitarios del Mayo del 68 parisino: el tiempo en que la poesía es hecha por todos, y no por uno solo.

En nuestra época, la conciencia comunicativa del lector promedio debería permitir pensar que no hay mayor prejuicio en materia de poesía que la simple idea de pensar que alguien es “mejor” o “peor” poeta que otro, no porque no existan cualidades intrínsecas en el texto de este poeta respecto al de aquel otro, sino porque dichas cualidades solamente las tienen en cuenta algunos poetas.

Tanto a los demás poetas como al resto de la sociedad, en efecto, la jerarquía poética les importa un bíblico grano de mostaza. «La sensibilidad de los otros me importa un pito», escribió Louis Aragon en su Traité du style (1928). Y todavía hoy, a pesar del aparente auge de la ñoñería canceladora, pocas pomadas de individualismo son tan efectivas como la anulación de la estética ajena.

Dichosos aquellos que todavía lo recuerdan: el período final del siglo XX estuvo tan saturado de poesía publicitaria, de poesía política, de poesía jurídica, de poesía cinematográfica, de poesía telenovelesca y de poesía bachatera que ya nadie fue capaz de distinguir un buen texto de uno malo. Era la primera vez en toda la historia de Occidente en que todos los poemas eran tan malos que eran buenos, y tan buenos que eran malos.

Esta relativización del valor poético produjo tal desconexión entre el poeta y su público que redujo el espíritu crítico a su mínima expresión. Por eso, lo que vino después, es decir, nuestra contemporaneidad, es el equivalente de lo que sería el cielo sin los ángeles, el paraíso sin Dios o el mismo infierno en manos de los demonios subalternos y en ausencia de su Mandamás.

La actual nivelación hacia abajo que catapulta al estrellato a los productos en serie de la llamada “cultura urbana” es el principal síntoma de esa pérdida del criterio colectivo que antes permitía comprender que la poesía puede ser cualquier cosa, menos repetición. Por eso, si hoy cualquier Yoteví es famoso, es solamente porque otros millones de Yotevís se reconocen repetidos en la imagen de cualquier Yoteví.

Muy pocos, en cambio, a excepción de todos aquellos a quienes les cambiaron el ritmo a sus corazones en algún quirófano burocrático, se reconocerán repetidos en la imagen de un poeta contemporáneo. Contrariamente a lo que se nos quiere hacer creer, hoy los poetas no sacarían a miccionar ni siquiera a un murciélago, lo cual es mucho decir.

A esta pérdida de interés se le suma, por una parte, esa forma de superstición que produce la ignorancia, según la cual, se necesita poseer un elevado nivel de instrucción o de inteligencia para poder decidir si un texto es o no un “poema”, y por otra parte, esa popular forma de pereza cognitiva que consiste en considerar poema prácticamente a cualquier cosa. A quienes piensan de este modo hay que recordarles que, si hay repetición, no hay poesía. Tal vez se pueda decir mejor, pero no de manera más simple.

Todo lo anterior resume groseramente cuál es la verdadera naturaleza de esta libertad inédita en toda la historia de Occidente desde donde hoy escriben los poetas, y muy particularmente los poetas latinoamericanos.

La historia de la educación en Hispanoamérica nos permite ubicar el inicio de esta transformación a partir del Concilio Vaticano II, en el que se negoció, entre otras cosas, la cesión a la Iglesia de la instrucción pública en la mayoría de los países hispanoamericanos —con el consecuente inicio del declive de la instrucción laica— a cambio de una reforma educativa tanto teórica como metodológica y curricular capaz de conducir nuestra entrada en los mejores términos en el nuevo reordenamiento de nuestros países en la órbita de influencia norteamericana. ¿Y qué fueron las dictaduras y los gobiernos de fuerza que tuvimos los hispanoamericanos sino la parte más visible de un conjunto de medidas precautorias que había que establecer para garantizar el éxito de esta transición?

Muchos de los poetas nacidos alrededor de 1960 teníamos padres que habían sido formados en el krausismo y el neopositivismo laico. Por tanto, muy pocos de nosotros escaparíamos al escrutinio atento de quienes saben rastrear las actitudes políticas características de quienes aprendieron a pensar aplicando las categorías propias del dualismo en materia de poesía. Pero también esos poetas son víctimas conscientes o inconscientes del presente estado de cosas, pues, aunque el poder solo existe si se ejerce, es muy poco lo que puede esperarse de cualquier intento de obligar a la gente a que lea algo que no quiere leer, es decir, poesía.

Aprovecho esta reflexión para agregar que estoy convencido de que el mayor triunfo del lector en nuestra época es haberse ganado el derecho a leer lo que le dé la gana. Y como los seres humanos tendemos a menospreciar todo aquello que no nos cuesta nada, hoy a pocos les interesa aprovechar esta actual libertad de lectura leyendo poesía.

Y ya que las cosas son así y no de otra manera, descarto, por impertinente, cualquier idea que me pueda hacer pensar que alguien es o no mejor poeta que otro, y me declaro ajeno a cualquier intento de que se me haga posar para una foto en un acto en el que se le rinda homenaje a la insignificancia poética. Luego de que Aragon promulgara aquella ley de autarquía poética, en materia de poesía, me rijo únicamente por la ley de mi gusto personal.

Nunca antes, como ahora que los poetas ya no existen culturalmente, ha sido tan bellamente inútil el ejercicio del poema. Escribir poesía equivale hoy a ejercer el derecho a la intrascendencia comunicativa: nada de lo que el autor considere más urgente y necesario decir, si lo dice en un poema, tendrá hoy ninguna importancia para nadie.

Y según dicen, a Dios le gusta que así sea.