Por todo lo que se ha dicho anteriormente, se comprenderá que era muy poco lo que el mosquito podía hacer contra el elefante. Sin embargo, como dice el manoseado refrán, no hay enemigo chiquito y el mosquito puede ser persistente. El poder siempre recela de los disidentes, aunque sean insignificantes, cosa que Castellio no era, y trata de eliminarlos por los medios que sean.
Castellio, a pesar de todo, se había consolidado en Basilea, mantenía su cargo en la universidad y en torno a él se congregaba un grupo de seguidores. Además, se estaban produciendo debates sobre el tema de la ejecución de los herejes. Debates públicos, como el que se realizó en la ciudad de Berna, movimientos de opinión que quizás no ponían en riesgo el régimen de Calvino, pero que no dejaban de ser inquietantes.
Aparte de eso, como dice Stefan Zweig, a Sebastián Castellio sólo lo respaldaba su sombra. Era un desposeído. Alguien que apenas ganaba lo suficiente para mantener a su familia. Pero su pensamiento era luminoso, esclarecedor. Castellio era una de esas personas capaces de sentirse hermanado con todos los seres humanos, al margen de sus creencias religiosas. Lo que lo caracterizó fue su espíritu de tolerancia, la lucha contra el fanatismo enquistado en las altas esferas del poder. Por eso era capaz de decir cosas que en los oídos de los fanáticos resonaban como el peor atrevimiento, algo terrible, herético sin duda, imperdonable:
“Que los judíos o los turcos no condenen a los cristianos, y que tampoco los cristianos condenen a los judíos o a los turcos… y nosotros, los que nos llamamos cristianos, no nos condenemos tampoco los unos a los otros… Una cosa es cierta: que cuanto mejor conoce un humano la verdad, menos inclinado está a condenar”.
El mosquito, tal y como lo presenta Stefan Zweig, es en realidad un gigante:
“En cuanto a su oponente, Sebastian Castellio, un idealista solitario que en nombre de la libertad de pensamiento desafía no sólo a ésta, sino a cualquier tiranía del espíritu, ¿quién es? Realmente, comparado con el fantástico poderío de Calvino, ¡un mosquito contra un elefante! Un don nadie, un cero a la izquierda en el sentido de influencia pública y, por añadidura, también un desposeído, un hombre de letras pobre como una rata, que difícilmente sustenta a su mujer y a sus hijos haciendo traducciones y trabajando como maestro a domicilio. Un fugitivo en un país extraño, sin derecho de asilo ni de ciudadanía, un emigrante por partida doble: como siempre en épocas de fanatismo universal, el ser humano, impotente, se encuentra solo en medio de los beligerantes zelotes. Durante años, este humilde y gran humanista lleva una existencia miserable a la sombra de la persecución, de la pobreza, siempre oprimido, pero también siempre libre, al no estar unido a ningún partido ni profesar ningún fanatismo. Sólo cuando siente que el asesinato de Servet invoca poderosamente su conciencia y abandona su pacífica labor para denunciar a Calvino en nombre de los ultrajados derechos humanos, sólo entonces, esa soledad se convierte en heroica. Pues, a diferencia de su adversario Calvino, acostumbrado a la guerra, a Castellio no le protege ni le rodea un séquito perfectamente organizado, cerrando filas brutalmente en torno a él. Ningún partido, ni el católico ni el protestante, le ofrece apoyo. Ningún alto dignatario, ningún emperador, ningún rey, extiende sobre él, como en otro tiempo sobre Lutero y Erasmo, su mano protectora. Hasta los pocos amigos que le admiran, incluso ellos, sólo se atreven a infundirle ánimo en secreto y al oído, pues resulta sumamente peligroso, peligroso para la propia vida, ponerse públicamente del lado de un hombre que, imperturbable, mientras en todos los países los herejes son perseguidos y torturados por el delirio de la época como si fueran ganado, alza su voz en favor de esos desposeídos de sus derechos, de esos sojuzgados, y que, más allá del caso particular, niega a todos los soberanos de la tierra, y de una vez por todas, el derecho a perseguir a cualquier hombre a causa de su ideología. Del lado de alguien que, en uno de esos terribles momentos de ofuscación que de cuando en cuando caen sobre los pueblos, se atreve a mantener una mirada serena y compasiva, y a llamar a todas esas piadosas carnicerías, supuestamente libradas a mayor gloria de Dios, por su verdadero nombre: asesinato, asesinato y nada más que asesinato. De aquel que, sintiéndose desafiado en lo más íntimo de su ser, es el único que no soporta seguir callado y grita al cielo su desesperación frente a tamañas inhumanidades, luchando solo por todos y contra todos, pues, debido a la inmortal cobardía del género humano, aquel que eleve su voz contra quienes detentan y administran el poder en cada momento, contará siempre con pocos adeptos. Así, Sebastian Castellio en la hora decisiva no tiene tras de sí más que a su propia sombra, ni más bienes que la única fortuna inalienable que posee un creador cuando lucha: una conciencia indoblegable en un alma intrépida.
Precisamente eso, que Sebastian Castellio fuera consciente desde el principio de la esterilidad de su lucha y que no obstante la emprendiera, contra todo sentido común, justamente ese santo “no obstante”, engrandece para siempre a este “soldado desconocido”, convirtiéndole en un héroe en la gran lucha por la liberación de la humanidad. Ya sólo por eso, por ser el único en alzarse en apasionada protesta contra un terror universal, el desafío de Castellio frente a Calvino debería ser recordado por todo hombre de espíritu. Pero también en lo que se refiere a la actitud interna frente al problema, esta discusión histórica sobrepasa con creces las circunstancias de la época, pues no se trata de una simple cuestión teológica, ni únicamente del hombre Servet, como tampoco de la crisis decisiva entre el protestantismo liberal y el ortodoxo. Esta decidida polémica suscita una cuestión mucho más amplia, una cuestión intemporal: nostra res agitur. Queda así abierta una lucha que habrá de ser siempre renovada, bajo nuevos nombres y nuevas formas. La teología, en este caso, no es más que la máscara ocasional de la época, e incluso Castellio y Calvino se revelan únicamente como los exponentes más encarnizados de una disyuntiva imperceptible, pero insalvable. No importa cómo quiera uno denominar los extremos de esta tensión permanente — tolerancia frente a intolerancia, libertad frente a tutela, humanismo frente a fanatismo, individualismo frente a mecanización, conciencia frente a violencia—, todos estos nombres expresan una opción que en última instancia es la más personal y la más íntima, la que para todo individuo resulta de mayor importancia: lo humano o lo político, la ética o la razón, el individuo o la comunidad. [(Stefan Zweig, “Castellio contra Calvino”, (1936)].