Un libro sobre la relación, conexión, padre e hijo. Sobre la pérdida y el asombro. Sobre “la luz y sus paradojas”. Sobre el azar y el libre albedrío. Sobre la magia presta a ser descubierta. Sobre la caída y el vuelo. Sobre la valentía. Sobre la sabiduría necesaria para comprender la sombra y trascenderla. Sobre la certidumbre del amor y la complejidad de los sentimientos.
Un libro lleno de simbolismos, alegorías, llamados, reflexiones, en el que dialogan los paisajes interiores y los exteriores. Es fascinante que lo hay escrito un arquitecto. No por casualidad, las ilustraciones conforman un atractivo original y encantador. Las connotaciones de las historias y las gráficas se combinan en íntima armonía. Objetos sencillos se redimensionan en una aspiración de resistencia épica. Una espada de cartón, un escudo de hojalata, un manto raído, un sombrero, aparentemente carentes de valor material, se tornan en fuente de aliento y fuerza moral. Un libro sobre el tesoro que puede encarnar en las cosas más simples, siempre que exista un horizonte, una memoria en la que la esperanza eche raíces y las extienda hacia el futuro. Un libro concebido para inspirar persistencia, generosidad; para ofrecer un horizonte al don de la curiosidad y a los ángeles o duendes del asombro.
En esta obra es preciso ir más allá de una simple lectura. Hay tres “capas” de argumentos, o mejor sería llamarlas ramas, o quizás tres lecturas que se complementan, cada una con sus personajes y sus tramas y ramaje de tramas. La primera es realista y filosófica. La segunda, fantástica. Me resulta difícil definir la tercera, ya verán por qué, pero me atrevo a decir que porta algún rasgo del romanticismo y un dejo surrealista. Acaso solo se pueda afirmar que adopta la forma de una melodía. Pienso, por rara asociación en “Para Elisa” de Beethoven.
La primera capa es dibujada por el padre narrador y el niño, que le escucha y a su vez, participa, opina, se embebido en la historia que el progenitor idea para enseñarle valores y trazar un sendero de formación del carácter. El padre narrador muestra su intención y propósito. Encarna la experiencia impregnada de amor, de sabia intencionalidad. Sabe que la vida de un ser humano puede desgarrarse, vaciarse de sentido, corromperse, extraviarse, desintegrarse. Sabe, con mayor certidumbre, que la vida de cualquier humano, incluso del más sencillo, es un continente de milagros y sentires, de poderes y azares, de heroísmos y labores, de florecimientos e interrogaciones. El aprendizaje debe mostrar la complejidad, las paradojas, las dualidades, pero, sobre todo, debe conducir a la claridad y a la confianza, a la adopción de valores que sean un asidero en tormentas y tentaciones. El propósito es la forja del carácter, una actitud optimista fundada en autodeterminación. Siendo así, no puede proceder en línea recta ni encerrarse en un puñado de dogmas. Bien lo sabe.
Con las frases del padre se podría hacer un pequeño volumen de sentencias y aforismos aleccionadores, con vistas a preparar para la vida. Imagino a un papá, o a una madre o abuela, leyendo un capítulo a su hijo o hija cada día y conversando sobre este a la luz del atardecer, bajo un árbol, o en un rincón agradable del hogar. Cuántos beneficios derivarían de este compartir. En vez de la pantalla… podría aconsejarse.
Cada capítulo del libro, breves todos, exhibe un nombre alusivo a un eje de la narración. La estrategia narrativa se basa en sucesiones de eventos, atemporales, un reloj al que se le da cuerda, pero es como un reloj de Dalí, está derritiéndose en la mayoría de eventos. Y circularidad: las múltiples cortas historias siguen una órbita, honran, en suma, al cometa, al maestro.
De la sabiduría y el afecto del padre nace el otro argumento, el que dibuja las aventuras de un pequeño, relato en el que se percibe, en algunos momentos, un homenaje a El Principito, libro que ha ejercido una bella influencia por cientos de años en todo el planeta.
Esa segunda capa argumental, apela a lo fantástico. La imaginación se libera, juega, crea, descubre, expande la mirada, difumina barreras. El corazón y la razón dialogan, pensar y fabular se entrelazan. Entonces es posible acceder al modo de ver de El niño que perdió su cometa. Y nos parece que el narrador discurre con el poeta Whitman, cuando dijo:
para mí cada hora del día y de la noche es un milagro.
Cada pulgada cúbica de espacio es un milagro.
Cada vara cuadrada de superficie hasta que hierve de milagros
para mí el mar es un incesante milagro,
los peces que nadan en él —las rocas— el movimiento de las olas —los barcos y los hombres
que viajan en ellos,
¿es que hay acaso más extraños milagros?
La ruta fantástica inicia en el esplendor de la inocencia. Priman la seguridad, la luminosidad y la ventura. El progenitor es maestro, refugio, conocimiento, placer de los nexos. Encuentra su dimensión simbólica en el cometa, que viaja maravillando a todos con su estela fulgurante. Pero todo cambia. La luz enfría, queda de ella casi nada; vestigios en un manto. Eclosionan dudas, terrores, desorientación. El vacío y el abismo, sombras que se agigantan, pueden estar tanto fuera como dentro. Pero persiste una memoria mágico-emocional, una curiosidad aún viva, una semilla de conocimiento. El destino y el azar se alían o se repelen, quién podría saberlo.
