En el Diccionario de Política, de Bobbio, Matteucci y Pasquino, el reconocido politólogo italiano, Angelo Estoppino, definió la palabra poder, en su significado más general, como la capacidad o posibilidad de obrar, de producir efectos, pudiendo ser referida tanto a individuos o grupos humanos como a objetos o fenómenos de la naturaleza (como en la expresión “poder calórico” o “poder absorbente”.
Asimismo, en el sentido específicamente social, en relación con la vida del hombre en sociedad, el poder se precisa y se convierte de genérica capacidad de obrar, en capacidad del hombre para determinar la conducta del hombre: poder del hombre sobre el hombre.
La anterior definición del poder se diferencia de la formulada por Thomas Hobbes, en El Leviatán, debido a que se limita a lo siguiente: “El poder de un hombre (universalmente considerado) consiste en sus medios presentes para obtener algún bien manifiesto futuro”.
Sin embargo, Estoppino reconoce que en el campo en el que el poder adquiere el papel más importante es en el de la política, destacando el análisis clásico que, sobre el poder político hizo Max Weber, quien individualizó tres tipos puros de poder: 1) el legal, propio de la sociedad moderna, el cual se funda en la creencia en la legitimidad de ordenamientos estatuidos que definen expresamente el papel del detentados del poder, cuya fuente es la ley, a la cual obedecen los ciudadanos o los asociados lo mismo que el que manda; 2) el tradicional, basado en la creencia del carácter sacro del poder existente desde siempre, siendo su fuente la tradición, que impone vínculos al contenido de los mandatos que el señor imparte a los súbditos; y 3) el carismático, basado en la sumisión afectiva a la persona del jefe y al carácter sacro, la fuerza heroica, el valor ejemplar o la potencia del espíritu y del discurso que lo distinguen de manera excepcional.
De su lado, Bertrand Russell, en su reconocida obra El Poder, clasificó el poder en sacerdotal, real, desnudo, revolucionario, económico y sobre la opinión, siendo los dos primeros, los de sacerdotes y los de reyes, las formas del poder que tuvieron más importancia en el pasado, como lo comprueba el gran poder sacerdotal de Augusto, que, como sostiene el citado autor, era en Roma el máximo pontífice y en las provincias un dios.
A propósito del poder sacerdotal en nuestro país, en la obra “La Iglesia católica y la política del poder en América Latina”, Emelio Betances, presenta el caso dominicano en perspectiva comparada, sosteniendo que la participación del clero en el movimiento de la independencia dejó el legado de su influencia en la Constitución de la República Dominicana de 1844, producto de que la Asamblea Constituyente tenía 29 miembros, ocho de los cuales eran sacerdotes y que el presidente de la asamblea, Manuel María Valencia, se consagró sacerdote católico cuatro años más tarde.
Como una demostración de la influencia de los sacerdotes en los debates y en la redacción de la primera Constitución dominicana, el referido autor pone como ejemplo que la comisión responsable de los aspectos ideológicos estaba compuesta por cinco miembros, tres de ellos sacerdotes, los cuales tuvieron un importante papel en asegurar que la católica fuera la religión oficial del nuevo Estado independiente.