Muchas veces en la historia el mosquito ha peleado contra el elefante, y lo estamos viendo ahora de nuevo en la Franja de Gaza. Pero el mosquito a que me refiero se llamaba Castellio y el elefante Calvino. Sebastián Castellio y Juan Calvino, un humanista el primero y un fanático religioso el segundo, uno de los seres más peligrosos del mundo.
Cómo y por qué se enfrentaron estos hombres tan desiguales es algo que Stefan Zweig describe en un libro apasionante, que ya hemos mencionado en otros escritos: «Castellio contra Calvino». El detonante de la conflagración, porque fue una memorable conflagración (un acontecimiento que conmocionó a la sociedad europea de la época, allá por el siglo XVI) fue el martirio a que fue sometido Michel Servet por obra y gracia de Calvino, de la inquisición calvinista.
Con anterioridad se habían producido fricciones entre Castelio y Calvino, que alguna vez intimaron y llegaron a ser amigos en Ginebra, si acaso era posible ser amigo de Calvino.
Castellio no compartía la idea de la predestinación, a la cual vivió aferrado Calvino toda la vida, no creía que había hombres destinados a salvarse o condenarse (independientemente de su fe y de sus actos y su pureza de alma) sólo porque Dios los había señalado con el dedo. Además creía que ningún dirigente del clero estaba exento del autoexamen de conciencia y la introspección, y se oponía a la ejecución de los herejes.
Se convirtió, en fin, en un personaje incómodo, le fue vetado ejercer como pastor y finalmente lo forzaron a abandonar Ginebra, lo deportaron, lo enviaron a una especie de ostracismo. Fue a parar a Basilea donde las cosas se le pusieron difíciles desde el punto de vista económico. Sufrió la pobreza, la pobreza extrema, hasta que fue nombrado profesor de la universidad. Pero la brutal ejecución de Servet, el trágico acontecimiento, que aún llena de indignación a los hombres de conciencia, rebosó su capacidad de horror y daría un giro aún más radical a su vida.
Otros intelectuales manifestaron su repulsa, pero ninguno se atrevió a lo que se atrevió Castellio, que era prácticamente un suicidio. Se atrevió a escribir un libro contra la institución y el hombre que había sometido a suplicio a Michel Servet, contra uno de los religiosos más poderosos e intolerantes de la época.
De hecho, Castellio escribe y publica entonces, con un inútil seudónimo, una obra titulada «De haereticis an sint persequendi», («De los herejes, si deben ser perseguidos»). Un libro en contra de las ejecuciones de los herejes o disidentes, con el que enfrenta ya frontalmente a Calvino.
Se atreve a decir:
«Matar a un hombre no es defender una doctrina, es matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet, no defendieron una doctrina, mataron a un ser humano; no se hace profesión de fe quemando a un hombre, sino haciéndose quemar por ella», … «Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre»
Desde el bando de Calvino le respondieron con acritud. Trataron de hacerlo saltar de su puesto en la universidad, se escribieron cosas muy ácidas contra él.
Castellio respondió a sus detractores con un libro titulado «Contra libellum Calvini» («Contra el libelo de Calvino»), que fue censurado y no llegó a ver publicado. A la larga, Castellio llevaba las de perder y de enfrentar una horrible muerte, quizás tan mala como la de Servet, pero tuvo la buena suerte de morirse antes de que lo sometieran a proceso judicial por herejía.
Casi cuatro siglos después Stefan Zweig recrearía este singular y desigual combate del mosquito contra el elefante en su mencionada obra «Castellio contra Calvino» (1936). Una obra incendiaria, libertaria, vibrante, que retrata a Calvino ( el todavía hoy venerado Calvino), con unos tintes poco menos que lúgubres. He aquí cómo lo describe, sin concesiones, el gran escritor austríaco:
«El mosquito contra el elefante.» Esta anotación de propia mano, escrita por Sebastian Castellio en el ejemplar de su polémica contra Calvino hallado en la biblioteca de Basilea, resulta en principio extraña, y es fácil suponer que se trata simplemente de una de las habituales exageraciones de los humanistas. Las palabras de Castellio no eran, sin embargo, ni una hipérbole, ni irónicas.
Con tan rotunda comparación, este valiente sólo quería dejar claro a su amigo Amerbach hasta qué punto y cuán trágicamente conocía la magnitud del contrincante al que desafiaba, acusando públicamente a Calvino de haber asesinado a un hombre por celo fanático y, con ello, de haber aniquilado la libertad de conciencia en el seno de la Reforma.
Desde el momento en el que, en esta peligrosa disputa, Castellio levanta su pluma como si se tratara de una lanza, es consciente de la impotencia de cualquier lucha puramente espiritual frente a la prepotencia de una dictadura armada hasta los dientes y, por tanto, de la inutilidad de su atrevimiento. Pues, ¿cómo habría de enfrentarse, y menos aún vencer, un solo individuo, desarmado, a Calvino, tras el cual se encontraban miles y cientos de miles, además del aparato militar del poder estatal? Gracias a su extraordinaria capacidad organizativa, Calvino logró convertir toda una ciudad, todo un Estado de miles de ciudadanos hasta entonces libres, en una férrea maquinaria de obediencia capaz de exterminar cualquier iniciativa, de impedir cualquier libertad de pensamiento en beneficio de su doctrina exclusiva.
Todo aquello que tiene influencia en la ciudad y en el Estado depende de su poder omnipotente: el conjunto de las autoridades y de las competencias, el magistrado y el Consistorio, la Universidad y la
justicia, las finanzas y la moral, los clérigos, las escuelas, los alguaciles, las cárceles, la palabra escrita, la hablada e incluso la susurrada en secreto. Su doctrina se ha vuelto ley, y a quien se atreva a
hacerle la más mínima objeción, la mazmorra, el destierro o la hoguera (esos argumentos con los que toda tiranía del espíritu pone sin más punto final a cualquier discusión), le enseñan rápidamente que en Ginebra solo se tolera una verdad y que Calvino es su profeta. Pero el poder de este hombre, tan inquietante como él mismo, va más allá de los muros de la ciudad. El resto de las ciudades suizas confederadas le considera su aliado político más importante. El protestantismo universal escoge al violentísimo cristiano como general de los ejércitos espirituales. Príncipes y reyes procuran ganarse el favor del jefe de la iglesia, quien ha creado en Europa la organización más poderosa del cristianismo, junto a la de Roma.
Ningún acontecimiento político de la época tiene lugar sin su conocimiento, apenas alguno contra su voluntad, hasta el punto de que manifestar hostilidad hacia el predicador de san Pedro es tan peligroso como hacerlo con el Emperador o con el Papa». [(Stefan Zweig, «Castellio contra Calvino», (1936)].