"La maison, dans la vie de l’homme, évince des contingences, elle multiplie ses conseils de continuité. Sans elle, l’homme serait un être dispersé. Elle maintient l’homme à travers les orages du ciel et les orages de la vie. Elle est corps et âme. Elle est le premier monde de l’être humain".
“La casa, en la vida del hombre, expulsada de las contingencias, multiplica su consejo de continuidad. Sin ella, el hombre sería un ser disperso. Mantiene al hombre a través de las tormentas del cielo y las tormentas de la vida. Ella es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano”.
Gastón Bachelard
Edgar Smith es un escritor dominicano, que nace en el barrio de Villa Con-suelo, en la capital, Santo Domingo, República Dominicana—en el año 1973. Es-tudió publicidad en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, y fue profesor de inglés por quince años—habla español, inglés, y alemán. Actualmente, es editor, escritor, y traductor; y dirige la editorial internacional Books&Smith.
Desde los inicios del 2000, incursionó en la poesía. Para esa época en que comienza, comparte sus escritos en línea, donde formó parte de las páginas Poetry.com, Los Cuentos.com, Poetas de la Ostia, y Bulldog Poetry Workshop.
Ha publicado: El Palabrador (cuentos, 2013), Algunas Tiernas Imprecisiones (poesía, 2013), Island Boy (poesía, 2014), La Inmortalidad del Cangrejo (novela, 2015), Versenal (poesía, 2016), Cuentos Raros (cuentos, 2016), Randomly, a poem (poesía, inglés, 2016). The Wordsmith (cuentos, inglés, 2017), Gnuj & Alt (novela, inglés, 2017), arrimao, novela (2018), Tandava (poesía con Silvia Siller, 2018), Voz propia / Voice of our own (poesía bilingüe, 2019), Puro Cuento (cuento, 2020), Verso y lágrima (poesía, 2020), La 90 (poesía, 2021), Por esta curiosa ventana (cuento, 2022), y Through this strange window (Cuento, inglés, 2022)—mención de honor en The International Latino Book Awards, categoría: Mejor colección de cuentos.
Estudiaremos el poemario titulado La 90 de Edgar Smith desde la pers-pectiva teórica de Gastón Bachelard, pues va muy acorde con el tema que titula el libro—sobre todo la casa como el espacio y tiempo donde el poeta nos comunica su intimidad, sentimientos, los mundos que transitan en la conciencia de sus primeros años. El lugar que lo vio nacer en la calle Baltasara de los Reyes, que ha dejado una profunda huella en su vida. La 90 es un poemario emotivo y de profunda sensibilidad, escrito en un tiempo que ha quedado adherido a su memoria. Digo a su memoria porque es un poemario autobiográfico, donde el recuerdo impera y va de la mano del hablante, que nos lleva por los intrincados mundos de su niñez.
Desde las primeras páginas, Smith, en la presentación del libro, nos deja ver que el contenido de La 90 es poesía autobiográfica. Yo diría, más bien, que me-morias de la vida del poeta, colocadas artísticamente sobre papel, donde presenta visuales de los mundos y submundos que pueblan su memoria profundamente.
Y, es que, dentro de los espacios de posesión que el hablante lírico recoge en su conciencia, nos habla de recuerdos que han quedado profundamente grabados en ese espacio o en esos mundos y submundos (de los recuerdos) que lo marcaron como niño. Los cuales acomoda, organiza, para compartir con toda la riqueza posible, y que son parte de su intimidad. Es lo que nos brinda en este her-moso libro el poeta Edgar Smith, desde ese espacio de la casa donde vivió su infancia, en la República Dominicana, ubicada en la calle Baltasara de los Reyes, número 90.
De manera que la casa será uno de los espacios de su vida con la cual conversaremos y, así, compartiremos con el lector esos primeros años de su niñez. Esos años inolvidables para él, en los que vivió en su infancia con sus padres y su abuelo y que aún recuerda con amor y cariño como si hubiesen sido ayer. Recrea esos espacios íntimos junto a sus amiguitos de esa época. No obstante, no dejan de ser importantes otras personas de mayor edad, que fueron parte de su formación como ser humano.
Desde la casa número 90, una calle pintoresca que actualmente conserva ese mismo nombre, notamos que para él vendrá a ser más que una calle, ya que, al nombrarla, parece tener un doble significado, pues vendrá a formar parte de su familia, un sujeto y el entorno; pasa a ser para Smith más que un nombre, porque cobra vida cuando él la nombra. Es lo que intuyo; y debo decir que, en una clara y precisa prosa poética, Smith cuenta sus experiencias, las de su entorno, y sus vivencias en el seno familiar.
