Si hay algo que nos identifique a los dominicanos, es el beber café. Tomarse una tacita por la mañana o al atardecer a la hora de la merienda, es algo fabuloso.
Para mí, tomar una taza de café temprano en la mañana es un ritual. Es mi momentico íntimo en soledad, lo tomo para meditar, para pensar en todo lo ocurrido, para planificar mi día, es mi momento sagrado.
Para tomar mi café tengo un lugar especial, no en cualquier lado me sabe igual. Me siento en un sillón muy cómodo, llevo conmigo mi taza, un sándwich de queso, que como desde que era joven, veo subir el humito y junto con él, mi imaginación y mis pensamientos.
Cada vez que me tocó viajar, hace ya unos cuantos años, algo que nunca me faltó en mi equipaje fue una greca pequeña y uno o dos paquetes de café dependiendo el tiempo que estaría fuera.
Cuando iba a España a visitar a mi hijo menor que estudiaba allá, me levantaba temprano, ponía mi greca y para tomar el café me asomaba a una ventana a mirar hacia abajo y por supuesto, meditar. Desde allí vi por primera vez a una ardilla corriendo por el parque, pero solo la vi de lejos, desde un tercer piso, no pude contemplarla ya que corren como locas y no pude decir cuáles eran sus características.
Cuando iba a Nueva York a visitar a mi hermana, ella al igual que yo tenía su ritual. Levantarse temprano, poner su greca y degustar el rico café dominicano que siempre le llevaba. Nos parábamos en un balconcito de su cocina en donde había unos escalones para bajar al patio, ahí conversábamos, nos poníamos al día de todo lo acontecido aquí y allá.
Uno de esos días vi a una ardilla de cerca subirse a un árbol gigante de su patio, pero ¡Oh decepción! Comprobé que una ardilla no es más que un ratón con una cola peluda. Yo que había crecido con un poema de Amado Nervo, poeta y escritor mejicano, llamado “La Ardilla” y que me la imaginaba como alguien sacado de los cuentos, casi un ser mitológico.
Ese poema me hizo soñar y dar rienda suelta a mi imaginación, no un simple ratón peludo, animal que me da miedo y que no lo quiero ni de visita en mi casa.
Para el tiempo que iba a vivir en Chile llevé como cinco paquetes de café, aunque allá se encuentra de todo, hasta plátanos verdes traídos de Perú, cuando se me agotó mi café lo busqué por todos lados. Nunca encontré café dominicano, por lo que tuve que tomar del que encontrara.
En la casa tenía mi lugar para tomar mi cafecito mañanero. Me sentaba en los escalones que me llevaban a mi habitación, ese era mi lugar preferido. No me sentaba ni en la sala, ni en el comedor. Era mi momento sublime, pensaba en mi país, en mi casa, en mis hijos, mi familia, mis amigos. Se convertía en el momento íntimo en que estaba en Santo Domingo, era algo mágico, la nostalgia me acompañaba. Eso día tras día.
Pero si hay algo que transporta y hace soñar cada mañana, no importa el país ni el lugar en donde uno esté, es ese olor característico e inconfundible de un buen café dominicano que inunda toda la casa y que nos hace sentir en familia y en nuestra Patria.