Tras el fin de la breve pausa para el intercambio de prisioneros y rehenes, la carnicería que Israel lleva a cabo en Gaza vuelve a alcanzar niveles indescriptibles de barbarie. Ya se contabilizan más de 18,000 muertos y decenas de miles de heridos, la gran mayoría niños y mujeres; según Naciones Unidas “la mitad de la población se está muriendo de hambre y 9 de cada 10 personas no pueden comer todos los días”. Los niños acusan niveles tan severos de desnutrición que ya no basta con darles de comer sino que necesitan atención médica urgente a la que no tienen acceso porque Israel ha destruido deliberada y sistemáticamente la estructura sanitaria de Gaza. A los muertos contabilizados hay que sumar los miles de desaparecidos que se presumen atrapados bajo las ruinas.
A la falta de alimentos se suma el hacinamiento de los casi dos millones de desplazados internos, expulsados de la zona norte para “protegerlos” de los bombardeos, como afirmaba con todo cinismo el jefe de la Fuerza de Defensa de Israel, y que ahora están siendo salvajemente bombardeados en el sur, donde la IDF los mandó a refugiarse. El hacinamiento, junto a la falta de agua y servicios de salud, ha creado condiciones propicias para epidemias de todo tipo que ya empiezan a propagarse y se espera causen innúmeras muertes más, sobre todo de niños (a los que les están amputando miembros sin anestesia, por la falta crítica de medicamentos). Son tantas las viviendas destruidas que los expertos jurídicos internacionales han acuñado la nueva figura del “domicidio” para describir la destrucción masiva de viviendas con el fin de hacer inhabitable un territorio.
A las evidencias de que, desde el inicio de la guerra, el objetivo real de Israel ha sido la limpieza étnica de los territorios palestinos se sumó en estos días el reporte aparecido en un diario conservador israelí dando cuenta de la intención oficial de “reducir al mínimo” la población gazatí. Según el diario, Netanyahu le pidió a su Ministro de Asuntos Estratégicos la elaboración de un plan con dos componentes principales: el primero propone presionar a Egipto para que permita la salida a través de su territorio de grandes cantidades de refugiados con destino a otros países de la región; el segundo contempla abrir las rutas marítimas herméticamente bloqueadas por Israel para permitir a los gazatíes escapar en masa hacia Europa y el norte de África. El plan detalla hasta el número específico de refugiados asignados a Egipto, Turquía, Yemen, Irak, etc., en tanto el Congreso de los EEUU discute secretamente la cesación de asistencia económica y militar a los países que se nieguen a admitir a los refugiados que les asignen.
Inicialmente, la complicidad de EEUU con el genocidio palestino se quiso disimular con las solicitudes de Biden y Blinken, no de un cese al fuego, sino de pausas esporádicas para permitir la entrada de unos pocos alimentos y medicinas a Gaza -o sea, le pedían a Israel que “humanizara” un poco la carnicería-. Ahora que aumenta el rechazo entre los estadounidenses y que muchos jóvenes demócratas empiezan a referirse al presidente como “Genocide Joe”, Biden no tiene más alternativa que advertir a Netanyahu que está perdiendo el favor de la comunidad internacional y solicitarle amablemente que reduzca (solo reduzca) la cantidad de civiles muertos, a lo que Netanyahu se ha negado rotundamente. Nada de esto afecta en lo más mínimo el apoyo que EEUU sigue ofreciendo a Israel, que sigue recibiendo grandes cantidades de armamentos, información de inteligencia, barcos de guerra y protección diplomática. En tanto el Congreso de EEUU apruebe los 14.300 millones de dólares en ayuda militar recientemente solicitados por Biden, el Departamento de Estado acaba de aprobar “la venta de emergencia a Israel de casi 14.000 cartuchos de munición para tanques de guerra por valor de más de 106 millones de dólares, en un momento en que Israel intensifica sus operaciones militares en el sur de la Franja de Gaza”.
En el frente diplomático, el 9 de diciembre EEUU vetó otra resolución de cese al fuego, sometida al Consejo de Seguridad con el patrocinio de un centenar de países. El resultado fue 13 votos a favor, uno en contra (EEUU) y una abstención (Reino Unido), lo que llevó a Human Rights Watch a afirmar que EEUU se expone a ser imputado por complicidad en crímenes de guerra por su decisión de seguir proporcionando armamentos y amparo diplomático a Israel. El repudio internacional a la guerra se hizo patente este martes 12, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó abrumadoramente un alto al fuego humanitario en Gaza, con 153 votos a favor, diez en contra y 23 abstenciones.
El último veto de EEUU en el Consejo de Seguridad pone de manifiesto nuevamente la disfuncionalidad de las Naciones Unidas, en tanto persista el anacrónico sistema que otorga poder de veto a los vencedores de la Segunda Guerra Mundial mientras potencias emergentes como la India, Brasil y Sudáfrica tienen un estatus similar al de, digamos, Andorra. Las votaciones en la ONU también evidencian la intensificación de otras tendencias del contexto geopolítico internacional, como la creciente fractura Norte-Sur, tan claramente expuesta por la rapacidad con que el Norte manejó el acceso a las vacunas durante la pandemia de COVID. Igual que con la guerra en Ucrania, la gran mayoría de países del Sur ha dejado solos a los EEUU y la Unión Europea en su apoyo a Israel, con la pérdida de poder y prestigio que esto conlleva. Los reproches a Rusia y los sometimientos judiciales a Putin por sus crímenes de guerra contra civiles ucranianos quedan como símbolos huecos de la hipocresía occidental, sobre todo ahora que la guerra de Gaza ha dejado en segundo plano a una Ucrania destruida y agotada, incapaz de seguir cumpliendo su misión de debilitar a Rusia.
