Según la OMS se considera violencia el "uso deliberado de la fuerza física o el poder, ya sea en grado de amenaza o efectivo, contra uno mismo, otra persona o un grupo o una comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones”.

La consulta emitida por la OMS durante el año 1999 sobre la prevención del abuso infantil, presenta la siguiente definición “Abuso o maltrato infantil constituye toda forma de malos tratos físico y/o emocional, abuso sexual, negligencia o tratamiento negligente o comercial u otra forma de explotación, resultando en un daño actual o potencial a la salud del niño, a la supervivencia, desarrollo o dignidad en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza o poder.”

La Consulta de América Latina en el marco del Estudio del Secretario General de las Naciones Unidas sobre la Violencia contra los Niños, 2006, señala que “La violencia física asociada a la violencia verbal es la más frecuentemente señalada, y suelen considerarla como un recurso correctivo que se justifica en el derecho de los padres y madres a educar a sus hijas o hijos.”

Más adelante señala: “otra causa de conductas, actos y actitudes violentas la atribuyen al hecho de que las personas adultas aprendieron esos comportamientos en la niñez, es decir, los propios adultos sufrieron violencia en sus años tempranos.”

Conforme establece el Informe mundial para la región presentado por UNICEF, señala que de acuerdo con investigaciones y trabajos realizados por la OMS se establece que la práctica del castigo físico tiene influencia de factores culturales, para lo que procede a describir algunas características, como son:

“1. Los métodos y prácticas de crianza aplicados señalan diferencias en cuanto a la frecuencia, severidad, formas y ocasiones en que se aplica el castigo físico que fue recibido por los padres y las madres, y los que estos aplican a sus hijos e hijas.

  1. El castigo físico está relacionado con la idea de que, al producir sufrimiento, los niños y niñas aprenderán la lección que se quiere ofrecer. Así el castigo físico está legitimado como una forma de aprendizaje.
  2. Los límites entre el castigo físico y el maltrato, no son del todo claros y dependerá en mucho de “la conciencia” que tengan los padres, las madres o las personas encargadas de velar por el cuido de la población menor de 18 años”.

Las estadísticas publicadas en el CONANI muestran que el 67% de los hogares dominicanos utiliza el castigo físico o psicológico, tasas tomadas de la Encuesta ENHOGAR, 2009. Sin embargo, en referencia a los estudios y encuestas que se elaboran sobre este tipo de maltrato, Milner y Crouch establecen que “aunque las estimaciones varían en función de las definiciones, las fuentes y los métodos de muestreo utilizados, cuando se consideran todos los tipos de violencia -incluidas la violencia familiar y las agresiones entre iguales-, los datos disponibles indican que los niños son el grupo de edad que más victimización sufre.”

En adición, señalan Milner y Crouch que “la alta tasa de victimización de los menores de edad se debe, en parte, a su situación de dependencia. Los niños son más débiles que los adultos, dependen de ellos para su seguridad y tienen poca elección a la hora de decidir dónde y con quién quieren vivir. Así, pues, el mayor riesgo de violencia para los bebés y los niños proviene de alguien del propio hogar, mientras que, a medida que se hacen mayores y más independientes, aumenta el riesgo general de violencia a manos de alguien fuera del hogar.”

Por otra parte, Sansegundo señala que “los hijos e hijas víctimas del maltrato es fácil que en el futuro reproduzcan los roles que han aprendido en su familia siguiendo bien el rol de maltratador, bien el de la víctima”. Por igual, sostiene que “Presentan los siguientes síntomas: depresión, ansiedad, inseguridad, baja autoestima, agresividad, dependencia, hiperresponsabilidad, déficits de aprendizaje y dificultades de relación.”

Redondo y Garrido sostienen que, “en la medida que se experimenta la violencia como parte de la socialización familiar, el riesgo de convertirse en una futura persona con conducta violenta antisocial se incrementa. Feshbach (1980), por ejemplo, mantiene que ‘el mejor predictor de la violencia juvenil es la socialización en una familia donde la violencia (…) es un hecho común’ (p. 56). Parece lógico, si la agresividad forma parte de los patrones de conducta habituales en la familia, el niño no sólo carece de modelos prosociales de los que aprender, sino que tiene más oportunidades de imitar las respuestas violentas predominantes de su entorno y adaptarlas a su repertorio conductual.”

