Los agentes de seguridad del Metro de Santo Domingo y también los pasajeros y pasajeras nos dimos por vencidos ante el terror discursivo, el ruido y el mal uso del espacio público que imponen algunos predicadores evangélicos que todos los días amenazan al resto de los mortales con ir al lago de fuego y azufre del que está hecho el infierno que imaginan.
Estás sentada, perdida en tus pensamientos, y cuando menos lo esperas, alguien dice: “¡Cristo te ama!” Y a continuación empieza a gritar, y con frecuencia a amenazar con el infierno a todas las personas que no comulguen con su estilo de vida: homosexuales, parejas no casadas, gente dada a la parranda, chicas que usan minifalda, hombres y mujeres que, en su opinión, “no han aceptado a Jesús”… En fin, para ese cielo, no va nadie.
No me preocupa quedar excluida del cielo de los predicadores. No quiero pasar la eternidad con alguien que grita sin control y juzga a la ligera la vida de las otras y los otros. Me preocupa que la ley no sea igual para todos y todas.
Los agentes del Metro, con justa razón, no permiten al resto de los usuarios y las usuarias hacer ruido ni tener comportamientos que resulten molestos, peligrosos o inoportunos. La gran mayoría de la gente, educada y respetuosa, cumple con las normas y acepta los llamados de atención si, como le puede ocurrir a cualquiera, molesta a los demás sin querer. Por ejemplo, si escucha música, y por un descuido se empieza a oír en todo el vagón, baja el volumen del celular o se pone los audífonos para no importunar al grupo.
No, no y no. Me niego a ser ciudadana de segunda categoría, a que a mi lado vaya un grupo privilegiado por su fe, con permiso para hacer lo que los demás tenemos prohibido.
Esa gran mayoría no se queja por el trato diferenciado que se les da a los predicadores. Dimos por hecho que unos pueden andar de gritones y el resto debemos cumplir unas normas de convivencia mínimas para no enloquecer en una ciudad que ya está bastante desquiciada.
¿Por qué nos rendimos? En mi caso, estaba dispuesta a aceptar el ruido porque, a fin de cuentas, son solo unos minutos más de escándalo en una Capital bulliciosa hasta la médula. Era mi cuota de sufrimiento aceptable para llevar la fiesta en paz.
Intuyo que los agentes de seguridad quieren evitar la constante confrontación con predicadores que se victimizan y acusan a los demás de satánicos y de impedirles “llevar la Palabra” cuando se les llama la atención. Y el resto de los pasajeros quizás solo está tan harto de la bulla como de la queja. Todo mundo trata de evitar situaciones desagradables. Al final, nos quedan los auriculares para tratar de evadir los gritos y los insultos envueltos en discursos para promover la fe.
Pero esta semana, de repente, el ruido y los insultos me volvieron a indignar. ¿Por qué debemos aceptar que un grupo tenga un trato diferenciado en un espacio colectivo, sobre todo si lo utiliza para insultar a personas que, como los homosexuales, sufren una constante discriminación? ¿Por qué debemos aceptar que una adolescente que, desde su autonomía y libertad, lleva minifaldas tenga que soportar a un predicador que la acusa de “exhibir su cuerpo”? Y aun si no insultaran a nadie, ¿por qué un grupo puede predicar su fe y otro no puede expresar sus ideas filosóficas o políticas en las mismas condiciones?
En general, pienso que no se debe limitar la libertad de expresión. Los límites a este derecho deben ser mínimos y destinados a salvar vidas y a mantener la seguridad y la convivencia pacífica de forma razonable. No aspiro a una ciudad llena de silencios, sino a una que muestre toda la diversidad de religiones, expresiones artísticas, políticas, formas de diversión y filosofías de una cultura tan vibrante como la nuestra.
Sin embargo, debemos admitir que se necesitan algunas normas, aunque sean mínimas, de convivencia (y seguridad) por el bien de todas y todos. En el Metro, esas normas mínimas consisten en evitar ruidos excesivos y comportamientos que impliquen algún riesgo para la seguridad del grupo. Por esa razón, si se quiere hacer una actividad cultural en los vagones, como leer poesía, se necesita solicitar un permiso, y me parece bien. ¿Por qué, entonces, hay un grupo que no debe cumplir con esa norma mínima, solo por su fe y su capacidad de hacer más escándalo cuando se le pide que pare los gritos?
No, no y no. Me niego a ser ciudadana de segunda categoría, a que a mi lado vaya un grupo privilegiado por su fe, con permiso para hacer lo que los demás tenemos prohibido. Quizás se puede renegociar el uso del espacio. Por ejemplo, podemos tener algunos días para dar discursos en el Metro (de cualquier ideología, religión o actividad artística, siempre que se respeten los límites que impone la ley), o podemos volver al trato inicial de no gritar ni hacer ningún otro ruido innecesario en los vagones.
Ahora bien, la norma debe ser igual para todos y todas, sin importar el cielo en el que seremos felices o el infierno en el que nos quemaremos por siempre. Mientras seamos criaturas terrenales, tendremos los mismos derechos y los mismos deberes. Y quién sabe, si en algún “más allá”, logremos, por fin, amarnos unos a otros. Mientras tanto, debemos, al menos, respetarnos, así sea con un poco de silencio en el Metro.