‘‘La cobardía es un consentimiento, existe solidaridad y participación vergonzosa entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo deja hacer’’ Víctor Hugo
‘‘Ahora, sí , cuando cada generación no es otra cosa que una desmedida voluntad de predominio, un anhelo egoísta, por ser, no importa el modo o la forma mezquina de alcanzarlo; porque, ciertamente, un aire de vulgaridad azota al mundo’’ Franklin Mieses Burgos
Su armadura portentosa, fría, iracunda y a la vez irreal es la personificación de la irracionalidad del poder. El vértigo a las alturas y la impasibilidad ante el crimen reflejan el asomo de la locura y la ignorancia ante la esencia de lo humano, el engendro de un espectáculo de valentía. La violencia desde todos los tiempos pensables, no es solo un acto simbólico de insinuación o de ejercicio tangible del dominio y de la maldad. La perversidad y la transgresión en la fisonomía psicológica de los actores – criminales y cómplices- que perpetraron el holocausto judío, nos conducen a la reflexión de cómo en nombre del estado se justifica el adoctrinamiento y el condicionamiento planificado para una ética de la violencia. Es necesario relacionar los eventos de la historia nacional con períodos de profunda crisis en la más reciente historia de la humanidad, para entender el fenómeno cada vez más frecuente del hostigamiento psicológico en las organizaciones, escenario fecundo para el modelamiento de conductas erráticas, expertise para la coerción institucional como herramienta de poder.
La adhesión pérfida de las conciencias colectivas con personajes autoritarios depositarios del poder institucional, es un tema merecedor de análisis más allá de lo puramente descriptivo. Estas demostraciones de dominación y sumisión deleznables, se han convertido en el análisis recurrente de psicólogos, psiquiatras, neurólogos y profesionales de la conducta social. Los comportamientos observables y simbólicos del despotismo, se expresan en el menosprecio a la dignidad humana, intolerancia a la otredad, persecución velada, desvirtualización de hechos o situaciones, así como la falta de civilidad ante simples expresiones rutinarias de convivencia. Las actuaciones arbitrarias, el uso de la fuerza y la persecución son los primeros síntomas del naufragio emocional de las instituciones. En la psiquis cultural e individual de nuestra sociedad ya está pre condicionada la realización de comportamientos fallidos y repetitivos – viscosa herencia de dictaduras y represiones políticas- magnificados por la necesidad de arraizar bajo el imperio de la autoridad los rituales eternos de la coerción sistemática.
La utilización de medios de vigilancia y persecución, desde la presencia militar-represiva instaladas en unidades gerenciales y técnicas de naturaleza civil, a la transferencia de la coerción de los acólitos y confabulados que acompañan a la máxima autoridad en el festejo del liderazgo situacional – estigmatización del adversario, humillación pública, vigilancia tendenciosa, efecto de colusión de víctima y protagonista, seducción perversa, méritos sustraídos, envidia, aislamiento, quiebre moral de los equipos ‘’divide y vencerás’-, entre otras características puntuales analizadas por destacados científicos y profesionales de la conducta humana, instrumentan el poder para la reproducción del hostigamiento psicológico y moral. De esta manera la autoridad delegada por el superior ejecutivo, sea que corresponda a un gobierno, partido, o una determinada organización, toma como excusa la necesidad del total control y seguridad institucional en nombre del estado u organización en aras de salvaguardar los mejores intereses de los mismos; convirtiéndolos en un espacio mudo y permisivo, tierra fértil para las hazañas de manipulación y asociaciones enfermizas de los unos contra los otros. La distorsión de la realidad juega un rol significativo en todo este proceso de manipulación, sumisión, y usurpación de lealtades.
La percepción del otro, a través de la construcción del estigma, es ahora el adversario –el enemigo– , el obstáculo para la seguridad del grupo. Por lo tanto la coerción y el hostigamiento se convierten en la herramienta más accesible, invisible y eficaz para imposibilitar cualquier cambio que contraríen los mejores intereses institucionales. Se condicionan respuestas y soluciones, para actuar en defensa de una supervivencia salvaje, apresurada y a toda costa, se va construyendo el proceso de diabolización y deshumanización del adversario, premeditando la caza y actuando en los momentos convenientes, prestando atención exclusiva a la construcción de la percepción condicionada de lo que se quiere oír y conocer; toda una estrategia de confrontación para la supresión del otro. Las más disímiles personalidades se deleitan en esta coerción tendenciosa, fruto de intrigas, de consortes que se retribuyen favores y satisfacciones a través del acto impúdico de la complicidad y el acuerdo; seguro de vida para la permanencia y sobrevivencia institucional. Es así que víctimas y adversarios, quedan entrelazados en un espiral enmascarado de verdades y falsedades, como un suceso dramático sin fin. En consecuencia, la virtud y la decencia se convierten en un traje hecho a la medida, los actores principales y secundarios entran a la escena, el habilidoso y sigiloso maquinador espera detrás del telón, para adelantar el entreacto del deceso final.