En los EEUU los impactos de la guerra son numerosos y, en términos electorales, potencialmente desastrosos, en tanto tienden a favorecer a los sectores más conservadores en los comicios del próximo año. El apoyo de Biden a Israel está fraccionando la coalición demócrata que derrotó por estrecho margen a Trump en las presidenciales del 2020, reduciendo la intención de voto de los jóvenes -sector clave en el triunfo de Biden- y en menor medida de los afroamericanos y otros grupos. Los más renuentes de todos son los votantes musulmanes que, aunque pocos en términos numéricos, están concentrados en algunos estados clave donde la diferencia entre Trump y Biden fue mínima en el 2020, lo que podría afectar los resultados del Colegio Electoral. Sumado a las dudas que genera la edad de Biden y la inconformidad del electorado estadounidense con el aumento del costo de la vida, la alienación electoral de los opositores a la guerra -sobre todo de los jóvenes- podría decidir el triunfo de Trump, que desde hace varias semanas viene superando a Biden en las encuestas.
En lo que respecta al Congreso, los grupos de interés judíos en los EEUU han lanzado una guerra sin cuartel contra los legisladores progresistas que con su oposición a la guerra y/o su defensa de los palestinos se han atrevido a desafiar la línea partidaria demócrata. AIPAC, el más importante grupo de lobby pro-Israel y uno de los más poderosos del país, hace años que viene financiando generosamente a candidatos demócratas conservadores en sus primarias contra incumbentes progresistas. Ahora, además de su propaganda vociferante contra el supuesto antisemitismo de los defensores de los palestinos, AIPAC ha anunciado públicamente su intención de donar 100 millones de dólares para derrotar a los miembros del pequeño caucus progresista del Congreso en las próximas elecciones.
Todavía falta un año para las elecciones estadounidenses, por lo que resulta arriesgado tratar de predecir el impacto de las dos guerras sobre las decisiones del electorado, más cuando los EEUU ya están sugiriendo una salida negociada a la de Ucrania, cuyo balance costo-beneficio es cada vez más negativo para la alianza occidental. Pero los impactos que favorecen a los sectores conservadores son innegables e incluyen la erosión de las libertades públicas, sobre todo el derecho a la libre expresión, que en los EEUU (al igual que en Israel y buena parte de Europa) ha alcanzado niveles que no se veían en países formalmente democráticos desde las persecuciones anticomunistas de Joe McCarthy en los años 50. A eso se suma el endurecimiento de las medidas de seguridad nacional dirigidas a enfrentar el esperado aumento del terrorismo doméstico e internacional que preocupa cada vez más a los países aliados de Israel, sobre todo los que tienen muchos migrantes musulmanes, como Francia e Inglaterra. Tal como ocurrió tras los atentados del 11 de septiembre del 2001, esto significa reforzar los poderes estatales para espiar y perseguir secretamente a los sospechosos de terrorismo, tanto a nivel doméstico como internacional.
Las consecuencias a mediano plazo tampoco auguran nada bueno. Netanyahu seguramente será destituido y procesado por incompetencia y quizás también por sus viejos cargos de corrupción -aunque no por sus crímenes de guerra- sin que esto afecte la ecuación política en relación a los palestinos. Para que esto ocurra tendrían que modificarse tres elementos cuyo fin no se vislumbra por el momento: el apoyo incondicional de EEUU a Israel, el apoyo del electorado israelí a partidos extremistas de ultraderecha y el apoyo de la gran mayoría de los ciudadanos de Israel a la guerra de Gaza y a la limpieza étnica de los territorios ocupados. No hay que olvidar que en las manifestaciones multitudinarias de los seis meses previos al 7 de octubre con que la oposición israelí defendió su sistema judicial ante las medidas antidemocráticas de la coalición gobernante, nunca se mencionó siquiera a los palestinos. Para la mayoría de ciudadanos judíos de Israel, la defensa de su democracia no incluye el fin del apartheid, el despojo de territorio, ni los abusos sistemáticos contra los palestinos.
Ahora bien, si Netanyahu y sus socios occidentales se creen que Israel va a eliminar definitivamente a Hamas, están soñando. Mucho más probable es que cada bomba que caiga, cada niño que muera, siembre la semilla de un nuevo combatiente, dispuesto a suicidarse combatiendo la maquinaria bélica israelí. La estrategia de dividir a los palestinos apoyando a Hamas en Gaza y manteniendo en el poder a un Al-Fatah corrupto y esclerotizado en Cisjordania está teniendo resultados enteramente previsibles, como ya mostró la experiencia del apoyo occidental a las milicias islámicas en Afganistán, Irak y Libia: desde el inicio de la guerra el apoyo a Hamás se ha triplicado en Cisjordania, donde los atacantes del 7 de octubre son idolatrados por los jóvenes. Esto lo han tenido clarísimo los gobernantes conservadores Egipto, Jordania y demás países árabes de la región, que desde el comienzo de la guerra han estado manifestando su preocupación por la radicalización de los jóvenes en sus propios países.
Israel se está convirtiendo en un estado paria, pero todo indica que seguirá gozando de la impunidad diplomática, política y militar que EEUU le ha proporcionado desde hace décadas. Eso le permitirá seguir violando las resoluciones de Naciones Unidas, las normativas de derechos humanos y el derecho internacional humanitario, aún cuando los ataques de 7 de octubre hayan mostrado claramente los límites de esa política.
Ante la garantía de impunidad, la condena solo puede ser moral. Entre las consecuencias de la guerra hay una que no se mide en civiles y combatientes muertos, no se mide en territorios conquistados o en ciudades destruidas: Israel perdió su alma y con ella perdió la estima del mundo.