La guerra de Israel en Gaza está teniendo consecuencias imprevistas a múltiples niveles, desde la política electoral estadounidense hasta la geopolítica del Oriente Medio, desde la guerra en Ucrania hasta la revaluación del rol actual de la ONU. Pero quizás el más imprevisto de los impactos ha sido el desmoronamiento global de la imagen de Israel y la importante disminución de las simpatías y el apoyo que recibía de las ciudadanías occidentales. Acostumbrado a décadas de protección política, económica, diplomática y militar de los EEUU y sus socios europeos, y confiado en que éstos seguirían garantizando su impunidad -como lo han venido haciendo ante la escalada de brutalidad contra los palestinos durante los 14 años de gobierno de Netanyahu-, Israel erró el cálculo de hasta dónde podía llegar con su ofensiva en Gaza.

La incursión de Hamás el 7 de octubre sorprendió por la temeridad del ataque y la facilidad con que los agresores burlaron las defensas de Israel, pero no por su salvajismo. A fin de cuentas, nadie desconoce que Hamás es una banda terrorista, conformada por extremistas religiosos que durante años ha utilizado a civiles palestinos -incluyendo niños- como escudos humanos. Los gobiernos y los medios de comunicación occidentales no han dejado lugar a dudas sobre el carácter nefasto de esta organización y su identificación con ideologías medievales que oprimen a las mujeres y aplican la pena de muerte a los homosexuales. Pero estos mismos gobiernos y medios de comunicación han promovido incansablemente la imagen de Israel como un país “civilizado”, la única democracia de Oriente Medio, un Estado reconocido por la comunidad internacional, miembro de las Naciones Unidas, que se rige por normas sociales y políticas modernas. Para muchos es además el pueblo elegido de Dios, que preserva muchas tradiciones religiosas compartidas por los cristianos. Los comportamientos esperados en un caso y en el otro son obviamente muy diferentes; la valoración moral también.

Durante décadas Israel y sus defensores promovieron con mucho éxito el triple discurso de la victimización, el antisemitismo y el derecho a la defensa, que ha servido para legitimar el Estado israelí y sus políticas de despojo territorial de los palestinos, al tiempo de mantener vivas las simpatías de amplios segmentos de la opinión pública mundial. En esta narrativa, Israel y los judíos son siempre víctimas, primero del Holocausto nazi y luego del terrorismo árabe-palestino, y las acciones militares de Israel siempre tienen un carácter defensivo y antiterrorista. De hecho, en el imaginario de muchos occidentales el mismo término “palestino” es sinónimo de “terrorista”; la figura del palestino defensor de derechos humanos no sólo que no existe, sino que resulta inconcebible.

Claro que el terrorismo ha sido parte integral del conflicto israelí-palestino (de ambos lados, si hemos de ser objetivos) y tampoco se pretende negar la existencia del antisemitismo, un prejuicio atávico que siglos de satanización y persecución cristiana han dejado indeleblemente impreso en la psiquis occidental, y que ha sido apropiado como arma propagandística por los enemigos de Israel en Oriente Medio y el mundo islámico en general. Tampoco ayuda que las potencias occidentales se las arreglaran para que en Oriente Medio nunca más volviera a gobernar un Gamal Abdel Nasser, héroe del pan-arabismo, sino la colección de tiranos corruptos aupados por los intereses geopolíticos estadounidenses que gobiernan desde hace años en casi toda la región, lo que ha dejado a los ayatolas iraníes y sus secuaces de Hamás y Hezbolá como los principales defensores de la causa palestina.

Pero a los defensores de Israel hace tiempo que se les fue la mano con la imputación de antisemitismo a todo el que cuestionara sus políticas hacia los palestinos, como también se excedieron con la narrativa de la victimización, cuando desde hace décadas es obvio que Israel dejó de ser el pequeño David acosado por el Goliath árabe para convertirse en una potencia nuclear que, según Amnistía Internacional y las Naciones Unidas, administra un estado de apartheid en los territorios palestinos -un régimen que el derecho internacional define como crimen de lesa humanidad-. Tras seis semanas de carnicería en Gaza, la narrativa de Israel como víctima y de los palestinos como sus victimarios no solo que acabó de colapsar, tras años de colonización violenta de los territorios ocupados y otros abusos, sino que para amplios segmentos de la opinión pública mundial se invirtió.

