“En esta vida hay que morir varias veces para después renacer. Y las crisis, aunque atemorizan, nos sirven para cancelar una época e inaugurar otra”-Eugenio Trías, filósofo español.
Los Estados Unidos, que vive sus últimos años como primera potencia militar y económica del mundo, actúa conforme a reglas o resoluciones de la ONU hasta que sus intereses de alguna manera no sean comprometidos o determinados beneficios marginales sean puestos en tela de juicio desde la perspectiva hegemónica predominante de sus élites.
Gracias al comportamiento agresivo e irrespetuoso de esta potencia, ahora más que nunca determinada a someter por la fuerza a las naciones que intentan emprender su propio camino, los cimientos jurídicos e institucionales del orden mundial, fraguado sobre las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, se muestran agotados cuando no carentes de utilidad práctica alguna.
El chantaje, las amenazas soterradas y las intervenciones militares parecen ser la única vía para arreglar los desacuerdos, terminar con los conflictos militares y concretar las pretensiones geopolíticas.
Resulta ya demasiado obvio el declive o descrédito de la eficacia de las instituciones resultantes de las negociaciones multilaterales de la época de la posguerra. Si bien muchos apostaron a un mundo tranquilo y equilibrado luego de la desintegración de la Unión Soviética, al alejamiento de la posibilidad de una hecatombe nuclear, al comercio justo y a las cosechas abundantes de los frutos del llamado multilateralismo, la realidad fue totalmente diferente.
Se incrementó la violación de los acuerdos entre muchos. Las guerras regionales florecieron como algas marinas dejando a naciones prósperas o a regiones enteras devastadas y sometidas por regímenes títeres, sin mencionar el literal secuestro de sus recursos naturales. La Organización de las Naciones Unidas se muestra hoy más que nunca vergonzosamente instrumentalizada por los Estados Unidos y sus aliados occidentales de mayor poder militar y económico relativo. Los acuerdos multilaterales devinieron en letra muerta luego de años de negociaciones y sacrificios.
Las sanciones norteamericanas y de sus aliados incondicionales impactan más la economía global que a la rusa.
El retiro de acuerdos fundamentales o su flagrante violación por las urgencias geopolíticas del momento, se está convirtiendo en una práctica cotidiana. La crisis de la acción colectiva (grupal), llamada a preservar la paz y la seguridad del planeta, llega a su clímax en el ejemplo de Ucrania. La diplomacia del palo como arma predilecta de las potencias occidentales se impone como instrumento que precede siempre a las más burdas y brutales injerencias (políticas y militares) en los asuntos internos de naciones soberanas.
La sumisión extrema y las interpretaciones falsas o amañadas de los hechos de parte de los medios de comunicación occidentales forman parte de su cotidianidad laboral: cuentan las historias según los esquemas de contenido que les entregan sus patrocinadores económicos. La amenaza nuclear hoy no es un espejismo, es una opción monstruosa para quienes dictan el comportamiento político, económico y militar a las naciones, que no son otros que los que se lucran del mega rentable negocio de la venta de armamentos.
Las decisiones del G-20, grupo que cuenta con una disidencia creciente, se deben interpretar como mandatos globales, lo mismo que las que corresponden a asuntos importantes de orden internacional del ya disfuncional Consejo de Seguridad de la ONU, siempre que no cuenten con el respaldo de Rusia y China. Los países se agrupan en bloques pequeños (QUAD, AUKUS), liderados por Estados Unidos e Inglaterra, para influir y mantener bajo sus influencias expansionistas y designios militares a naciones clave de una zona concreta.
Muy a pesar de los Estados Unidos, el mundo dejó hace rato de ser unipolar. Hay distintos centros de gravedad, teatros de importantes actores interconectados en confrontación abierta, asuntos de la seguridad global muy lastimados y un orden basado en unas reglas que solo favorecen a unas cuantas naciones desarrolladas. La desintegración de la confianza, fiabilidad y legitimidad es un proceso en desarrollo que no conviene a nadie.
Los Estados Unidos no quieren ver que el poder económico está ya disperso, aunque sigue siendo asombrosamente interconectado en medio de la disonancia y disrupción. Es por ello que las sanciones norteamericanas y de sus aliados incondicionales impactan más la economía global que a la rusa.
El balance de poder supera la arquitectura de un orden fraguado durante la reconstrucción de Europa hace ya casi ocho décadas. En su agonía como superpotencia reforzada con la caída de la URSS, Estados Unidos defiende sus valores democráticos desde posiciones radicalmente antidemocráticas y hasta antihumanas. Actúan donde quieren impunemente. También lo hacen en el orden interno: cuando sus grupos de poder utilizan el ordenamiento jurídico para impedir el progreso de una candidatura.
La guerra en Ucrania, emprendida por Rusia sin previo aviso luego de exigir desde 2014 la detención, mediante arreglos multinacionales, de las masacres de civiles protagonizadas por los ultranacionalistas y nacionalsocialistas ucranianos en la cuenca de Donetsk, tiene como lado positivo revelar los intersticios más oscuros de la conducta global norteamericana.
Ese conflicto, acompañado de cientos de sanciones económicas, a diferencia de otros cuyos impactos han pasado casi desapercibidos, apuntaló el desarrollo de un mundo multipolar, con centros de poder económicos y militares en franco proceso de diferenciación.
La resistencia todavía pacífica de una China en ascenso y la proverbial tozudez rusa en la preservación de sus intereses y autonomía política, ponen al descubierto las nefastas consecuencias de un mundo con un único y abusivo mando central. El gran país de inmigrantes se muestra incapaz de ceder, de lidiar con los cambios y satisfacer convenientemente las transiciones de poder.
Quiere naciones en calidad de lacayos incondicionales, sobrevivir como potencia única a cualquier costo y mantener las fuentes de muerte y destrucción de los astronómicos ingresos de sus corporaciones militares.
La guerra en Europa no solo es asunto de una Rusia acorralada como en 1918, es el más duro cuestionamiento de los últimos decenios a un orden liberal que solo funciona para las élites y que ya no sirve como reserva moral de Occidente.