El libro ha sido históricamente la fuente de transmisión de conocimientos por excelencia. El instrumento mediante el cual los escritores, científicos, filósofos, historiadores y artistas plasman sus descubrimientos, experiencias, pensamientos y creaciones literarias dejando un legado cultural a la sociedad en la que le ha tocado vivir, así como a las futuras generaciones.

Sin ese instrumento, los grandes poetas de la antigüedad y aún de la época contemporánea, no habrían podido compilar y comunicar sus metáforas, cantos, sonetos, elegías y expresiones artísticas.

De no ser por él, quién sabe si las grandes epopeyas como La Ilíada y La Odisea habrían sobrevivido la época en que Homero las escribió. O si hoy, en todas partes del mundo, conoceríamos la genialidad de Sócrates a través de Los diálogos de Platón, o el pensamiento de Aristóteles en obras como La Política, o Aforismos, de Confucio, en cuyas páginas se encuentran parte de las reflexiones y enseñanzas que más han influido en la historia de la humanidad.

Gracias a ese invento maravilloso, durante siglos, cristianos y no cristianos, creyentes y no creyentes, han podido conocer, leer y estudiar la Biblia, el texto más leído en el mundo, así como El Quijote, de Miguel de Cervantes, el segundo más leído, según diferentes estudios editoriales que se han publicado a nivel internacional.

Y gracias al “personaje” central de este artículo, novelas clásicas de la literatura mundial como Romeo y Julieta, El Mercader de Venecia, Los Miserables, El Noventa y Tres, Madame Bovary, La Muerte de Iván Ilich, Cien años de Soledad o El coronel no tiene quien le escriba, por solo citar algunas de las que este autor ha tenido oportunidad de apreciar y atesorar, han trascendido la época, el lugar y el idioma en que fueron escritas por William Shakespeare, Víctor Hugo, Gustave Flaubert, León Tolstoi y Gabriel García Márquez.

Algunos historiadores ubican el origen del libro en la antigua Mesopotamia, en el IV milenio a. C., donde se escribía en tablillas de arcilla, madera, marfil u otros materiales. De esa época evoluciona en Egipto, donde se empieza a utilizar la tinta sobre el papiro, el cual era obtenido de una planta que crecía a orillas del Nilo y tenía características similares al papel, y de Egipto a Grecia, donde el libro se elaboraba de diferentes formas, como en tablillas de madera rehundida rellenadas de cera o pergamino.

Como desde niño estuve habituado a leer los periódicos y sus páginas de opinión, así como los suplementos literarios, con el tiempo evidentemente que tomé predilección por algunos articulistas y editorialistas, a quienes procuraba leer siempre.

Otros historiadores consideran que el libro impreso más antiguo de la historia es El Supra del diamante, el cual se habría estampado en China hacia el 11 de mayo de 868 d. C., mediante la técnica xilográfica, y, de hecho, se considera el más antiguo que se conserva hasta hoy.

Aunque precede al invento de la imprenta con tipos móviles por parte del orfebre alemán Johannes Gutenberg en 1440, es a partir de éste que se produce una frenética expansión de su impresión en Europa y posteriormente en el resto del mundo. Y es a partir de 1529 cuando surge la impresión del primer periódico en Viena, y posteriormente, en 1580, el primer periódico diario en la ciudad de Colonia, el cual sirvió de modelo a otros que fueron surgiendo en diferentes ciudades del llamado viejo continente.

Lo cierto es que ninguna disciplina científica, sea formal, natural o social, se ha desarrollado sin ese canal de transmisión de conceptos, definiciones, teorías, prácticas, cálculos, imágenes, hipótesis, tesis, reflexiones o especulaciones.

Las matemáticas, la física, la química, las ingenierías, la biología, la medicina u otras ciencias sociales como el derecho, la sociología, la antropología o la economía, han podido crecer, expandirse y renovarse permanentemente durante siglos por el libro.

Ni hablar de la filosofía, la historia, la literatura, la pedagogía, los métodos de enseñanza o las diferentes gramáticas que sustentan los idiomas que se hablan en el mundo.

Hay libros fundamentales de la época de El Renacimiento que han trascendido los siglos por su ingenio, creatividad e influencia en diferentes vertientes del pensamiento, y aunque han generado controversias, se consideran clásicos, como, por ejemplo: Elogio de la locura (1511), de Erasmo de Róterdam, El Príncipe (1513), de Nicolas Maquiavelo, y Utopía (1516), de Tomás Moro.

También hay otros sin cuya lectura no es posible conocer cabalmente las ideas que caracterizaron el movimiento cultural e intelectual que tuvo lugar en Inglaterra, Francia y Alemania a partir del siglo XVIII, conocido como La Ilustración, y que inspiraron tanto la Revolución norteamericana como la francesa y el origen del Estado liberal, las libertades públicas y los derechos del hombre y del ciudadano propios de las sociedades democráticas.

