Cuando, en 1994, Carlos Rodríguez Ortiz (1951-2001) obtuvo el Premio Pedro Henríquez Ureña de Poesía con El ojo y otras clasificaciones de la magia, ya andaba lejos del noviciado: contaba con 43 años. Sin embargo, el que sería su primer libro (y único publicado en vida) venía acumulándose en alud, centímetro a centímetro de tiempo y verbo, desde 1984, de modo que es incierta la afirmación de que fuera un poeta tardío, sino que, simplemente, permanecía inédito. Y esto acaso se debiese a su itinerario existencial ajeno al relumbrón, como demuestra el siguiente episodio. Su hermana Frida Betania viajó a Santo Domingo con el fardo del “maquinuscrito”, y lo entregó al amigo de la familia y hoy connotado cineasta René Fortunato, quien se encargó de la reprografía, encuadernación y depósito del libro en la universidad bajo cuyo nombre se organizaba aquel certamen. El resto es historia, pero una historia otra de la personalidad tan singular de Carlos, de quien se cuenta que, pese a haber ganado el premio, se molestó ligeramente por lo subrepticio del hecho, realizado a espaldas suyas. Solo su entusiasmo sepultó aquel malestar, cuando vio su libro ya impreso (llevado a Nueva York por el poeta José Mármol, quien fuera jurado junto con José Enrique García y Manuel Núñez). Fui testigo: lo acompañé esa noche (tal y como había acudido él conmigo un lustro antes, cuando el propio Mármol me entregó mi primer libro, en el mismo lugar de la ciudad: afinidades electivas).
El ojo y otras clasificaciones de la magia consiste en dos secciones. La primera, con el mismo título y fechado en 1986-1991, son poemas numerados desde el I hasta el XCV. La segunda se titula El West End Bar y otros poemas, datado en 1984-85, y compuesto por 8 textos con títulos individuales. He aquí una paradoja bibliográfica: esta parte segunda, escrita primero que la primera, continuó amplificándose, puliéndose, variando en contenido y número hasta acumular 60 poemas y ser publicada póstumamente como El West End Bar y otros poemas y Volutas de invierno (Ediciones Ferilibro, Ministerio de Cultura, Santo Domingo, 2005, presentación de Alejandro Arvelo, preludio de León Félix Batista).
Su recepción crítica fue desigual, y puede que se debiera a que la edición (hecha por la Dirección de Publicaciones de la Unphu, diciembre de 1995) resultó descuidada, impresa en papel y cartulina de baja calidad, estéticamente deplorable, y probablemente de pocos ejemplares (el colofón no indica cantidad). Hay una página en blanco (poema LXXXI), la cual no está claro si fue por un ardid de estilo del poeta o por un error de imprenta. No incluye el veredicto con los criterios bajo los cuales se premió. Llevaría un prólogo de Plinio Chahín, pero el tomo entró a prensa antes de que éste pudiera escribirlo. En cambio, en contratapa apareció un ambivalente comentario bajo la firma de Alexis Gómez Rosa en el que, mientras calificaba el libro de “vigoroso, limpio, hermético y de inusitados recursos, donde convergen y dialogan los planos de la mejor y más reciente poesía latinoamericana”, al mismo tiempo descalificaba a su autor diciendo que en su poesía “vive el más fiero desamparo que muestra (ir)responsablemente con orgullo en la puerta del tercer milenio”, y que sólo leía a Vallejo y a Artaud, bajo una atmósfera de bohemia y licor.
Sin embargo, contrario al sambenito que se le cuelga ahí, sus resonancias no se reducen a dichos autores, y ejemplos sobran desde este su primer libro: Rilke, Freud, René del Risco, Sartre, también fraguan en sus líneas, con estilos, ideas, abordajes del poema. En sus poemas hay vacío, desgarramiento, ennui, bajo un capcioso barniz de ausencia conceptual. Para colmo, la “pregunta por el ser”, el cuestionamiento a la existencia es constante, permanente, desde el sujeto lírico:
Todo está bajo dominio de conciencia (VI)
¿Filosofía de absurdo? / Pedazos de un espejo roto en la versión de la poesía. (XX)
…en la retrospección de un espacio material. (XLI)
Abstráete y verás lo no dialéctico del ser (LXXII)
El ser y la Nada. Nos roba Sartre en espacio del poema,
o más bien, resume en esta antítesis simple lo que flotaba
en el espíritu y adolecía de lenguaje. (LXXXVIII)
Y hasta en preocupaciones de orden ético anticipatorio:
Ecología, vámonos al grito para activar tu vida. (LXXXV)
Una vez más se ve que el menos agudo de los críticos es tu contemporáneo practicante del mismo oficio. Por fortuna, este libro contó con la lectura lúcida de José Rafael Lantigua, quien vio su masa como “un cúmulo hermético de versos desconcertantes, un discurso poético extrañamente encadenado a una pasión del vivir que convive armoniosamente con la desarticulante encerrona del lenguaje que embiste la realidad y la subvierte (suplemento cultural Biblioteca, vespertino Última Hora, 14 de julio de 1996). Después, silencio. Hasta su muerte, en 2001. Conseguí que textos suyos salieran en revistas argentinas y que otros se tradujeran al portugués (aparecieron en Jardim de Camaleões: a poesía neobarroca na América Latina, Iluminuras, Brasil, 2005). Y, a partir de la publicación de sus inéditos, un poeta de culto, como esos filmes que pasan inadvertidos al gran público.