Dentro de ellos: Los juegos que compartía con los niños de su vecindario, momentos de su niñez, los cuales llegan a su conciencia fragmentados en pequeños mundos, donde disfrutamos de todos los juegos que practicaba y que también yo los he vivido en carne propia, aunque lejos del tiempo que le toca vivir al poeta. Durante mi niñez también jugábamos algunos de los juegos mencionados por él, en la misma ciudad de Santo Domingo cuando tuve su edad.
Smith se expresa en todo su potencial, pues no solo nos hablará desde fuera (o del exterior de la casa), nos introduce en ese recinto sagrado de su hogar. Nos lleva de la mano por las habitaciones e inmediaciones como si fuéramos parte de ese entorno.
Para Bachelard, la casa es un elemento de integración psicológica, morada de recuerdos y de olvidos. Al llegar a la casa, el hablante cambia el tono de momento para comunicarnos lo que fue esa relación con sus padres. Primero que todo, nos habla de la mirada de sus padres, que tiene que ver posiblemente como él los interpreta…
“Mi padre y mi madre me miran con extraño orgullo.
Soy fruto del amor hecho añicos…”
En esos versos existe un reflejo de vacío en el espacio en que vivió el poeta, aparentemente como ausente de afecto de sus padres, tal vez por las desave-nencias entre ellos y que terminaron esa relación. En estos versos presenta ser fruto de un amor que se rompió: Un padre “ausente” y una madre “tan culpa y sacrificio” (22).
Cómo se sentía al ver a su madre asumiendo la responsabilidad de una relación que dejó de ser. Entonces nos dirá cómo se siente vivir en un hogar roto, sin la presencia de un padre:
“Soy ardor de un fuego silente
despacio confabulando
con la fantasía.
MI niñez es una bola de soledad
con bombillitos”. (22)
Luego nos dirá quien es él, cómo se ve frente al espejo de su otredad:
“Siempre he sido un niño solitario,
jugando a ser hombre
Los muchos hombres que me habitan
residen en el anhelo de ser niño”. (22)
El poeta se mira por dentro, se cuestiona desde las profundidades de su ser. Él se ve como un niño que juega a ser hombre, se piensa así mismo como alguien que se perdió en la niñez y que regresa varias veces, como veremos en el poemario, a buscar y recoger esos recuerdos, donde se quedó sin conclusión. Alguien en su memoria le dice que regrese a buscar algo que no sabe. Hay en el poeta un apego especial al entorno, a su casa de la niñez. Vamos a ver cómo la pinta desde su mirada retrospectiva, que llega a él cuando la melancolía le invade. Entonces piensa en esos tiempos donde la fantasía impera, desde la niñez, cuando vivió en la casa número 90 de La Baltasara:
“Mi casa es aun de madera y me habita cuando la melancolía.
Mis manos dibujan hombres y monstruos al pie de la escalera.
Uno no deja de ser niño, aunque se nos encorven la espalda y los sueños”. (24)
La casa es el primer universo de la cotidianidad, pero se proyecta como un auténtico “microcosmos”, una unidad de imagen y recuerdo. Porque la casa es nuestro rincón del mundo y lo que habita en ella:
“El mueble. Le llegó su hora y se lo llevaron
[…] El mueble era una cosa llena de tiempo
que no estaba
cuando volví y fue un golpe.
“Se rompió y se lo llevaron”,
dijo madre, como desde el hondo abismo de la indiferencia.
Quise gritar, confesar más de una carnal osadía,
más de un pecado.
Quise decir en voz alta cinco,
seis nombres de mujer y de niña,
narrar aventuras ocultas
en los cofres del pudor y la decencia”.
Se ha dicho con frecuencia que la casa es nuestro primer universo. Es realmente un cosmos, en toda la acepción del término. Vista íntimamente, la vi-vienda más humilde: ¿no es la más bella? Los escritores que conversan con la ciudad y la casa evocan a menudo ese elemento de la poética del espacio. En este hermoso poemario se cumple lo que bien reconoce Bachelard, porque solo hay que detenerse a dialogar desde la lectura en estos mundos que el hablante con tanto sentimiento nos comparte de La 90:
“Quise hallar en la quietud de aquel espanto un rostro o dos, queridos, anquilosados al olvido”.
[…] bajo el balcón carcomido y las ramas de un árbol que se entristece en los inviernos y en los funerales de desconocidos”. (30)
Las grandes imágenes tienen a la vez una historia y una prehistoria. Son siempre a un tiempo recuerdo y leyenda. No se vive nunca la imagen en primera instancia:
“Al frente, suspendido como una mueca de madera.
