Caminaron un par de cuadras. El sol de la mañana se perfilaba detrás de los edificios añosos, antes oficinas de la burocracia estatal, y ahora devenidos en conventillos marginales. Un ruido amortiguado de autos, pitos y gritos callejeros empezó a develarse a medida que los dos, abrazados como borrachos, zigzagueantes todavía, llegaban a La Marín.

Entonces, mientras los buses lanzaban sus chorros de mugre, Frank, tapándose la boca con un pañuelo celeste, dijo:

-Oiga, amigo, ¿y cómo mierda terminamos aquí?” [Los Años Perdidos / Juan Pablo Castro Rodas]

En el atardecer de domingo, cuando se me ocurrió la idea de visitar la Zona Colonial de Santo Domingo y de repente me encontraba casi preso en un desorden social del que dudaba salir con bien, me hice la misma pregunta de Frank.

La República Dominicana, en cualquiera de sus rincones, ha ido convirtiéndose, lenta; pero seguramente, en un lugar donde caminamos en el filo de una tragedia a punto de suceder y aunque cualquiera con la autoridad delegada para actuar bien pudiera evitarlo a tiempo, da la impresión de no haber nadie atendiendo a lo que necesita atender, para que ante lo inevitable todos nos preguntemos “¿cómo fue que esa tragedia pudo pasar?”.

La nueva moda de La Zona Colonial de Santo Domingo es el alquiler de unos vehículos motorizados, en las modalidades de motores y ciclomotores eléctricos, los cuales se comercializan a la vista de las autoridades; sin que los usuarios sean mayores de edad, sin necesidad de utilizar equipos de seguridad y sin requerir de quienes utilizan de tales servicio la más mínima pericia.

Los propietarios de los negocios de este tipo pueden mostrar todo tipo de documentación refutando lo que acabo de expresar; sin embargo, sólo hay que salir un día de fin de semana por la Zona Colonial para tropezar con el desorden y clima de inseguridad general que producen estos motorizados zigzagueando entre vehículos (muchos tambaleantes y con evidente incapacidad legal para conducir un vehículo de motor en la vía pública).

Se suben por las aceras y ponen en peligro a los transeúnte; causan daños a la propiedad, pasando como “la jonda del diablo” entre los vehículos y continúan su camino como si nada ocurriera; corren despreocupados; se burlan y muestran desafiantes ante cualquier llamado a la atención y mientras tanto los oficiales de la Policía Turística caminan por el frente del negocio de alquiler de estos artefactos observando estas irregularidades y en vez de revisar la situación, saludan militarmente a quienes se encuentran a cargo de la operación y continúan su marcha, con un “hasta luego comandante!”

Todos seguiremos con el mismo “hasta luego comandante!” hasta que ocurra alguna tragedia, que pudiera ser algún accidente involucrando un turista y la misma sea reseñada por la prensa internacional, con su correspondiente reseña de las estadísticas que muestran el peligro en nuestras calles; cuando lo único que hay que hacer es ser proactivos y supervisar que estos negocios cumplan con la ley de tránsito; dedicar rutas especificas para este tipo de actividad peligrosa y aplicar las sanciones a quienes violen la ley. Después de todo, aunque se trate de motores, ciclomotores y bicicletas, se trata de vehículos, sujetos a alguna legislación.

Como podemos ver, no se propone otra cosa que hacer cumplir la ley; sin embargo, en un país donde hacen falta tantas cosas elementales, es difícil lograr algo tan básico como lo es aprender a caminar entre otros seres pensantes; lo que nos obliga a volver a preguntarnos Oiga, amigo, ¿y cómo mierda terminamos aquí?”.