En este sentido, señalan que “lo cierto es que los niños que sufren maltrato presentan una mayor gama de problemas de conducta y de desajustes sociales que los niños sin maltrato, y tienen más probabilidades de convertirse en personas adultas maltratadoras” (Redondo y Garrido).

En relación con las consecuencias que produce el maltrato infantil, los autores Milner y Crouch señalan que “además del riesgo inmediato de lesiones (…) o muerte, los niños que sufren de maltrato físico en la familia pueden padecer de una serie de problemas a corto y largo plazo. Entre ellos destacan las deficiencias cognitivas, el menor rendimiento académico, la baja autoestima, la depresión, la ansiedad, la ira, los problemas de relación, la revictimización y diversas psicopatologías en la edad adulta.” También manifiestan que tienen un mayor riesgo de ser violentos con los demás, así como padecer del trastorno de estrés postraumático.

Dentro de las repercusiones que tiene sobre el individuo el hecho de sufrir violencia durante la infancia y adolescencia, Milner y Crouch concluyen señalando que “la violencia sí parece contribuir al desarrollo de problemas funcionales, incluida la psicopatología, y a su transmisión intergeneracional.”

Salaberría y Fernández-Montalvo sostienen que “El castigo ejercido de forma sistemática genera la aparición de conductas agresivas en el castigado (Echeburúa, 1988) (…) los niños que son castigados con frecuencia aprenden a ser agresivos. Si no muestran la agresión con sus padres, pueden desplazarla a otros niños más débiles, a hermanos más pequeños, a animales o a los juguetes.”

Leonore Walker establece que “la teoría del aprendizaje social predecía su relevancia en la futura violencia, tal como quedó tipificado en los escritos de Bandura (1973) y Berkowitz (1962) sobre los aspectos aprendidos de la conducta agresiva.” De la misma manera, refiere la autora que “los estudios de Paterson (1982) sobre los muchachos agresivos, basándose en la teoría del aprendizaje, asumen que todas las interacciones sociales se aprenden directa o indirectamente de lo modelado por otras personas”.

Por otro lado, De Paúl, respecto a los factores de riesgo en casos de maltrato físico, señala que “una de las variables a la que le ha sido asignado un mayor peso explicativo en la aparición del maltrato físico se centra en la propia experiencia del padre/madre maltratador físico como víctima de maltrato físico en su propia infancia. La transmisión intergeneracional del maltrato ha sido considerada como una evidencia casi desde los primeros momentos de abordaje del ‘síndrome del niño apaleado’ (Kempe et al, 1968) (…) desde el aprendizaje social, se ha utilizado la transmisión intergeneracional del maltrato para apoyar la hipótesis de la ausencia de habilidades aprendidas para el manejo de las conductas de los niños y de la utilización del castigo físico como exponente de la única estrategia aprendida (Wolfe, 1985).”

De Paúl enfatiza que “muchos de los adultos maltratados pueden percibir que los castigos corporales eran normales o justificados o puede ocurrir que, desde un punto de vista global, perciban su infancia como positiva, lo que impide continuar la exploración de la existencia de castigos físicos (Zeanah y Zeanah, 1989).” Dicho en el sentido del importante sesgo que existe en el estudio de estos casos. Pues el autor afirma que de los casos de que se tienen conocimiento son, normalmente, los casos más graves, que llegan a servicios de protección infantil y pertenecientes a clases sociales desfavorecidas o marginadas (De Paúl).