Al mismo tiempo, cada vez más gente reconoce que al convertir la acusación de antisemitismo en un arma política para silenciar las críticas -atribuyéndolas al simple odio contra los judíos- Israel y sus defensores han vaciado el término de significado. El uso indiscriminado del concepto lo ha desvirtuado al punto de que ya no es capaz de medir el fenómeno en su verdadera magnitud, lo que resulta tan necesario ahora que van en aumento las expresiones de odio tanto hacia los judíos como hacia los palestinos. Organizaciones de judíos conservadores en varios países han llegado al extremo de clasificar como antisemitas las protestas de organizaciones judías que se manifiestan por el fin de la guerra, algunas lideradas por rabinos, incluyéndolas en sus bases de datos de “actos antisemitas”. De esa forma, las cifras que allí se registran han sido infladas a tal punto que han dejado de ser un referente confiable de la realidad.

La obviedad de esta situación no impide que el término siga siendo utilizado para el chantaje y la censura por sectores conservadores defensores de Israel (o por aquellos que les temen): en el día de hoy el New York Times reseña las represalias laborales contra dos actrices de Hollywood por comentarios que difícilmente pueden interpretarse como antisemitas; hace un par de días se conocían las presiones ejercidas por grandes bufetes de abogados de Nueva York contra varias asociaciones y sindicatos de defensores públicos que dependen de sus donaciones, a fin de impedir que éstos suscribieran un documento a favor del cese al fuego. Los ejemplos son innumerables, tanto en EEUU como en Europa y hasta en el mismo Israel, contándose por centenares los periodistas, artistas, escritores, editores, científicos, defensores de derechos humanos, etc., que han sido despedidos de sus trabajos, perdido fuentes de financiamiento, etc.

Entre las principales víctimas de esta persecución están los estudiantes universitarios estadounidenses, que han sido doxeados y acosados en las redes, han perdido ofertas de trabajo, les han suspendido conferencias y exposiciones, y les han clausurado sus organizaciones. Hasta grupos de judíos pacifistas han sido prohibidos por la Universidad de Columbia y otras. La situación actual en los campus universitarios estadounidenses es la culminación de años de conflicto entre activistas del movimiento Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) y organizaciones judías de ultraderecha que, no contentas con impulsar represalias académicas y laborales, instrumentalizan las leyes federales de protección a los derechos humanos para acosar judicialmente a los estudiantes. Con la intensificación del conflicto tras el 7 de octubre, las autoridades universitarias han quedado atrapadas entre una movilización estudiantil que no se repliega ante las sanciones y los grandes donantes que amenazan con retirar sus contribuciones o que ya lo han hecho. Hagan lo que hagan las autoridades universitarias, en última instancia los más perjudicados son Israel y sus defensores, que han convertido la represión estudiantil en un escándalo mundial y han quedado como bullies anti-derechos.

No son solo las organizaciones de derecha y los poderosos lobbies pro-Israel en EEUU y Europa los que han quedado mal parados. Las redes sociales han puesto en evidencia mucho de lo que los grandes medios corporativos han querido silenciar o minimizar, convirtiendo la guerra de Gaza en la carnicería humana mejor documentada de la historia.

La eficacia del internet como medio de divulgación alternativo, que amplifica las noticias y las opiniones a niveles muy superiores a los de la prensa corporativa, ha obligado a ésta última a abordar asuntos que de otra manera hubieran recibido poca o ninguna atención, y ha puesto en evidencia el doble rasero con que habitualmente se reportan las noticias de Oriente Medio.

En el día de hoy, la directora de UNICEF declaró la Franja de Gaza como “el lugar más peligroso para un niño”, donde “más de 5.300 niños palestinos han muerto en solo 46 días, lo que representa 115 niños por día, durante semanas y semanas". A esta cifra se suman unos 1,200 niños desaparecidos que se teme estén enterrados bajo los escombros. Se ha vuelto cada vez más difícil argumentar el derecho de Israel a la legítima defensa para justificar realidades como ésta, sin que esto disminuya la cuota de responsabilidad de Hamás por estas muertes. El hecho de que los combatientes de Hamás operen en áreas densamente pobladas y expongan deliberadamente a su población civil a los estragos de la guerra no exime a Israel de su responsabilidad moral y legal de proteger a los civiles. Como han señalado expertos de Naciones Unidas y otros organismos internacionales, las acciones de Israel en Gaza son una clara violación de las Convenciones de Ginebra y como tales constituyen crímenes de guerra.

En la próxima entrega continuaremos con el tema de cómo Israel ha desperdiciado en términos políticos las simpatías que le generaron los ataques del 7 de octubre, mientras avanza aceleradamente hacia la destrucción de su capital moral ante los ojos del mundo.