Los textos de El ojo… parecen “pedazos de un espejo roto en la versión de la poesía” (XX): mientras algunos son tan densos que casi rebosan de las páginas, otros son tan sentenciosos o apodícticos como una máxima: “IDEAL: Llenar el sin sentido de sentido (L); “Afuera, el asfalto mojado poetiza el absoluto interrumpido” (LXXXII). Eso en cuanto a su estructura escritural, porque en lo que concierne a su modus operandi, anda por otros senderos: sabe que lo real se concreta en el lenguaje pero que, como su comunicabilidad es imposible, se debe transmitir en lengua oblicua.
En ocasiones resulta medularmente antipoeta, al modo Parra:
Le gusta ver los gatos y las ratas bailando
en un salón.
Le gusta ver el fin de su ferial, la despedida del borracho,
la entrada del loco
y las cáscaras, colillas que dejaron en la casa del poeta. (LXIV)
Pero en otras es profundamente vallejiano:
Ver es una visión dual.
A través de los ojos se filtran los vapores sólidos
de la fisonomía
que es, y esto puede verse claramente,
cemento ante sonidos cuadriculares
(mala espina),
balcones herrumbrosos frente a la baranda.
Una postura recta, casi vertical.
Vánse aquellas balsas relampagueantes.
Se ancla en las posturas del silencio
(anclo en los pasillos solos de la noche). (LVII)
Y tomo estas dos citas a propósito, como sondeo al título. Fijémonos bien: se trata de “el ojo” (y otras clasificaciones de la magia), no de “los ojos”. Es, por lo tanto, la idea de mirar más que la de ver. O acaso ver con claridad: clarividencia. El cuerpo del discurso es en Carlos Rodríguez las sanciones de un entorno y de un estado, como para acotar aconteceres. De ahí la primacía de la visión por sobre los demás sentidos, ya fuera física –por intermediación del órgano llamado ojo–, ya fuera con deseo de precisar por la mirada. Es porque el ojo fija realidad: El ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas, / es ojo porque te ve. (Antonio Machado)
Y, sin embargo, los suyos son poemas en los que la indeterminación (¡oh paradoja!) juega un papel determinante, tal vez porque los trama el hilo de la autobiografía del instante: había en Carlos una continuidad existencia-escritura, con la idea de sacar el cuerpo a lo solemne, para emprender la búsqueda del absoluto en casa. Es de ahí que los textos vertidos en estas páginas tiendan a la abstracción con ancla. Lo real está encriptado en la retina, por eso el ojo deviene espejo.
Para Carlos Rodríguez, el poema no es un artefacto, sino un objeto reticulado en el que lo estético se encuentra con lo lúdico. Prolifera la presencia de lo residual: ceniza, roces, barro, “un abrazo evaporado”. Y caben en esa red, perfecta y armoniosamente, fósforos, audífonos y teclas, el parque Riverside, un calendario, en fin: el tejido ilimitado de la vida en el lenguaje, para facilitar la aspereza en nuestro tránsito. Parece que reconoce (como John Cage) que el silencio se puede interpretar, sin que por ello sea éste el límite referencial de su expresión. Por eso estos poemas son matéricos y están repletos de cosas, como para ser fijadas, palpablemente, en un simple parpadeo. Y por eso esos objetos son abstractos: porque sólo son palabras, aunque dan cuerpo a todo.
Lo eterno para él dura 24 horas, y Carlos sólo quiere trasmitir los contenidos simbólicos de esta fugacidad, haciéndola perenne en un poema, una urdimbre de árbol lógico y raíces algebraicas –pero raíces aéreas, y andando por las ramas. Esas líneas que se truncan en el blanco a las que la tradición llama “versos” no son más que expansiones micro cósmicas de un infinito interno, lo inaprensible de su presente en fuga: (que no es un disparate sino la realidad que sube imágenes, papeles a la mesa) –poema II–, como el que “poetiza el absoluto interrumpido” (LXXXII). Por eso a veces parecen como apuntes de extrañamiento y situación exílica (vine, vi, fui vencido), si no fuese por el hedonismo manifiesto en todo el libro: Carlos era un homo ludens, sin afán de il miglior fabbro. Por ese rasgo y otros (escenas, fondos, decorados) es que representa como nadie la voz poética troncal de nuestra diáspora literaria.
El ojo y otras clasificaciones de la magia es memorias y filosofía de vida, autobiografía y cosmovisión, herida en el lenguaje y cauterio existencial.