Es difícil indicar a otros lo que debe o no debe hacer en su ámbito profesional. Ahora bien, hay cuestiones que se han prestado para los más oscuros intereses que conviene desvelar bajo el criterio de búsqueda constante de la verdad; aunque uno no se sienta portador de esta última. Como dijo Amonio de Hermia atribuyéndole a Aristóteles estas palabras: «Platón es mi amigo, pero más amiga es la verdad».

Cuando un historiador o cualquier otro profesional que analice la vida social atribuye a la identidad nacional cuestiones relacionadas con la tradición, el habla, la religiosidad y las costumbres solo está obedeciendo a intereses espurios o bien repite una falacia instaurada como verdad histórica: la unidad de un pueblo. Ya he mostrado en otro momento cómo la idea de unidad es un esquema mental que nos viene desde lejos y a partir del cual filtramos e interpretamos la vida social. Es cierto, nos da mayor seguridad plantear una supuesta unidad en las cosas cuando en la práctica, en lo real de la realidad, la unidad la establecemos nosotros y no está en el fenómeno mismo.

La unidad de la nación es una idea muy productiva, pero no es una realidad empírica. Buscando la unidad de la nación es que se han establecido criterios más o menos uniformes como la religión, la lengua hablada o el conjunto de conductas socialmente compartidas por un grupo humano que puebla, prácticamente, el mismo territorio. Así, es fácil encontrar unas supuestas raíces de la identidad nacional en aquellos elementos comunes al grupo humano que habita el territorio y que lo diferencia de otros grupos humanos. Es la manera más simplona de decir que la unidad nacional y la identidad nacional, que vienen a ser lo mismo bajo este esquema, están en las costumbres, la religiosidad, los espacios emblemáticos, la manera de expresarse, etc. A esto es lo que hemos llamado identidad como folclor o simplemente el folclorismo identitario. De esta manera, unir la identidad a la memoria como conciencia histórica solo hay un paso. El resto, ya lo sabemos: manipulaciones del pasado, diferenciaciones excluyentes de ciertos rasgos y ciertas voces en la constitución de lo nacional y un largo etcétera.

Dice Paul Ricoeur en un artículo sobre la identidad narrativa que esta manera de unir identidad colectiva e historiografía se debe a una falsa analogía entre la identidad individual o personal y la identidad colectiva o nacional. Es más, voy más lejos, a partir de las reflexiones críticas de Gales Strawson sobre la supuesta unidad de una vida y la memoria episódica: ¿somos acaso una unidad? ¿No es la unidad una ilusión de mal gusto? ¿Dónde se encuentra eso que solemos llamar «unidad del yo»?

En la gran novela latinoamericana que es Rayuela Julio Cortázar aborda esta cuestión cuando coloca una discusión entre La Maga y Oliveira en estos términos: «-No, no sos capaz. En fin, vamos a ver: tu vida, ¿es una unidad para vos? —No, no creo. Son pedazos, cosas que me fueron pasando…». Esto nos da una idea de lo importante: la unidad la creamos nosotros a partir de los trozos de la memoria. ¿Quién dijo que la memoria recuerda fielmente lo sucedido? ¿Cuánto de verdad hay en un recuerdo borroso de lo sucedido?

Si sostener esta conexión entre la identidad y la memoria, en el caso del individuo, resulta tan problemática ¿por qué seguir con la falsa analogía y relacionar los hechos del pasado de un pueblo con la identidad colectiva? ¿Por qué seguir sustentando la unidad colectiva a base de rasgos folclóricos cambiantes? La razón más convincente es la siguiente: mantenernos discutiendo sobre el pasado es solo una estrategia para no ver el presente y, ante todo, para impedirnos proyectar un mejor mundo posible y exigir una mejor nación en el presente.

La cuestión de la identidad, individual o colectiva, es compleja. Las posturas teóricas sobre ella han dado bastante luces sobre la importancia de la reflexividad y la experiencia humana del tiempo en la configuración de un sí mismo. La conexión entre memoria e identidad es una posibilidad teórica, pero trae más problemas que soluciones. Urge pensar la identidad como compromiso ético y ciudadano.