La decisión del presidente Abinader de moralizar la administración pública y eliminar la impunidad se concretizó en la designación de un Ministerio Público independiente. Ese Ministerio ha hecho historia sometiendo a gente que nadie pensó que tocaría. Pero pasado dos años, la población comienza a dudar, pensando que el combate contra la impunidad tiene límites.

La oposición arrecia los esfuerzos por desacreditar a la procuradora. Pretenden quitarle al gobierno uno de sus mayores aciertos, precisamente en momentos en que otros ministerios de la administración no han estado a la altura del trabajo presidencial, la crisis mundial aumenta la inflación y la delincuencia abunda.

La impunidad, el mal que más daña y corroe nuestra cultura, otra vez comienza a percibirse como imbatible. El Ministerio Público está siendo cuestionado con saña por propios y ajenos. Esto es grave. A nadie conviene. Aunque no se hable mucho de ello, la impunidad tiene relación directa con la educación y la criminalidad.

Si nos fijamos, podremos verificar que en la vida política y comunitaria del dominicano se entroniza el teatro de lo absurdo, convirtiéndose en espectáculo cotidiano: una secuencia de hechos chocantes e ilógicos que, sin duda, muestran nuestras desgracias de manera constante y tragicómica.  Es una puesta en escena para prestársele mucha atención, pues de no hacerlo, de no entenderse su significado y peligro social, podría llevarnos a un desencanto permanente.

“El teatro del absurdo” fue un movimiento teatral activo de 1940 a 1960. Se caracterizó por diálogos ilógicos y repetitivos, incoherencias, disparates y escenas absurdas. Situaciones díscolas y estrambóticas utilizadas para denunciar los males que afectan al hombre y a la sociedad.

Vemos, leemos y oímos lo que a estas alturas del gobierno quisiéramos no ver ni leer ni oír; personajes señalados por el clamor popular como delincuentes políticos andan de candidatos presidenciales, o aspiran a serlo. Pontifican con desparpajo a diestra y siniestra. Es como si los pecadores predicaran en el templo sin Jesús para expulsarlos. Se exhiben esos líderes corruptos llevando escudos de impunidad. La indignación va creciendo a la par del absurdo. Antiguos procuradores, funcionarios y políticos comprometidos con la corrupción aparecen a diario en los medios criticando al actual gobierno y dan cátedra de moralidad. ¡Demencial!  Un teatro del absurdo del mejor.

Grupos de mercenarios mediáticos cuestionan la imparcialidad de la justicia. Demasiada gente comienza a afirmar que antiguos presidentes y ciertos personajes de poder serán intocables. Denuncian una mafia judicial que paraliza los buenos oficios de la procuradora.  Sigue la carencia de ética entre jueces y fiscales. Esto es peligroso, desesperanzador.

La disolución del “expediente de los Tucano” tiende a ratificar el amarre dejado por las antiguas autoridades. Volvemos a escuchar entre algunos ciudadanos el fatídico “la misma vaina que antes” (expresión injusta, porque aquí mucho ha cambiado con este gobierno.)

Senadores y diputados trabajan arduamente en garantizarse impunidades futuras – o sea, planean robar sin consecuencias. Resisten la aprobación de la” ley de dominio”, a menos que puedan quedarse con lo robado. Chupan del barrilito y conviven entre riferos y narcotraficantes.

Resumiendo: el pueblo es testigo, especialmente esa juventud que busca desesperadamente ejemplos dignificantes, de una ilegalidad rentable y de criminales sin castigo. Sin ejemplos dignos a seguir es difícil educar, sea cual sea el programa educativo. Es devastador saber que las figuras ejemplares para la juventud son narcotraficantes y políticos corruptos.

El gobierno tiene que estar consciente de lo que esta sucediendo, y preocuparse. No conviene a nadie la percepción de impunidad selectiva. Deberá ser enérgico y exigir a cada ministro y a cada funcionario que tomen posiciones más activas en denunciar a sus antecesores. Someterlos. No basta la eficiencia administrativa, los votantes quieren justicia.

No pueden olvidar en palacio que esta sociedad espera, desde la caída de Trujillo, castigo para gobernantes y funcionarios delincuentes. No lo ha conseguido. El colectivo necesita, especialmente la juventud, aprender que el crimen tiene castigo, sin importar quien sea el culpable. De no ser así, la frustración seguirá escalando y el teatro del absurdo dominando.