A 300 años de su nacimiento, el legado de Immanuel Kant trasciende la dimensión meramente epistemológica a la que asociamos su vasta influencia, alcanzando dimensiones fundamentales de la vida práctica como son las relacionadas con las áreas antropológica y política.
En su ensayo “Idea de una historia universal en sentido cosmopolita”, el filósofo de Königsberg afirma que existe una “insociable sociabilidad de los hombres”, una tendencia de los seres humanos a vivir en sociedad y, al mismo tiempo, una disposición a deshacer los lazos comunitarios.
Kant entiende que esta tensión se debe al hecho de que, si bien los seres humanos son por naturaleza sociales, también quieren disponer de los bienes naturales a su entera voluntad sin que puedan ser restringidos por los demás. En el fondo, se trata de lo que la Ilustración sintetiza como el conflicto entre civilización y barbarie, entre cultura y naturaleza; contraposición que el programa iluminista resuelve mediante la educación del individuo para ejercer su libertad dentro de los limites establecidos por la vida civil.
No obstante, el éxito de esta convivencia no es sencilla y Kant entiende que requiere de una constitución civil que exprese un ideal de perfección realmente inalcanzable, pero que sirve de modelo para el ordenamiento de la sociedad de acuerdo con principios de racionalidad y justicia.
Para Kant, este problema -una cuestión de aparente interés exclusivo de un Estado nacional específico- no encuentra solución sin resolver también el problema del establecimiento de una relación legal entre los Estados, esto es, un ordenamiento jurídico que garantice la coexistencia entre estos del mismo modo en que una constitución civil posibilita la convivencia entre los individuos de una sociedad, un orden internacional de derechos y deberes que permita el ejercicio de la voluntad dentro de unos límites racionales e impidan el abuso de poder.
En este sentido, si bien la revisión crítica de Kant y de la Modernidad acierta al señalar que el espíritu de la Ilustración implica la universalización de unas ideas abstractas que excluyen económica, social, política y epistémicamente a culturas y etnias completas, también debemos reconocer que ella constituye un momento evolutivo en la historia de la sensibilidad social y política al concebir el ideal de una federación de naciones (Foedus Amphictyonum) como proyecto de construcción de una ciudadanía pacífica.
Del mismo modo, también implica un momento evolutivo en la historia de la ética al concebir unos principios universales que abordaré en mi próxima entrega, referentes conductuales más allá de las limitadas fronteras de los Estados modernos, base de la denominada Declaración de los Derechos Universales del Hombre.