El avasallamiento de nuevos modos de conducta sobre otros, en esta y en otras sociedades, ha ocurrido a través de la historia. Ahora se producen en corto tiempo, secundados por una poderosa estructura mercadológica interesada en complacer al consumidor; y una clase política temerosa de adversar a futuros votantes.

Esas nuevas formas de ser y actuar no encuentran contrapeso adecuado al intentar imponerse; ni un Estado interesado en ofrecerlo. Es un fenómeno social preocupante, amenaza valores judeo-cristianos y una cultura tradicional, que, aun dentro de su conservadurismo, promueven el humanismo, la educación y muchas costumbres burguesas que contribuyen a enaltecer a este país.

Si antes se miraba hacia arriba, hoy una parte de la juventud mira con desparpajo hacia abajo; desprecian el intelecto y se concentran en la entrepierna: el culo sustituye al pensamiento.

Es una transformación a todas luces retardataria, sensorial y primitiva; exige que la vulgaridad predomine sobre el refinamiento y la buena educación. Esto sucede en un colectivo vulnerable por su ignorancia, pobreza y maltrato. Se invierten valores, prejuicios, y hasta se crean nuevas discriminaciones.

En lugar de invitar a salir del barrio, nos invitan a entrar en él, aceptando su peor versión:  resentido, violento, mísero, adicto y analfabeto. No son pocos los intelectuales y sociólogos que debaten esta singular y progresiva deformación cultural esforzándose por entenderla.

Escribo nuevamente sobre el tópico, sin aportar novedades ni soluciones, como una antesala para recomendar un ensayo: “La condición chopa dominicana”, del profesor, urbanista, poeta y pensador, Miguel D. Mena. Su ensayo, publicado hace unas semanas en este mismo diario, debería tenerse en cuenta al intentar profundizar en lo que viene alarmando a los que todavía, desde un irrenunciable cariño, se preocupan por el futuro dominicano.

Aun sin estar de acuerdo con el uso de la palabra chopo, para enmarcar la totalidad del fenómeno, considero que es un trabajo enjundioso, documentado, histórico, y de citas pertinentes y pedagógicas; permite conocer el gradual dominio de la vulgaridad y la simpleza iletrada en la que está inmersa la juventud, la política, los medios, y esa música estridente y elemental que repiquetea noche y día.

Enseña que venimos desde lejos luchando entre lo que hemos sido y lo que hemos llegado a ser; entre nuestro carácter evolutivo y nuestro carácter teatral: “Desde los soldados de Bartolomé Colón hasta David Ortiz y El Alfa, la historia dominicana se resume en la frase “mírame hasta donde he llegado”, como si todo éxito fuese vía conducente al relumbrón, al aplauso, al jolgorio. Ese acento en el aspecto del consumo, de la exhibición, la obsesión por validación social, la reafirmación de puesto simbólico de prestigio en la sociedad es lo que ha confirmado la condición chopa del buen dominicano contemporáneo”.

Con las conclusiones del profesor Mena, envolveríamos también a urbanos, narcotraficantes, políticos, funcionarios, y hasta personajes que fungen de “popis” y oligarcas.

El ensayo vale para coloquios, mesas redondas y debates (difícil de lograr entre nosotros), pues cada párrafo invita a repensar y a querer desglosar el avasallamiento y lucha entre diferentes maneras de actuar del dominicano.

Es un esfuerzo por contextualizar e intentar entender la falta de educación, el predominio de las caderas sobre la cabeza, el deterioro del lenguaje, y la simpleza lírica y melódica alcanzada por nuestra música; sin tener, como en otras sociedades, un contrapeso de refinamiento, sofisticación, y buen ejemplo de parte de las clases dirigentes.

Al fin al cabo, pésele a los chopos y a los barriales – o como finalmente terminemos llamándoles – desde que a nuestra especie comenzó a agrandársele la cabeza, ha luchado por salir de las cavernas, por civilizarse. En ningún momento miró hacia atrás. Dejó de cohabitar al aire libre, adquirió pudor, refino su lenguaje, creó sofisticados instrumentos – incluyendo los musicales – y mantiene un permanente esfuerzo por educarse.

Lo contrario a esa aspiración humana por saber y adquirir las virtudes de sus dioses, no es más que el retorno al hedor de las cavernas, al tun-tun, a comunicarnos por señas, y a volver a guiarnos por la parte más pequeña de nuestro cerebro: la instintiva.