En torno a indicadores para el diseño de programas preventivos y terapéuticos Redondo y Garrido resaltan lo siguiente:

  1. “Que el riesgo está asociado a variables de personalidad, sociodemográficas y de la situación familiar;
  2. Que una dinámica familiar poco afectiva y autoritaria, con relaciones agresivas entre sus componentes y, prácticas de crianza inconsistentes y erráticas, inciden en el bajo auto control de los niños y en desobediencia;
  3. Que el maltrato psíquico o emocional recurrente (insultos, humillaciones, burlas, amenazas, hostilidad verbal, etc.); puede tener efectos incluso más perjudiciales que el maltrato físico por sí mismo. No obstante, el maltrato verbal suele concluir en maltrato físico;
  4. Que los efectos del maltrato no solo son perceptibles a corto plazo (patologías emocionales y alteraciones nerviosas, trastornos del sueño, del lenguaje y bajo rendimiento escolar), sino que sus consecuencias se mantienen a largo plazo afectando tres dimensiones básicas del desarrollo del ser humano: la dimensión conductual (v.g., agresividad, pobre autocontrol, hostilidad, desobediencia), la dimensión socioemocional (v.g., pobres vínculos interpersonales, problemas de empatía, dificultad en expresar los sentimientos, retraimiento), y la dimensión social y cognitiva;
  5. Y que existe una creciente aceptación de que las experiencias infantiles de negligencia y abuso (…) pueden desencadenar posteriormente un comportamiento antisocial, violento o delincuente, o al menos ser un indicador de riesgo importante para que esto ocurra.”

Como hemos observado, el maltrato infantil no solo es un importante factor de riesgo para el desarrollo de conducta violenta y delictiva en los casos de los niños víctimas de maltrato, sino que corren el riesgo de desarrollar psicopatologías como el Trastorno de Estrés Postraumático, problemas de autocontrol, problemas para relacionarse con los demás, reproducir la violencia con otros, corren el riesgo de perder sus vidas a manos de agresores; entre otras consecuencias que previamente fueron estudiados.

En tales casos, esos niños, niñas o adolescentes que son víctimas de maltrato infantil tienen un riesgo mayor de convertirse en un adulto con una conducta antisocial y delictiva que aquel que no es objeto de maltrato. Es muy probable que replique los métodos de disciplina violentos utilizados en su infancia con sus propios hijos, y que tiendan a desarrollar ciertas distorsiones cognitivas que les permita justificar el maltrato al que someterán a sus hijos.

En nuestro caso, la propia Constitución dominicana dispone la separación de un niño, niña o adolescente en caso de que se compruebe que el hogar no garantiza un ambiente educado. Y hace referencia al interés superior del menor (art. 56 y 56.1).

De conformidad con lo estipulado en el principio V, de la Ley núm. 136-03, aunque no lo define, sí establece los casos y condiciones en que será aplicado. “El principio de interés superior del niño, niña o adolescente debe tomarse en cuenta siempre en la interpretación y aplicación de este Código y es de obligatorio cumplimiento en todas las decisiones que les sean concernientes. Busca contribuir con su desarrollo integral y asegurar el disfrute pleno y efectivo de sus derechos fundamentales.” Sin embargo, aunque no expone una definición de lo que debe entenderse como el interés superior del menor, podríamos deducir una definición a partir de lo que dispone el inciso c) del artículo en referencia cuando establece “la necesidad de priorizar los derechos del niño, niña y adolescente frente a los derechos de las personas adultas”.

En definitiva, entendemos que, atendiendo a las disposiciones de nuestra Constitución (art. 56), lo cual constituye un mandato al Estado para el desarrollo de acciones encaminadas a preservar la integridad del menor; los casos que sean denunciados y que se refieran a menores deben ser abordados observando el principio del interés superior del menor, lo cual implica que, ante el riesgo de que peligre su integridad y su dignidad, el mismo debe ser referido a la instancia correspondiente que tenga la facultad de realizar una labor de investigación, vigilancia y levantamiento de la situación, y que se analice la posibilidad del retiro de la custodia, agregamos, dentro del marco del ordenamiento jurídico. Esta obligación de preservar la integridad personal del menor queda establecida también en el artículo 12 de la Ley núm. 136-03.

Para concluir, entendemos vital la actualización de las estadísticas que corresponden a los casos de maltrato infantil, dicha actualización brindará información sobre la incidencia y frecuencia del maltrato infantil, y permitirá el desarrollo de líneas de investigación que, posiblemente, contribuyan al desarrollo de programas de prevención.