En 1977, Ingmar Bergman, estrenó su película nombrada como este artículo, ambientada en Berlín (1920). Alemania, derrotada, sufría las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y los tratados con que terminó, que impusieron duras sanciones a su pueblo y gobierno, en beneficio de los aliados vencedores. La población soportaba una cotidianidad de gran inflación, desempleo, miseria, hambre e inseguridad ciudadana, la prostitución y la delincuencia como forma de sobrevivencia y, sobre todo, incertidumbre y miedo. En ese ambiente sin esperanza se incubaron como “salvadores” los nazis y …. bueeeeno, ya sabemos.

 

Seligman, psicólogo norteamericano, acuñó (1975) el concepto “Indefensión Aprendida”, relacionándolo con depresión y ansiedad, basado en estudios experimentales en animales y observaciones clínicas humanas. La Psicología Social ha derivado de estas ideas el concepto de “Desesperanza Aprendida”, como proceso colectivo. Se refiere a la condición de comunidades que, sometidas a prolongadas y elevadas carencias, marginación, o castigos, “aprenden” a comportarse pasivamente, obedientemente, asumiendo imposibilidad de escapar de esa situación, impotentes o sin estímulo para intentarlo y arriesgarse a nuevas frustraciones y estímulos aversivos. Las salidas, percibidas por otros, no son comprendidas así o las evitan por temer dolorosas consecuencias de otro fracaso para sus familias y comunidades. Llega a constituir parte de una subcultura comunitaria, cuando en repetidas ocasiones se han esperanzado, o han intentado superar dichas situaciones sin lograrlo, frustrados, manipulados o traicionados, y pagaron consecuencias negativas.

 

A nivel clínico, esta situación puede guardar relación con la depresión y ansiedad. A nivel colectivo, dificultan la solidaridad, organización y movilización, el desarrollo de ciudadanía activa y participativa. Algunos que podrían considerarlo un promisorio ambiente para la demagogia y el clientelismo, olvidan que puede traducirse en procesos sociales desbordados. Quienes no ven salida, y pierden la esperanza de un futuro mejor, pueden alternar su comportamiento social entre pasividad y conformismo y estallidos de violencia destructiva ante lo que los rodea y representa lo que los subordina, rechazando normas de convivencia de una sociedad que no sienten suya. Esta rebelión inorgánica ante lo constituido puede propiciar nuevas propuestas sociales creativas, como ya lo señalaba Guyau a fines del siglo XIX, pero más frecuentemente propician comportamientos delincuenciales, por intereses y necesidades individuales, no colectivas ni de transformación social, cercanos a lo que el lenguaje marxista decimonónico describía como “lumpenproletariat”.

 

Cuando este comportamiento se conforma como cultura que cohesiona y, de cierta manera, da identidad a un sector o grupo social, se acerca a lo que el sociólogo Durkheim describió como “anomia” (1893), en sus estudios sobre el suicidio, lo asociaba a la alienación que genera miedo, inseguridad, insatisfacción y comportamientos al margen de las reglas, y puede conducir al suicidio. Estas ideas fueron recuperadas por el sociólogo estructuralista R. Merton (1949 y 1964), quien trabajó en el contexto de los nacientes estados de bienestar europeos, en sus aportes sobre la estructura social y los comportamientos de ruptura, desviantes de las normas, que “pueden llevar a las sociedades al caos”. Opuestos a la cooperación solidaria, la organización y participación, corroen el llamado “capital social”, indispensable para la convivencia en una sociedad democrática.

 

Traigo todo esto a colación, porque necesitamos tomar consciencia, como sociedad, como país, que “tanto va el cántaro al agua, hasta que se rompe”. ¿cuantas veces nuestra población ha vivido la frustración de ofertas y propuestas incumplidas? ¿Cuánto tiempo han vivido nuestros ciudadanos postergados, sin garantías de empleo seguro y digno, vivienda saludable, servicios de salud universales efectivos y accesibles, educación de calidad, seguridad personal y familiar?  ¿Por cuantas veces, se han sentido manipuladas por quienes insuflaron esperanzas de un cambio en sus vidas y la de sus hijos? ¿Cuantas veces, nuestros ciudadanos han sido bombardeados por mensajes optimistas sobre nuestra economía, angustiados ante una mesa vacía a la cual se arriman para compartir lo que no hay, mientras conocen que una minoría se apropia de la mayor parte del producto nacional? ¿Cuántos sienten que no hay esperanza de salir de su miseria?  ¿Cuántas veces se han sentido culpabilizados por sus desgracias, por quienes tenemos la responsabilidad de desarrollar políticas efectivas para construir una sociedad próspera y equitativa?

 

Tomemos consciencia. Las desigualdades sociales, la inseguridad ciudadana y el temor, sin esperanza de que sean superadas, son caldo de cultivo para la violencia y destruyen nuestras posibilidades de una democracia basada en calidad de vida y participación ciudadana. Necesitamos un nuevo modelo de desarrollo, una nueva relación entre el Estado y la sociedad, como compromiso de todos para sentar las bases de un mejor país para todos. Mientras no lo hagamos, mientras nos distraemos en diatribas y acusaciones mutuas que no hacen sentido en la vida cotidiana real de las personas, familias y comunidades, mientras persistan el clientelismo, la corrupción y la concentración del poder y la riqueza, estamos sembrando “desesperanza aprendida” en nuestra ciudadanía marginada y preterida y estamos incubando “el huevo de la serpiente”.