Comienza el arduo camino, el de la propia búsqueda de verdad y sentido a la existencia. El viaje hacia una Ítaca, a la que podrías arribar, luego de muchos años, amargado y rabioso o bien agradecido por las experiencias y la sabiduría, que no habrían sido posibles si no hubieras recorrido esa travesía. En El niño que perdió su cometa, al protagonista se le va revelando su universo íntimo y profundo, lúdico y misterioso, a la par que libra batallas exteriores. Náufrago, marinero, pirata, guerrero, aprender a descubrir belleza en el mapa de cicatrices que le han trazado las sombras. Aprende que hay distintas esperanzas, y una de ellas, la primordial, conlleva sufrimiento y compasión, y se aprehende solo con voluntad y esfuerzo. Y solo preserva su grandeza en un corazón abierto a los misterios de la existencia, a la belleza, a la magia omnipresente en las vivencias cotidianas, entrevista en las ensoñaciones. Magia equivale a sensibilidad preciada. Preservarla es la recóndita razón de muchas de las batallas del protagonista.
Mares, desiertos, bosques de bambú, islas, cristales, son portentos, caracteres de algún modo, que danzan en la narración con los personajes que van poblando el relato de símbolos vivos como nacidos de los mil y un ritmos insulares, como una oleada en las que hay órbitas de cometas, hojas verdes y dorados granos de arena en la noche insular y la alborada del espíritu humano. Pelícanos alegres y solidarios, un samán protector, monos locos con martillos, monos deliberantes (¿un guiño irónico? ¿eso llegamos a ser muchos, monos deliberantes?), el perezoso escritor/lector (¿otro guiño irónico?), el alquimista oso hormiguero, un poco chamán y un poco químico, las horribles anacondas, Dremín, el elefante árabe del desierto… Las sombras como personaje, un tanto de la sombra catalogada por Carl Jung, con sus contenidos arcaicos y sus impulsos reprimidos, un tanto de las sombras palpables, como lo son las absurdas guerras, las malignidades de las tiranías, cobardes, acomplejadas, malditas; pero también, sombras que ayudan a comprender dualidades y ambivalencias, que entendidas pueden ser mejor manejadas. Oscuridades externas e internas, que nos permiten identificar la luz necesaria para elegir.
La amistad y la correspondencia entre el niño protagonista y las criaturas que van apareciendo son las claves del progreso en el camino. Sin esa interacción, de la que surgen cariños y desafíos, y a veces peligros, habría parálisis, solipsismo, autorreferencia reductora. En la interacción brotan perspectivas, ideas, aventuras inspiradoras. Conocer el mundo implica una sucesiva autoexploración.
Hay una tercera capa de narración que constituye “un argumento sumergido”, concepto que típica a ciertas narraciones, como a los cuentos de Raymond Carver, por ejemplo. Apenas se insinúa, pero es el trasfondo de las anteriores. La constituye una latencia. Un fuerte sentimiento de plenitud y también de dolor. Una nostalgia que no se apaga con el tiempo. Un impulso poderoso de gratitud, cultivada esta.
Mientras leía el libro, en entrelíneas, con persistencia y suavidad, como si eludiera evidenciarse, percibía un mensaje en forma de latencia. Y por momentos pensé que la obra completa había nacido desde esa pulsación, hecha de emociones, enigmas e interrogación, o bien para ofrecer la hoja en blanco para que esa pulsación dejara sentir sus latidos en penumbra. ¿Quién es el destinatario, mujer u hombre, de esta casi invisible, leve y extensa misiva? Eso no es posible deducirlo. Acaso ni el mismo autor lo sabe a ciencia cierta. Lo que sí se me permite observar es la delicadeza de su contenido. Y me atrevo a asociarla al mapa de cicatrices mencionados en la historia.
El Libertador, El buen samuráis, la princesa de cristal y el arte del kintsugi (“reparar con oro”) , mediante el cual las fracturas se hacen visibles y se embellecen, ofrecen claves sobre toda la historia.
Permítanme, para concluir estas palabras, citar algunos fragmentos de los capítulos finales:
“él era como la vida. Complicada, difícil de descifrar, pero preciosa y única a la vez”. P. 205
“Si nos quedamos en la superficie, el mar parece sencillo, pero si nos fijamos en su profundidad es complejo”. P. 220
“Bien es cierto que ya brilla con luz propia, pero saber hacia dónde soplan los vientos siempre es un misterio. Cuando pareces saber todas las respuestas, cambian las preguntas” P. 252
Es así, como se enuncia en esas últimas líneas, una historia coral y abierta, como la vida misma.
Y si alguien dice que lo del cometa es mera suposición, magia, fantasía, que los cometas son frías rocas y polvo, respondamos de nuevo con Walt Whitman:
Cuando oí al docto astrónomo
Cuando oí al docto astrónomo;
cuando tuve ante mí las pruebas y los números dispuestos en columnas;
cuando me presentaron los cuadros y diagramas para que los sumara, dividiera y midiera;
cuando, desde mi asiento, oí al astrónomo dictar su conferencia y suscitar aplausos en el aula,
me harté de pronto, inexplicablemente;
y luego de pararme y de salir, me fui a deambular solo,
en el húmedo aire místico de la noche; y así, de tanto en tanto,
contemplaba en perfecto silencio las estrellas.
Porque, a fin de cuentas, y de una manera u otra, aunque también aceptemos y celebremos las ciencias, “no vemos las cosas como son, las vemos como somos”, frase de Jiddu Krishnamurti, el hombre que se negó a ser gurú o líder.
Elegimos con el poeta la íntima singularidad del cielo estrellado. Y nos atrevemos a observar cómo el cometa, origen del libro que nos reúne, sigue iluminando al niño/hombre desde la memoria compartida, la resonancia del afecto filial y la invencible imaginación, vinculante de lo desconocido y lo conocido, lo visible y lo invisible.