Esta lugubridad de resentimientos, no ha podido ser restaurada, mucho menos mutilada o reprogramada en la conciencia social. Es la fotografía pasional de una de las reacciones más profundas y detestables de la condición humana; raíz y causa de crímenes, malquerencias, envidias y desvalorizaciones.
La prisión de los conflictos del no ser, se resoluta con la connivencia de los de «arriba y los de abajo», la voluptuosidad en la conquista del adversario, la dispersión del olvido y el naufragio de los más débiles por su condición de género, la naturaleza de sus relaciones sociales y económicas o de sus ataduras políticas visibles e invisibles. Los más elementales valores humanos agonizan en un círculo sempiterno de defensiones recíprocas de los unos contra los otros. Es un ritual esquizofrénico – endemoníaco para muchos- que acrecienta el ensañamiento de la venganza, a través del arte de la condescendencia y el disimulo de la mentira. Pero cuando la maniobra de confrontación con el ‘’adversario’’ rebasa los límites de lo éticamente aceptable y se exacerba la persecución, entonces ocurre la brutalización de la violencia como resultado del hostigamiento psicológico extremo. La respuesta coherente y saludable ante esta situación será salvaguardar ante todo la integridad y la dignidad hacia sí mismo, mantener los principios y anclas de referencias, asumiendo estoicamente las consecuencias que de ello se deriven, por lo tanto las disculpas y la condenación estarán ausentes en la postrera y esperada ceremonia del perdón.
Hay quienes se consideran expertos en construir su historia con renglones torcidos y pluma envenenada. La ergástula del conflicto en la tenencia del poder es un episodio de contínuas traiciones, el Acto de Fe ante la Suprema Autoridad, es la Salvación Individual: Judas es el símbolo occidental de la negación y la traición. Judas Iscariote se redime ante el poder con el silencio de la entrega: la omisión del conocimiento del otro. Con la premeditación consciente de la culpa, anticipa su muerte espiritual -vergüenza y búsqueda de clemencia-; leitmotiv del abandono y soledad de Cristo.
Este abandono propio del sufrimiento, así como la lucha por la supervivencia es reflejada certeramente por Théodore Géricault en su famoso cuadro ‘’El naufragio de la Medusa’’ – redención pictórica al hundimiento y salvación de los sobrevivientes de la embarcación francesa del mismo nombre-; emancipación de lo más íntimo del conflicto humano ante la salvación individual, perpetuada en la reconstrucción inexorable de rencores mutados, exclusiones y arrogancias permitidas; una apostasía del suceso como tragedia, una metáfora al heroísmo, la solidaridad y la resistencia de la dignidad humana ante el naufragio de la racionalidad. Es a través del testimonio de los sobrevivientes y particularmente de dos testigos de excepción, el cirujano Henry Savigny y el cartógrafo Alexandre Corréard, quienes en su diario de travesía relatan las más escabrosas formas e interioridades del naufragio.
Una población de 250 personas de todas las clases sociales, iban en un viaje de expedición para reconstruir la civilización en Senegal, la caída de un niño al océano fue el primer signo de presagio de la tragedia. El niño es lanzado a las aguas en un viraje violento de la embarcación, el Capitán y el Comandante de la nave no intentaron realizar las maniobras para rescatarlo, así ante la incompetencia de dirigir la nave y enrrumbarla en pos de su salvación, amén de la arrogancia del Gobernador y su séquito, abstraídos por el orgullo y sin prestar atención a las voces de los técnicos; el temor de los pasajeros se hace realidad ante el peligro de lo que se avecinaba-. Los conflictos de poder y la ausencia de un liderazgo conciliador provocaron que la balsa varara en el arenal del atlántico Arguin. Estaban dadas las condiciones para que un naufragio se convirtiera en una tragedia: despotismo de los mandos y subestimación de las sugerencias de los técnicos, hacinamiento e insuficientes botes salvavidas que garantizaran la vida de todos los pasajeros, así como la planificación y selección discriminatoria de quienes tenían que ser salvados. El hostigamiento y acoso hacia Savigny de parte del gobierno y la corte, para acallar el testimonio de lo ocurrido no se hizo esperar. Se violentó la seguridad y certidumbre de los pocos testigos sobrevivientes: » Atacaron a Savigny difamándole para destruir la credibilidad de su relato, Hicieron que perdiera su empleo, se arruinara y le hostigaron con la policía secreta hasta que tuvo que esconderse haciéndose invisible«.
Simple y complejo a la vez, es el hostigamiento desde el poder –temor, arrebatamiento, intimidación, envidia, dominio, confusión- todo abigarrado en un mosaico de bajas pasiones. Al final, solo queda una invitación al estallido del silencio, al juicio irremediable de la fuerza del tiempo: « porque, ciertamente, un aire de vulgaridad azota el mundo».