El mal menor tiene mala fama. Y con razón. Como bien afirma Hannah Arendt, “la aceptación de los males menores es empleada de forma consciente para condicionar a los funcionarios del gobierno y a la población en general con el objetivo de que acepten el mal en sí”.
Y es que, si por mal menor entendemos, como Michael Ignatieff, la acción estatal que justifica ocasionar daño a culpables o inocentes para prevenir un mal mayor, como sería el caso, por ejemplo, de torturar personas para obtener una confesión que evite la explosión de una bomba o, en sentido general, realizar todos los actos de fuerza necesarios para combatir el terrorismo, no hay dudas que el mal menor es reprochable e injustificable.
Pero hay un mal menor que sí es comprensible y razonable: el mal menor electoral, votar para evitar el mal mayor de la elección de un candidato que podría enterrar la democracia y el Estado de derecho. La segunda vuelta electoral en Francia es un ejemplo de ello: la izquierda y el centro pactaron para presentar candidatos que aseguraran la derrota del partido ultraderechista de Le Pen y el resultado final, facilitado por las normas electorales francesas, aseguró confinar a la ultraderecha a un tercer lugar.
En el país galo, la izquierda y el centro tuvieron que pactar. La izquierda, para convenir con el neoliberal Macron y, este, para arreglarse con la izquierda radical. Como ha editorializado Europa Sur: “Si la extrema derecha ha perdido es porque muchos ciudadanos han decidido a última hora forma un cordón sanitario que impidiera su acceso al poder. Pero no porque Macron o Mélenchon ofrecieran alternativas que contaran con respaldo de los ciudadanos. Han sido, simplemente, un mal menor”.
Actuar en base al mal menor electoral es posible allí donde se cuenta con un electorado pragmático. Ese electorado pragmático tiene siempre la memoria histórica viva. La de saber lo que es perder la independencia, la democracia y el Estado de derecho. La de Vichy en Francia. La de recordar -cuando nos llegue en República Dominicana el momento de las elecciones cruciales- las tropelías de Santana, Báez, Lilís, Trujillo y Balaguer.
Ojalá la tengan los estadounidenses a la hora de escoger entre Joe Biden -a mi juicio, el mejor presidente de los Estados Unidos después de Franklin Delano Roosevelt y Lyndon Johnson- y Trump. Ojalá la tengan todos los pueblos que deben elegir hoy, como siempre nos recuerdan Fernando Mires y Anne Applebaum, entre democracia constitucional y populismo autoritario.
¿Cómo identificar el mal mayor para saber que hay que optar -aún con la nariz bien tapada- por el mal menor electoral? La respuesta la tiene el siempre lúcido y preclaro Albert Camus: “Toda forma de desprecio, si interviene en la política, prepara o instaura el fascismo”. Quien desprecia a las mujeres, a los homosexuales, a los inmigrantes, a los pobres, a los negros, a los diferentes, a los disidentes, a los vulnerables, a los marginados, a los “residuos humanos”, es el mal mayor a evitar.
Como afirma el Maquiavelo -no tan maquiavélico como piensan muchos-, “la sabiduría consiste en saber distinguir la naturaleza del problema y en elegir el mal menor”. Lógicamente, “entre pupa y durujón, Dios escoja lo mejor”. Pero ya sabemos: vox populi, vox Dei.