En estos finales de julio, mientras el planeta agoniza de calor y la carnicería en Ucrania alcanza niveles insólitos de barbarie, el tema más comentado en los medios y redes es… Barbie, la película que arrasa las taquillas mundiales e inunda los medios de comunicación con bobadas de toda índole -incluyendo pseudo debates sobre su enfoque feminista y antipatriarcal-. Mientras nos divertimos con Barbie, la emergencia ambiental ofrece un anticipo de lo que se nos viene encima: gente y fauna silvestre muriendo de calor, fuegos forestales fuera de control, inundaciones y sequías por todas partes, destrucción masiva de corales y otros hábitats marinos, etc. Por supuesto, nada de esto afecta ni un ápice las ganancias obscenas de las compañías petroleras, si los 5 billones de dólares reportados ayer por la Shell para el segundo trimestre del año son una muestra.
A las hambrunas del cambio climático ahora se suman de nuevo las de la guerra en Ucrania, luego de que Putin pusiera fin al acuerdo que permitía la exportación de granos ucranianos, lo que de inmediato disparó los precios del trigo y el maíz en los mercados internacionales. Mucha, mucha gente va a morir de hambre mientras Putin usa la comida como arma de guerra y para politiquear en África, y mientras Biden le sigue echando leña al fuego de su guerra de desgaste contra Rusia.
Hay que escarbar bastante en la prensa alternativa para enterarse de lo mal que le está yendo a EEUU-Ucrania en su muy cacareada contraofensiva de primavera, a pesar de la gigantesca inversión militar yanqui y europea, incluyendo el nuevo paquete de 2.1 billones de dólares en asistencia bélica estadounidense anunciado el mes pasado, que eleva el total de dicha asistencia a casi 50 billones desde el inicio de la guerra. Lo que no nos dicen ni de relajo es el número de soldados ucranianos muertos desde que empezó la carnicería de primavera, que hasta el momento no parece haber logrado ninguno de sus objetivos territoriales o políticos.
Quizás la mejor señal de lo mal que va la contraofensiva yanqui-ucraniana es la decisión de Biden de enviar cientos de miles de bombas de racimo a Ucrania, a pesar de la oposición de sus socios de la OTAN, 18 de los cuales han suscrito la Convención de Naciones Unidas Contra Municiones de Racimo del 2008, junto a más de cien países. Como los EEUU, en su calidad de potencia hegemónica, no se digna firmar la mayoría de convenciones internacionales, técnicamente no están violando el tratado. Pero al menos moralmente, el envío de bombas de racimo coloca a Biden en la misma categoría de criminal de guerra en que la Corte Penal Internacional colocó a Putin por el secuestro de decenas de miles de niños ucranianos llevados ilegalmente a Rusia.
Las bombas de racimo son un arma atroz, que mata y mutila a grandes cantidades de civiles, sobre todo niños, aún años después de concluidas las guerras. La enorme cantidad que EEUU está enviando a Ucrania dejará miles de kilómetros de territorio inhabitables, territorios que requerirán costosísimas operaciones de limpieza una vez concluidas las hostilidades. La crueldad que supone el uso de estas bombas es tal que hasta el Caucus Progresista del Congreso de EEUU, que había aprobado mansamente todas las solicitudes de armamento presentadas por el Ejecutivo, dirigió una carta pública a Biden advirtiendo que el envío de estas bombas “socava severamente nuestro liderazgo moral” en el mundo. Aunque poco y tarde, por fin hicieron algo. Porque ni siquiera Bernie Sanders y Alexandria Ocasio Cortez, que se dicen socialistas, pero aprobaron todos los fondos de asistencia militar solicitados por Biden, se habían acordado de que “en la historia del movimiento socialista lo que en mayor medida define a los partidos y líderes políticos es su posición frente a las guerras imperialistas”.
