Una vez más contaron muertos y heridos. Destacaron los siniestrados en el caótico tránsito, comenzando por los motociclistas que, como siempre, representaron cerca del 70%.

Contaron los intoxicados por la gula alimentaria y aquellos que se pasaron de la raya con el alcohol, con hijos incluidos. Contaron los ahogados y enfatizaron que desafiaron balnearios prohibidos.

El domingo del regreso, el espectacular carreteo desde el este, el norte y el sur. Y, al final, dijeron que el operativo fue muy exitoso porque, desde el Jueves Santo hasta Domingo de Resurrección, 31 de marzo, sólo registraron uno o dos muertos menos que en 2023 y 2022.

Atribuyeron el logro al desplazamiento de unos 50 mil hombres para la prevención; a la supervisión de llantas y frenos de vehículos; sobre todo, a los autobuses de transporte de pasajeros. A la prohibición de balnearios peligrosos, al control de los motoristas suicidas… al esfuerzo del Gobierno presidido por Luis Abinader.

El número mágico: 27. Sólo dos docenas más siete fallecidos, como si el ser humano nomás fuera una cifra.

Al siguiente día, lunes 1 de abril, resurgió el infierno. El caos eterno en calles, avenidas y carreteras; el insufrible tránsito sin el mínimo respeto a las normas y a la vida. Y autoridades, indiferentes, dejando pasar.

Nada fortuito que ostentemos el trofeo latinoamericano y caribeño de más decesos por siniestros de tránsito. Cada año coqueteamos cons 3 mil muertes por esa causa.

Está cerca la próxima rueda de prensa del Comité de Operaciones de Emergencia para anunciar acciones gubernamentales conjuntas. La temporada ciclónica comienza el 1 de junio y termina el 30 de noviembre. Informarán que el océano Atlántico se ha calentado de malas maneras y, por tanto, será alta la frecuencia de ciclones, especialmente de huracanes poderosos.

Será antes si ocurren eventos naturales como un fuerte temblor de tierra con potencial de daños a infraestructuras y riesgos para la integridad de las personas.

O un temporal que evidencie otra vez la irresponsabilidad sideral de gobiernos municipales, desarrolladores de proyectos habitacionales y familias cómplices por comisión u omisión. Un fenómeno que convierta en mares las ciudades, se lleve vidas y dañe propiedades privadas y públicas porque las correntías naturales han sido bloqueadas por paredes, las lagunas cementadas, los imbornales tapados con basura y son insuficientes los alcantarillados para canalizar aguas pluviales y sanitarias.

La misma historia de hace medio siglo. Aquí vivimos de operativo en operativo. Nada de construir una cultura de prevención.

Por eso habitamos el abismo. Y sólo un camino queda para salir de él: cambiar para reducir al mínimo los operativos, que, en general, aquí son el resultado de la testarudez del Gobierno al mantener un matrimonio eclesiástico con la improvisación y una enemistad insondable con la planificación. Un compromiso con enfermar a la gente para luego ir a curarla y ufanarse por ello.

Desde que terminan los operativos, usted no ve un “gato” en las carreteras. La autoridad no existe pese a la alta peligrosidad de las vías.

Estrechas, carentes de peraltes y sin señalización adecuada e invisibles por las noches, no son aptas para velocidades superiores a los 80 kilómetros por hora, ni para rebases temerarios, ni para competencias de carreras entre buses, patanas, carros y ni motocicletas. Pero eso es lo más común en ellas.

En las avenidas y calles de las ciudades, motociclistas, carros de concho, guagüeros (grandes, medianos y pequeños) y taxistas constituyen gobierno aparte. En la cotidianidad son violadores recurrentes de las normas de tránsito ante los ojos de las autoridades. Parece que ellos son todo derechos y nada de deberes. Nada importan las vidas y los bienes de los demás seres humanos que usan las vías públicas.

La misma monumental irresponsabilidad ante la urgencia de la toma de conciencia sobre la sismicidad y la característica ciclónica de la isla. Sólo se habla de seísmos, vaguadas, tornados, tsunamis, depresiones, tormentas y huracanes cuando ocurren.

Es un gran problema que se empeora porque, en vista del famoso lavado de manos de Pilatos, se suele derivar todas las culpas a los gobernados.

No se puede esperar una capacidad de respuesta adecuada a tales fenómenos si la sociedad no ha somatizado la idea de que siempre será mejor poner candado antes del robo; evitar la enfermedad antes que curarla.

Con operativos, imposible lograr ese objetivo.