Algunos de ellos son El espíritu de las leyes, de Charles Louis de Secondat, mejor conocido como Montesquieu, El contrato social, de Jean Jacques Rousseau, y Tratado sobre la Tolerancia, de Francois Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, considerados por algunos autores como los filósofos sociales.

Este último no solo fue un notable filósofo, sino también escritor, historiador y abogado, autor de la novela de contenido filosófico Cándido o el optimismo, en la cual su autor satiriza las ideas filosóficas del optimismo de Leibniz con ingenio, elegancia y profundidad.

Un ensayo jurídico clásico lo es De los delitos y las penas (1764), del autor italiano Cesare Beccaria, considerado uno de los libros más influyentes en la reforma del derecho penal europeo e indudablemente del derecho penal, procesal penal y constitucional moderno.

Otra obra icónica es Sala de Jurados, de Quentin James Reynolds, basada en las técnicas de litigación penal y los casos más significativos y complejos de Samuel S. Leibowtz, considerado el abogado penalista más importante en la historia de los Estados Unidos, la cual puede ser entendida y disfrutada aún por quienes no son abogados.

Un texto emblemático de la literatura jurídica hispanoamericana, útil y lleno de enseñanzas para todo estudiante de derecho y abogado, lo es El alma de la toga, del abogado y político español Ángel Osorio y Gallardo.

Una novela que me pareció particularmente intrigante, que mezcla la filosofía, la religión, los conflictos morales y la labor de un riguroso fiscal canónico, lo es El abogado del diablo, del novelista y dramaturgo australiano Morris West.

Del mismo modo, tanto por su contenido reflexivo como por la sabiduría que contiene, un texto que no olvido y que podría calificarse de clásico es El arte de la prudencia, de Baltazar Gracián, cuya lectura se hace tan necesaria en nuestros tiempos, muy especialmente por quienes hacen vida pública, ejercen posiciones de poder y tienen acceso a expresarse a través de los medios de comunicación masivos.   

Mi afición por la lectura inició en mi época de preadolescencia, en gran medida por el estímulo de mi padre, quien se preocupó por adquirir enciclopedias para niños y adultos para que sus hijos pudieran leerlas y consultarlas, y en cuya biblioteca encontré una parte de los libros citados previamente.

Después de adquirir el hábito de leer todos los periódicos que llegaban a la casa familiar, recuerdo que algunas de las primeras obras que leí fue La Mañosa, de Juan Bosch, La Ilíada, de Homero, Over, de Ramón Marrero Aristy, El Cristo de la Libertad y Memorias de un Cortesano en la Era de Trujillo, de Joaquín Balaguer, y Manual de Urbanidad y Buenas Maneras, de Manuel Antonio Carreño, que mi padre me obsequió.

En el bachillerato leí con vívido interés el Manual de Historia Dominicana, de Frank Moya Pons, que era el libro de texto en la materia homónima, cuya edición conservo, la cual volví a releer en su edición más actualizada. En esa época igualmente me cautivó la lectura de Cuentos escritos en el exilio, de Juan Bosch, y los dos tomos de Microscopio, la columna del periodista Orlando Martínez.

También aprecié leer El Centinela de la Frontera y Los Carpinteros, de Joaquín Balaguer, la primera, una biografía del general independentista Antonio Duvergé, y la segunda, una novela histórica en torno al magnicidio del presidente Ramón Cáceres.

Posteriormente en la universidad, mezclaba el estudio de obras jurídicas con la lectura de obras literarias e históricas, sobre todo relativas a la apasionante historia dominicana.

Una de las primeras obras de contenido jurídico que más gratamente me impresionó en mi etapa de estudiante de derecho, fue Notas de derecho constitucional, de Manuel A. Amiama, jurista, escritor y catedrático dominicano, quien ocupó diversos cargos públicos importantes, entre ellos, el de presidente de la Suprema Corte de Justicia.

Igualmente, Lecciones de derecho civil, Tomo I, de los hermanos Mazeaud, Instituciones Políticas y derecho constitucional, de Maurice Duverger, Teoría pura del derecho, de Hans Kelsen, Las miserias del proceso penal, de Francesco Carnelutti y Constitución y política, de Juan Manuel Pellerano Gómez, entre otras.

Al estudiar la licenciatura en la Universidad Nacional Pedro Henríquez Ureña (UNPHU), recuerdo que al ingresar me interesé por leer La integridad Humanística de Pedro Henríquez Ureña, de José Rafael Vargas, una interesante biografía del insigne humanista y maestro dominicano.

Luego aprendí y disfruté enormemente las lecturas de una parte significativa de las obras de Juan Bosch, tales como: Crisis de la democracia en América, Composición Social Dominicana, Las dictaduras dominicanas, La Guerra de la Restauración y Más cuentos escritos en el exilio, Indios: Apuntes históricos y leyendas, El Estado, sus orígenes y desarrollo, y Discursos políticos, Tomos I y II, entre otras.