Lo que viene a confirmar que si hay un aspecto en el que demócratas y republicanos apenas se diferencian es en su entusiasmo guerrero, en las ganas inagotables de emprender guerras “patrióticas” en tierras ajenas que exhiben los presidentes y líderes políticos de uno y otro bando. Guerras para la mayor gloria de los EEUU, para defender la democracia, para castigar a los malos del momento. Guerras contra el comunismo, contra el narcotráfico, contra el terrorismo musulmán, contra potencias venidas a menos que osan desafiar su hegemonía (Rusia) y, crucen los dedos para que no pase, contra potencias emergentes que no se dejan mangonear (China). Guerras contra lo que se ofrezca, en realidad, con tal de tener una excusa para probar los nuevos juguetes bélicos que desbordan sus arsenales y justificar los descomunales presupuestos que año tras año recibe el Pentágono: 877 mil millones en el 2022, monto que supera el presupuesto militar combinado de los 10 países que le siguen en gasto: China, Rusia, India, Arabia Saudita, Reino Unido, Alemania, Francia, Corea del Sur, Japón y Ucrania. Es una cifra que hay que solventar con endeudamiento y con el pillaje del sistema de protección social, entre los más débiles de los países ricos, porque a los millonarios yanquis no se les puede cobrar impuestos, claro está, y lo que pagan los demás no alcanza para tanto.
Todos los presidentes estadounidenses de los siglos XX y XXI, creo que con la excepción de Jimmy Carter, libraron sus propias guerras, grandes y chiquitas, sus invasiones y ocupaciones, sus guerras proxy y sus bombardeos reconocidos y clandestinos. Claro que ellos no han sido los únicos, que también lo han hecho con igual entusiasmo los soviéticos, los rusos, los chinos, los israelíes, los coreanos, los sauditas, los de la OTAN y un larguísimo etc., pero una se fija más en los yanquis, supongo que por la tradición de vasallaje a “nuestro vecino del Norte”, como gustan decir sus simpatizantes criollos, y cómo no, también por aquello de que los EEUU son los grandes defensores de la democracia, la verdad y la justicia en el mundo.
La industria armamentista yanqui, que rutinariamente soborna a los políticos con generosas “donaciones” de campaña, está de plácemes, con sus ganancias y sus capitalizaciones de bolsa por las nubes desde que empezó el conflicto. También se benefician los productores de petróleo y de granos, que han aumentado sus exportaciones a Europa y otros mercados, y que obtienen mejores precios gracias a las distorsiones del mercado creadas por la guerra. Y todo parece indicar que seguirán enriqueciéndose durante un buen tiempo, porque ni Putin ni Biden quieren una solución negociada a la matanza, ni están recibiendo presiones políticas importantes para que lo -hagan, sino lo contrario. En Rusia, los opositores de la guerra están todos presos, muertos o exiliados, y los discursos mediáticos son eufóricamente “patrióticos”. En cuanto a los EEUU, los grandes medios corporativos siguen apoyando la guerra, como siempre lo hacen; millones de ucranianos siguen dispuestos a morir heroicamente por la patria, o lo que quede de ella; y los europeos de la OTAN siguen hablando pepla, al menos de la boca para fuera, sobre la necesidad de defender “el orden internacional basado en valores”.
Pero lo peor es la normalización de las guerras que lleva a todos estos Estados, a todos estos políticos, a asumir que los conflictos armados son inevitables, que son un componente intrínseco de las relaciones entre países y por tanto no pueden ser excluidos de sus cálculos estratégicos. Todavía no están convencidos de que la guerra es una práctica barbárica que debió ser desterrada de la historia humana hace ya mucho tiempo. Por eso resultan tan terroríficas las palabras de Biden en su discurso del 4 de julio a un grupo de familias militares: “Ustedes nos recuerdan que, a lo largo de nuestra historia, la democracia nunca ha estado garantizada. Cada generación debe combatir para mantenerla”.
Supongo que lo que corresponde es agradecer que, en medio de todo esto, por lo menos tenemos a Barbie para distraernos…