A su derecha, una azotea y a la izquierda
[…] Alguna vez fue puente, atalaya en el arduo ajedrez del barrio”.
Pero el balcón fue más que un espacio recordado por el poeta; también fue allí donde llegaron los primeros pensamientos sobre la poesía:
“Desde ese balcón soñé la poesía
cuando era únicamente sonoro aleteo de hembra
presencié la valiente idiotez de dos hombres y sus puñales,
el intimo ajetreo de malhechores, transeúntes, y ancianos”.
En el reino de la imaginación absoluta, se es joven muy tarde. Hay que perder el paraíso terrenal para vivir verdaderamente en él, para vivirlo en la realidad de sus imágenes, en la sublimación absoluta que trasciende toda pasión. Debemos de-mostrar que la casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos, y los sueños del hombre. Es en esa integración que el principio unificador es el ensueño. El pasado, el presente, y el porvenir dan a la casa dinamismos, diferentes, que interfieren con frecuencia, a veces oponiéndose, otras excitándose mutuamente.
Afirma Bachelard que la casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de continuidad. Sin ella, el hombre sería un ser disperso. Lo sostiene a través de las tormentas del cielo y de las tormentas de la vida. Es cuerpo y alma. Es el primer mundo del ser humano. Por ello se siente una nostalgia en la voz del hablante lírico de estos versos, cuando esperaba que la casa humilde donde nació, continuara con sus mismas paredes de madera, y no que la transformaran, quitándoles su encanto:
“Envejeció al revés
como todas las calles
que lucen menos pobres y más modernas
y les crecieron cemento
y segundos pisos
a las casas que en mi día
más alegre…
fueron de madera”. (15)
Esa voz del poema es una voz que denuncia y es un grito profundo de desencanto frente a lo que parece haber muerto de su inocencia, parte la casa como era—con su intimidad y sus muebles. La remodelación de la ciudad con sus casas que cambiaron de imagen y a él, desde sus recuerdos de infancia, que fueron más alegres, el cambio de madera a cemento lo entristece.
Por otro lado, expresa que abandonó dos o tres veces la casa de su infancia con la excusa de hacerse hombre y, al regresar, le sorprendió verla alegre, con su música de ancianos y su penumbra a las siete y media.
La voz nos remite de nuevo a esos momentos que llegan sublimes a su me-moria, como si fuese ayer, la etapa de los juegos:
“Tuve la suerte de jugar al loco,
a las escondidas y agente
cuando los techos eran de zinc
y sonaba en ellos la lluvia
como un largo aplauso”. (16)
De esos años, Smith nos remite a dos memorias: su relación con su abuelo, su bondad para con él, y su mecedora: “Porque, aunque Smith no lo diga, puede que recuerde, como todos, esos momentos en que los abuelos nos dormían con alguna canción (en la edad que ahora no recuerda) porque han pasado muchos años”.
Además, introduce elementos de la naturaleza que se han quedado en su mente como algo mágico, mítico. Es el encuentro con las libélulas, ellas con sus ojos encendidos en la noche:
“ […] me ocupan hoy dos memorias extraordinarias:
la eterna bondad de mi abuelo en su mecedora
y el encuentro con las libélulas.
Las libélulas parece que se insertaron en sus recuerdos por ser algo fantástico, que venían en grandes cantidades por la Bartolomé:
Venían por millares desde la Bartolomé́
y nos desafiaban
con sus ojos enormes
y sus alas transparentes.”
Antes de ser "lanzado al mundo", como dicen los metafísicos, el hombre es uno, depositado en la cuna de la casa. Y siempre, en nuestros sueños, la casa ha sido y será una gran cuna. En este sentido, destaca Bachelard la importancia de las grandes imágenes simples, como la casa, y ello porque potencian el fenómeno de liberación poética pura.
La propia casa, cuando se pone a vivir de un modo humano, no pierde toda su objetividad:
“La sala de siempre es
ahora otra sala, más grande y sola.
Ya no ronda la amistad
ni los amores,
ya mi abuelo es un lento reflejo
en espera de la muerte.
La virgen en el cuadro siente una pena por el claro espacio“. (30)
La casa es, más aún que el paisaje, un estado del alma. Incluso reproducida en su aspecto exterior, expresa intimidad. Todo rincón de una casa, todo rincón de un cuarto, todo espacio reducido donde nos gusta acurrucarnos, agazaparnos sobre nosotros mismos, es para la imaginación una soledad; es decir, el germen de un cuarto, el germen de una casa:
“Yo miro a todas partes, mueble hermano,
busco la risa de los muchachos y el llanto de las enamoradas.