Aunque no simpaticé con muchas de sus concepciones y acciones políticas, también aprecié leer otros ejemplares de Joaquín Balaguer, como La Marcha hacia el Capitolio, La Palabra Encadenada, La Isla al Revés, Diario de Cristóbal Colón, la Raza Inglesa y Entre la sangre del 30 de mayo y la del 24 de abril.

La lectura de las novelas Amor en los tiempos de Cólera y El General en su laberinto, así como de sus memorias en Vivir para contarla, de Gabriel García Márquez, fueron experiencias enriquecedoras y placenteras únicas.

Igual lo fue la lectura de algunas de las obras de Mario Vargas Llosa, otro de los principales precursores del llamado boom latinoamericano y también nobel de literatura, como La Fiesta del Chivo, El pez en el agua, El lenguaje de la pasión (recopilación de artículos publicados en El País, de España), Sables y utopías, y sus ensayos La civilización del espectáculo y La llamada de la tribu. Esta última, el ensayo sobre la literatura del pensamiento filosófico liberal más lúcido y a la vez didáctico y entretenido que he podido leer.

Dicho ensayo me motivó a leer El Erizo y el Zorro, de Isaiah Berlin, así como a conocer parte de la biografía de este célebre politólogo y filósofo británico.

Previamente había podido abrevar de otros libros de índole filosófico-liberal como Ensayo sobre la libertad, de John Stuart Mill, y Areopagitica, una apología de la libertad de prensa y de expresión, del también filósofo, escritor y político inglés John Milton.

Otro de los géneros literarios que cautivan al autor de estas notas es el de las biografías y autobiografías o memorias. Algunas de las que recuerdo con mayor facilidad son: Winston Churchill, de Piers Brendon, Fouché El genio tenebroso, de Stefan Zwieg, Napoleón El hombre, de Louis Chardigny, Lincoln, de Emil Ludwig, Biografía de Juan Pablo Duarte y Ulises Heureaux, anécdotas y documentos, de Orlando Inoa, Balaguer y yo: la historia, Tomos I y II, de Víctor Gómez Bergés, Diario de una misión en Washington, de Bernardo Vega, Mi vida, de Bill Clinton, y Los sueños de mi padre y La audacia de la esperanza, de Barack Obama.

Algunos libros de carácter histórico sobre el personaje de Trujillo y su dictadura, cuya lectura estimo ilustrativa, son las siguientes: La Era de Trujillo, de Jesús de Galíndez, Una satrapía en El Caribe, de José Almoina, Trujillo: la trágica aventura del poder personal, de Robert D. Crassweller, Trujillo: monarca sin corona, de Euclides Gutiérrez Félix, Tumbaron al jefe y Sangre en el barrio del Jefe, de Víctor Grimaldi, y Trujillo de cerca, de Mario Read Vittini.

Como desde niño estuve habituado a leer los periódicos y sus páginas de opinión, así como los suplementos literarios, con el tiempo evidentemente que tomé predilección por algunos articulistas y editorialistas, a quienes procuraba leer siempre.

Uno de ellos fue quien considero el editorialista más completo y exquisito de las últimas décadas cuando fue director del desaparecido periódico El Siglo, don Federico Henríquez Gratereaux, a quien tuve oportunidad de conocer y compartir con él en varias ocasiones en las que aprendí muchas cosas, como en ocasión del coloquio sobre periodismo y literatura en el que fue panelista junto con el escritor e intelectual Andrés L. Mateo y el poeta José Mármol, hará más de 30 años.

Don Federico, que en paz descanse, lamentablemente falleció recientemente. Fue un dominicano sumamente culto, decente y amable que se destacó como escritor en el género del ensayo, obteniendo diversos galardones como el Premio Nacional de Literatura en 2017.

Pero también fue un excelente periodista, conferencista y comentarista de televisión. La última vez que conversé con él fue hace unos meses por la red social Facebook, donde escribía mensajes frecuentemente, y le propuse que recopilara en un libro los magníficos editoriales que escribió cuando fue director del desaparecido periódico El Siglo, los cuales me parecen antológicos por la sapiencia e inteligencia con que analizaba los temas y problemas más relevantes de la sociedad dominicana, así como por su elegante estilo expositivo y las referencias culturales que enriquecían esas opiniones.

Su respuesta a mi sugerencia fue que tenía ese proyecto, pero que no había conseguido apoyo financiero para llevarlo a cabo. Es una pena. Ojalá alguna institución o entidad privada se encargue de hacerlo en coordinación con sus familiares, como se hizo hace ya muchos años con los editoriales de El Caribe de don Germán Emilio Ornes Coiscou.

Este modesto homenaje al libro, instrumento esencial del conocimiento, la instrucción, la ciencia, los valores cívicos y la cultura, lo dedico a la memoria de mi ejemplar padre, el doctor Erick Barinas Robles, brillante e íntegro abogado-notario, a quien agradezco que desde niño me estimuló a la lectura y el estudio, y a don Federico Henríquez Gratereaux, ilustre y respetable ciudadano, intelectual, escritor y periodista dominicano.