Uno de los presupuestos más antiguos de la organización jurídico-política es el Estado de Derecho. Esta cláusula presupone el sometimiento de los poderes públicos a un conjunto de normas jurídicas que procuran garantizar la libertad, la seguridad y la igualdad de los individuos. En otras palabras, se trata de una forma de estructuración organizacional que limita las actuaciones de los órganos públicos para evitar arbitrariedades que interfieran con el pleno disfrute de los derechos fundamentales. Y es que la función esencial del Estado consiste en garantizar la protección efectiva de los derechos de las personas y el respeto de su dignidad humana.
El Estado de Derecho no sólo contempla reglas y principios que limitan las actuaciones de los órganos que ejercen potestades públicas, sino que además dispone de un conjunto de medidas tendentes a controlar sus actuaciones. Para Jellinek, estas medidas pueden ser sociales (participación ciudadana), políticas (fiscalización del Congreso [requerimientos de información, comparecencia, interpelaciones y mociones]) o jurídicas. Estas últimas pueden clasificarse en internas y externas, dependiendo de si el control es ejercido por la Administración o por otras instituciones u órganos especializados (v. gr. La jurisdicción contencioso-administrativa).
Estas medidas ordinarias de control son sólo efectivas en situaciones «normales», es decir, cuando el orden sociopolítico se desenvuelve de manera regular y no se ve cuestionado por circunstancias internas o externas. En el caso de situaciones «anormales», es decir, cuando se subvierte este orden, poniendo en tela de juicio su existencia, se debe recurrir a medidas excepcionales. El estado de excepción se configura como una situación de necesidad que busca enfrentar situaciones de crisis que, al no poder ser corregidas por los medios ordinarios de control que dispone el Estado de Derecho, pone en juego la organización jurídico-política.
De lo anterior se infiere, parafraseando Schmitt, que existen dos presupuestos claramente contrapuestos: (a) por un lado, el Estado de Derecho, el cual se desenvuelve dentro de la «normalidad» sociopolítica (“normale zustand”); y, (b) por otro lado, el estado de excepción, que se activa para proteger el orden existente frente a peligros graves o situaciones «anormales» (“auschamezustand”). Esta idea de la excepcionalidad como una prerrogativa de los órganos públicos para poder actuar con libertad y al margen de los límites impuestos en el Estado de Derecho encuentra su fundamento en dos perspectivas distintas: una liberal y otra autoritaria.
Desde una perspectiva liberal, se entiende que los órganos públicos gozan de libertad para adoptar las medidas que consideren apropiadas para recuperar la normalidad. De ahí que no existen límites en el ejercicio de sus actuaciones, sino que éstos pueden hacer lo que sea necesario para responder a las situaciones de crisis, siendo eventualmente exonerados de responsabilidad por parte del legislador. Desde una óptica autoritaria, se considera que el estado de excepción es una “facultad privativa y libérrima de las autoridades” (Jorge Prats), pues, como bien señala Schmitt, “soberano es quien decide sobre la situación de excepción”.
Frente a esta concepción -liberal o autoritaria- del estado de excepción, se presenta una segunda posición tendente a consagrar la excepcionalidad como un “Derecho de excepción constitucional” (Jorge Prats). Esta posición surge como consecuencia de los movimientos constitucionalistas, los cuales disciplinan constitucionalmente las situaciones de crisis, estableciendo los fundamentos para la declaratoria de los estados de excepción, los límites de las competencias de los órganos públicos, el sistema de controles y los derechos no suspendibles de los individuos.
La mayoría de los países, salvo excepciones muy puntuales, han optado por la constitucionalización de las situaciones de excepción. Esta medida, como bien explica Jorge Prats, “no busca instaurar una causa de justificación que eventualmente exima de culpa y responsabilidad a los poderes públicos por las medidas adoptadas para defender el orden -sociopolítico-, sino que más bien procura instaurar una causa justificativa que excluya la idea de ilicitud de dichas medidas y que conlleve el reconocimiento del derecho y del deber de las autoridades constitucionalmente competentes para recurrir a medios excepcionales, necesarios, adecuados y proporcionados para conjurar peligros graves y situaciones de crisis que amenacen el orden constitucional” (Jorge Prats).
Al margen de la existencia de un derecho constitucional de excepción, existe una tendencia in crescendo de utilizar los estados de excepción para evadir los controles del Estado de Derecho (tres ejemplos recientes: Venezuela (Maduro), El Salvador [Bukele] y Perú [Pedro Castillo]). La implementación de los estados de excepción como «regla» para enfrentar situaciones que no subvierten el orden sociopolítico, desconociendo así los límites impuestos en los textos constitucionales (necesidad, razonabilidad, temporalidad, intangibilidad, especificación, etc.), quebranta el modelo de constitucionalismo democrático.
En definitiva, los estados de excepción son esenciales para enfrentar peligros graves y situaciones de crisis que amenacen nuestra forma de organización jurídico-política (por ejemplo, la pandemia). Es por esta razón que en la mayoría de los países se han disciplinado constitucionalmente estas situaciones, estableciendo los fundamentos, límites, controles y el derecho y deber de los órganos públicos para adoptar medidas excepcionales. Ahora bien, los estados de excepción tienen un lado oscuro, pues suelen utilizarse como instrumento para disfrazar el autoritarismo. De cara a estas situaciones, los límites constitucionales juegan un rol importantísimo para domesticar las actuaciones del “soberano” (Schmitt) y, en consecuencia, asegurar la estabilidad de una democracia constitucional.