Vivimos una época y un tiempo en los que el individuo tiene horror al dolor y miedo al sufrimiento. Todos sabemos que vamos a morir, pero nadie quiere morir angustiado ni corroído por una enfermedad dolorosa y aniquiladora. Todo el mundo quiere ser feliz, anhela la felicidad y el placer, y, por tanto, nadie quiere vivir la experiencia del padecimiento. De ahí que el ser humano tienda a evitar el dolor, y trate siempre de vivir una vida de placer sin límites y de felicidad plena. Olvida que la verdadera experiencia reside en experimentar, aunque sea levemente –o alguna vez en la vida–, la experiencia del dolor. De ahí que viva constantemente usando paliativos, anestesias y antídotos contra el dolor: tanto del dolor fisiológico como del dolor mental. Para el filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, las sociedades antiguas tenían una relación más cercana e íntima con la muerte y el dolor: no les temían ni huían. Tanto el dolor como la muerte eran enfrentados con decoro, valentía y dignidad, y aun con resignación; sin embargo, en el mundo actual, no. Ocurre que el dolor es visto como una experiencia negativa, una infelicidad y una tragedia; y el placer, en cambio, como una experiencia positiva, dichosa y de felicidad suprema. Y esa negatividad o negación del dolor se ha extendido a la esfera social. De modo que, el hombre contemporáneo ha postulado la tentativa de expulsar todos aquellos conflictos que podrían provocar experiencias dolorosas para instalar así un estado social o una “sociedad paliativa”. Ante el más mínimo dolor de cabeza o muscular, apelamos a un calmante o analgésico que nos calme o elimine el dolor. Nos olvidamos que se aprende más del dolor que de la salud, ya que el dolor es un síntoma, un aviso –o sobre aviso– de un mal, de una enfermedad: impedimos que los órganos nos hablen a través del dolor. Si la salud es el silencio de los órganos –como decían los antiguos griegos–, el dolor de una enfermedad es un lenguaje, un signo de alerta, un ruido, del quiebre de la salud. Un dolor es pues una seña, una alarma. Byung-Chul Han habla de una “hermenéutica del dolor”, la cual no debe dejársele solo a la medicina, sino que se extiende al ámbito de la sociedad, a conflictos dolorosos de índole político y social. Han introduce, además, el concepto de “algofobia o fobia al dolor, un miedo generalizado al sufrimiento”. Extiende el concepto a una posdemocracia, que busca paliativos y reformas para evitar confrontaciones, a través de argumentos, movidos por las presiones del sistema capitalista o del orden social, a lo que este filósofo denomina, “democracia paliativa”.

La positividad busca negar todas las formas de negatividad, y el dolor es la forma más concreta de lo negativo, pues la salud es lo positivo. Como se nos educa para el optimismo, la vida, el bienestar y la felicidad, nos resistimos al pesimismo, a la muerte  y al atraso. Hay así una educación del pensamiento positivo, en que hay que sonreír a la vida, a los males, a los pesares, aun a las tragedias leves y a los dramas personales pasajeros. Han cita, en ese sentido, el libro Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, de Ehrenreich, quien critica el estilo de vida contemporáneo y plantea el dilema de sonreír o morir: “Rio, luego existo”. (Ni “Siento, luego existo”, de Rousseau, ni “Pienso, luego existo”, de Descartes).

La evasión del dolor actúa como psicología de resiliencia ante situaciones traumáticas. La meta es, entonces, el rendimiento. En tal virtud, la psicología de la positividad estimula el uso de medicamentos para garantizar un estado de felicidad permanente, un oasis de satisfacción. Este comportamiento se ha convertido en una ideología del bienestar, así como se acentúan los dolores físicos y las perturbaciones psíquicas, a fin de lograr un mayor rendimiento productivo. Se le huye al dolor y a la tristeza, ya que equivalen a un signo de debilidad, y, por tanto, hay que atenuarlos u ocultarlos, pues impiden el rendimiento y el desarrollo. Se trata de una ética del placer y una moral de resistencia al dolor de los órganos y de la mente. O, más bien, de un olvido de la existencia del dolor humano a cambio de disfrutar el carpe diem, de la vida como soplo de aire y como plenitud del cuerpo y del espíritu.

El dolor ha sido satanizado, demonizado, y, por ende, se le mutilan sus posibilidades de manifestarse. No se le permite hablar: ha sido enmudecido. El dolor se oculta; es un tabú del carácter y un signo de debilidad de la voluntad.  Apenas sentimos el más leve dolor, lo neutralizamos con algún analgésico. Hay que matar el dolor antes de que aparezca y mate al paciente. Hay que erradicarlo antes de que inicie su crecimiento y desarrollo e invada el cuerpo, o se manifieste. Vivimos, en efecto, en un mundo paliativo, que disipa el dolor, a cambio de olvidar el sufrimiento y escapar del padecimiento. Es decir, vivimos en una huida y un horror al dolor porque es señal de una enfermedad; y porque el dolor nos condiciona y nos prepara para la muerte, y el cuerpo se entrega a su desaparición. El dolor, en efecto, nos educa el cuerpo, y su potencia destructiva, termina con la pérdida del amor a la vida y la resignación ante la muerte inminente. Sumergido en una sociedad paliativa y en una época del “me gusta”, nos privamos de la experiencia y la posibilidad del dolor como expresión de un síntoma social o humano. El cuerpo, en consecuencia, está “condenado a enmudecer”, impedido de manifestar su discurso de padecimiento. Por tanto, la vida actual rechaza toda señal de dolor y se transforma así en una sociedad cosificada, acartonada y muda. Este estilo de vida parece estar dominado por el imperativo categórico de ser feliz, de una búsqueda de felicidad irracional, ciega y desenfrenada. Y esta constante anestesia nos impide el autoconocimiento, el conocimiento interior y la reflexión, disipando toda posibilidad de ver la verdad de frente y en carne propia.