Cuando somos conscientes de la vida, mil caminos o posibilidades se abren a la certeza de nuestro control. Eso cree uno, al menos. Ahora bien, esto solo se alcanza después de una amplia andadura existencial. El ímpetu juvenil ignora los callados senderos de la intuición, y el advenimiento de sucesos imprevistos, que acaecen al margen de cualquier posible planificación. Advertir que la propia existencia no tiene un sentido racional categórico, en las presentes circunstancias, quizás sería un exceso, un extremo.

Cuando nacemos nos aferramos instintivamente a nuestra progenitora de manera angustiosa y desesperada. Es natural y necesario. Es la manifestación preconsciente de la proto-conciencia de un futuro inmediato incierto y solitario. Madre e hijo están cobijados de un enigmático manto íntimo que nos alerta de que no somos capaces de entender nuestra situación y nuestra circunstancia. Diríase que es como si estuviéramos regidos por fuerzas ajenas que rigen y controlan nuestro proceder.

Ser conscientes es estar vivos, plenamente vivos. Asistir a la revelación de que nuestro reto es largo y desafiante. Ser racionales; esto es, creer que dependemos nada más y nada menos de lo que nuestros esfuerzos pueden crear, construir o planificar. Sin embargo, hay acontecimientos, cósmicos o cotidianos, ajenos a nuestra voluntad que escapan a nuestro control, máxime si se está encuadrado en un tiempo y un espacio en los que a penas podemos intervenir. La danza del azar determina nuestras vidas desde el nacimiento hasta la muerte.

Se suele creer que el azar siempre obra a nuestro favor; que suele venir acompañado de regalos, de cosas sanas. En suma, que procede de un mundo no racional que no comprendemos, ni nos detenemos en cuestionar. Estos acontecimientos que nos tocan porque sí provocan una curiosidad ingenua que, por su misma falta de respuestas, nos sorprende alguna que otra vez sin imaginar que, en muchos casos, somos parte de un juego terrenal que es, a su vez, parte de un todo universal.

Estas situaciones, que no buscamos y que, con frecuencia, nos sorprenden, aparecen de manera inesperada, como tomadas por los duendes que se manifiestan con buenas nuevas, sin programa diseñado, acompañados de asombros sin pedimentos, nos conducen a destinos no determinados. Pocas veces nos detenemos a pensar, si alguna vez lo hacemos, en el porqué de estos acontecimientos. Solo unos pocos se toman el cuidado de mirar a la distancia y de cuestionarse acerca de si el universo y nuestro ser están o no sujetos al azar.

La existencia es una extensa lista de preguntas sin respuesta. Acaso solo el azar, en la mayoría de los casos, puede responderlas. Imagínese usted, amable lector o escucha, piense en la vida desde la incipiente chispa de existencia celular. Un fenómeno de certera casualidad el parentesco, en el que, el lugar, el año, la herencia y el talento con que cada uno llega al plano terrenal.  Existe una dimensión, un recurso esotérico que no podemos negar, estemos o no de acuerdo. La vida descansa en un plano suspendido de sucesos de difícil explicación.

Pensemos por un momento en el fenómeno de la casualidad como un viaje sin capitán ni timonel que nos mueve a su antojo, que reparte regalos buenos y malos. Caminos con destinos y argumentos diversos que responden a un movimiento involuntario al que estamos sometidos quienes poblamos el universo. Un marco vasto que trasciende y cambia el espectro circundante de nuestra realidad, una fuerza irresistible que nos muestra que estamos sometidos a una voluntad cuyo control escapa a nuestras manos.

La lógica de la casualidad de las cosas está íntimamente ligada al azar, para lo fantástico y para lo catastrófico. Multitud de acontecimientos que vienen dados con la relatividad del tiempo y del espacio en que nos desenvolvemos. Dependen de instantes y de coincidencias que vienen a ser las causas a un sinnúmero de eventos, de los cuales no somos causa ni punto de partida.

La existencia es un misterioso sendero que nadie descifra y conoce. La muerte, igualmente, nos viene sin aviso. La vida tiene su propia lógica, y nosotros somos sus perfectos cómplices para que nos sorprenda y haga su voluntad. Las leyes de la naturaleza rigen los acontecimientos del planeta desde su remoto inicio. Los 4,600 millones de años que aproximadamente tiene la tierra, nunca han estado ni estarán desconectados de este principio desconcertante del azar, por más inventos y avances técnicos que elaboremos y utilicemos.

Pero sería injusto dejar de decir que la magia cósmica también está en el cerebro humano, en la capacidad de abstraernos y de hacer conciencia de nuestro propósito terrenal y de darle sentido a nuestro paso por la vida. De este órgano fantástico emanan sentimientos de amor y belleza, de sensibilidad y creatividad que nos hacen únicos entre los pobladores de la tierra, pero seguro, que no solos en el universo.

Abracemos los movimientos de la naturaleza y dejemos que la intuición sea parte de la guía de nuestro tránsito a través de azar de los mundos posibles. Aceptemos sus designios y valoremos la existencia tal como se nos presenta. Transformémosla en lecciones para el porvenir, sin quejas, sin culpables y sin remordimientos.

Despertar es una experiencia humana de primer orden a la que solo se accede cuando se alcanza vida interior. El cosmos habita en cada uno de nosotros. Solo allí descubrimos la dimensión del todo que desconocemos, y lo menesteroso de nuestra existencia. Saludar la vida y tratar de conquistar su sabia propuesta, es vivirla…