Es como si te hubieras llevado lo vital del pasado, la pulpa misma, agridulce,
de lo que fue la vida”.
La función de habitar comunica lo lleno y lo vacío. Un ser vivo llena un refugio vacío. Y las imágenes habitan. Todos los rincones están encantados, si no habi-tados:
“Los recuerdos se recuerdan entre sí, se olvidan,
se confunden
y Dios sueña la infancia de esa casa donde la madera fue dulce
y el trajinar incesante de mi madre es la jornada del mártir y el devoto”.
El soñador, en su rincón, ha deshecho el mundo en un ensueño minucioso que destruye uno a uno todos sus objetos. El rincón se convierte en un armario de recuerdos:
“El ya clásico murmullo de las cosas inanimadas en lo espeso del silencio.
Y como de una niebla soñolienta, la memoria recupera un beso difuso de la difusa boca de una muchacha que a prisa se difumina”. (37)
La inmensidad es, podría decirse, una categoría filosófica del ensueño. Sin duda, el ensueño se nutre de diversos espectáculos, pero por una especie de incli-nación innata, contempla la grandeza. Y la contemplación de la grandeza determina una actitud tan especial, un estado de alma tan particular, que el ensueño pone al soñador fuera del mundo próximo, ante un mundo que lleva el signo de un infinito.
Los dos espacios, el espacio íntimo y el espacio exterior, vienen, sin cesar, si puede decirse, a estimularse en su crecimiento. Designar, como lo hacen con todo derecho los psicólogos, el espacio vivido como un espacio afectivo no llega, sin embargo, a la raíz de los sueños de la espacialidad.
El poeta va más a fondo descubriendo con el espacio poético un espacio que no nos encierra solamente en una afectividad de lo que fue nuestra niñez:
“…así pasamos los ciclones.
Así nos cayeron los fracasos,
las trampas existenciales, la constitución de la dicha y el infortunio… “
“Abajo los callejones, radiografías de la miseria”. (43)
Bachelard, empleando el método fenomenológico, trata de evocar, o sea, poner en frente, los valores de este espacio interior. Para ello se ocupa en leer, y de una forma insuperable, los cuartos y la morada que los grandes poetas Rilke, Baudelaire, entre otros, nos han entregado a través de sus poemas.
Estimulado por estos hermosos análisis que desdeñan estudiar la causa de las imágenes y rechazan la idea que sean ellas formas de sublimación, para ate-nerse al valor de resonancia; es decir, al modo en que tocan y despliegan un alma, especialmente al significado poético de las imágenes poéticas.
El poeta escribe memorizando esos recuerdos que aún laten en su con-ciencia como si fuese hoy y no ayer; y, en definitiva, la casa de su formación espi-ritual ha trascendido como morada: es la suma de todos los valores de intimidad del poeta:
“Rebotaba con un soplido.
Rebotaba como rebotó el tiempo:
de la pared y los pórticos
de las espaldas al sol
como rebotaron los días de soñar despierto
y se perdieron en la ausencia de un plan para esos sueños“.
Es ahí, entre las páginas de este emotivo poemario, donde percibimos la vida entera del poeta, corriendo desde atrás hacia delante, y regresando, como frag-mentos importantes para hilar con otros versos. Uno comprende, como sujeto que analiza cada verso, que lo ha leído dos o tres veces, cómo en el poemario La 90, el cual sostiene al poeta, la forma en que lo centra en la casa resuena y se manifiesta un alma sensible y tierna como un niño.
Esta evocación autobiográfica del poeta es admirablemente sugestiva, como cuadro de la existencia. Smith, según hemos observado y compartido con el lector, destaca, como primer rasgo de la casa, que está destartalada. Es decir, no se trata de casas construidas para que duren toda una vida; se trata más bien de refugios que adquieren toda su dimensión de inestabilidad, cuando se colocan en relación con el mundo que las rodea: Lluvia, viento, sacudidas…
Al leer este poemario sobre lo que Smith plantea como una autobiografía, se puede leer paralelamente como una tensión del alma. Es decir, como sueños, en-sueños, esperanzas o, bien, como una proyección de los apetitos, del deseo de volver a esa niñez en las que esa voz poética no llenó sus expectativas, quedando en él un vacío.
Podríamos designar esta casa como casa telúrica. En ella, los valores de intimidad están aplastados o han tomado su lugar los elementos cósmicos: el viento, la lluvia, la remodelación que llega con la modernidad, el cambio de madera a cemento… y, por otro lado, la relación que manifiesta la casa con la voz del hablante, el poeta Smith, a lo largo del poemario.