Ontológicamente, nuestra vida orgánica procede de la presencia del alma en el cuerpo. La razón, por su parte, se sirve de su sustancia invisible para conocer el mundo y ordenarlo según la conciencia. Insistir en ignorar la realidad del alma no nos hará ningún bien. De hecho, toda la filosofía antigua le otorgó un lugar preeminente al ocuparse de la explicación metafísica de los seres, a quienes por cierto les atribuía un alma. Personalmente, siempre he sospechado que el origen de muchos de los malestares que afligen al hombre posmoderno, procede de esta porfiada negación del alma. Vivir y actuar sin tomarla en cuenta, a corto plazo, produce insatisfacción, y a la larga, apatía y desasosiego profundos.
El alma, a su vez, vive y se alimenta sólo de la verdad; para su sustento, necesita, exclusivamente, de cosas verdaderas. Por ejemplo, el deseo de inmortalidad que bulle dentro de nosotros no es otra cosa que nuestra alma respirando. También el hecho de que nadie, en su sano juicio, quiera morir o haga todo lo posible por conservar la vida, evidencia ese hálito íntimo que exhala el alma dentro del cuerpo. El suicida, en cambio, anticipa su salida del mundo porque en cierta manera ha dejado de sentir su alma y no puede soportar el ruido de su ausencia. Análogamente, el eutanásico ha ido más lejos en su negación y ha logrado persuadirse de su propio pesimismo, renunciando voluntariamente a su destino trascendente.
Por supuesto, para tener noticias de la propia alma no bastan los sentidos, hay que recibir al menos una mínima educación de la sensibilidad. Luego, esta educación de la sensibilidad es la que nos abre las puertas y señala el camino para descubrir nuestra alma. Hay también otra vía (como en mi caso personal), que es la de la intuición, pero esa es para unos pocos, pues, se trata más bien de fortuna, de pura e inefable fortuna.
El alma obra en nosotros y se nos revela a medida que entramos en contacto con las cosas verdaderas. A mí, por ejemplo, nadie me dio a escuchar las suites de Bach o las sonatas de Mozart; y durante mis primeros años de colegio, apenas la profesora de Lengua Española mandó la lectura de “Cosas Añejas”, o las “Novelas Ejemplares”, quedé deslumbrado por el universo de las palabras y su fuego sagrado iluminó mi destino, al punto que hasta hoy no sabría estar sin literatura. A esto me refería antes cuando hablé de descubrir la propia alma por vía de la intuición.
De igual modo, cuando cedemos el asiento a la anciana en el metro o damos comida al indigente, ese regocijo que de pronto experimentamos, además de nuestra recompensa, es el movimiento espontáneo del alma que ve satisfecha su natural inclinación al bien. Repito, el alma se nos manifiesta al contacto con las cosas verdaderas, que son a su vez las que, intactas, resisten al tiempo, renovándose ellas mismas en su lustre primigenio.
Algo semejante experimenté hace sólo algunos meses cuando visité uno de los grandes museos neoyorquinos, el cual, por su diseño, dimensión y ubicación ideales, suele figurar en los primeros lugares de mi lista de ocio. Allí dentro me topé con trozos de lápidas colocados aquí y allá, frases de neón circulando en espiral, recortes de periódicos de colores fosforescentes cubriendo paredes enteras, letreros en blanco y negro con fórmulas mecánicas y demás necedades. Asqueado, literalmente asqueado, y casi dirigiéndome a la taquilla para pedir cuentas de mis 30 dólares, opté por refugiarme en el cuarto piso hasta mi salida, donde además de sosegarme, logré complacerme un buen rato en la contemplación de los cuadros impresionistas. Luego, pedaleando dentro del Central Park y mientras atravesaba sus frescas avenidas arboladas, no dudé un instante en saber que, aquella tarde de septiembre en el museo, mi alma había protestado.
La amistad, como la música y la literatura, son cosas verdaderas que, si se cultivan con celo, nos facilitan el deber de descubrir nuestra alma; ciertamente, el alma hará poco o nada por hacerse notar, pues, en verdad se trata de un huésped taciturno, incapaz de llamar la atención, y que además habita un clima de inmarcesible silencio. Es por esto también que la muerte de alguien querido nos agobia tanto, porque de un modo que no sabemos explicar, sentimos sobre nuestra propia piel el resuello frío del agujero cósmico que abre en el mundo la salida del alma del cuerpo de esa persona que ha fallecido.
Y aunque más tarde el reconocimiento de la presencia del alma en nosotros nos signifique un trabajo singular, mediante el cual aprenderemos a descifrar el vocabulario de la conciencia y los sonidos profundos del corazón, también este trabajo singular nos convertirá en personas totales y sólo entonces podremos abrir las ventanas al horizonte y sentir el aire definitivo que estremecerá nuestro destino, comunicándonos el mensaje supremo: “ahora, sin temor, puedes entrar al bosque: la soledad y el silencio no te serán adversos”.