Hemos visto cómo en Los manuscritos de Alginatho la otredad, el final, la cruz y las fuerzas de la irracionalidad dogmática de la religión golpea la moral de los protagonistas que intercambian roles como testigos, narradores y comisionados del crimen y la tortura. Todas las historias particulares de esta novela son confluyentes y pensadas por el propio autor y los personajes que presentifican la ruina de los sujetos implicados en las tramas, el pecado, la culpa y la desgracia avaladas en la línea de acciones destructivas motivadas en las continuas secuencias progresivas de la historia de base.

La cursividad del relato en esta obra es intensa y lograda por la suma de sus ritmos sintácticos graves y confluyentes que van desarrollándose de forma inferida y sujetas a la lógica diasincrónica de la novela misma, habida cuenta de la verosimilitud de aquello que se narra también de forma tópica y combinatoria. Sin embargo, las bases iconográficas que sugiere esta dantesca novela exigen una metalectura de sus imágenes generales particulares, que aseguran el registro de un contenido conflictivo para un viaje imaginario en un teatro simbólico y espectral:

“Entonces recordé al señor obispo cuando hablaba desde el púlpito de la capilla de seminario precisamente de animales imaginarios, animales gigantescos dispuestos a tragarnos por mandato expreso del Señor, si nos descarriábamos de su camino… Un día vendrán y nos devorarán a todos –decía el señor obispo, exaltado-. Y esos animales no están en nuestra imaginación… No, ellos existen, como todo lo legado por los pueblos antiguos, con sus leyendas y mitologías, unas escabrosas, otras impresionantes”. Así, al recordar estos pasajes y sentir al mismo tiempo la voz de la muchacha de mi infancia, creí oír al profeta Daniel mientras contaba uno de sus tantos sueños, porque si hubo un profeta que soñara en  vida ese fue él”. Escuché su voz serena, grave y dulce. Dijo que había visto irrumpir en el mar Grande los cuatro vientos del cielo y vio salir cuatro bestias, diferentes unas de otras. La primera era aleonada con alas de águila; la segunda idéntica a un oso; la tercera parecía un leopardo con cuatro alas de pájaro sobre su dorso y con cuatro cabezas. Cuando vio la cuarta bestia se asustó porque era fuerte, con grandes dientes de hierro. Devoraba y trituraba todo lo que encontraba a su paso.” (Vid. P. 276).

En efecto, los referentes relativos a la vida y obra de Dante Alighieri y sus obras (Vita Nuova y La divina comedia) se respiran y aparecen como procesos intratextuales e intertextuales en esta obra gigantesca de Haffe Serulle, que además hace uso imaginario de los manuscritos religiosos, bíblicos, protocristianos y medievales, en el orden constructivo, alegórico y semiográfico. De ahí la calidad técnica, temática e intencional de esta novela.

Veamos cómo el siguiente bloque logra incidir y dinamizar en el orden troncal y épico de los acontecimientos narrados por una memoria sostenida en vínculos religiosos, pugnas y conflictos:

“Tras la muerte del napolitano, el papa en persona –se dijo- dio instrucciones de que lo enterraran bien lejos de Italia, preferiblemente a una de las islas del Caribe, territorios que por lo general recibe con algarabía los desperdicios morales y materiales del viejo continente. Sin darnos cuenta, el muchacho y yo habíamos abandonado el pasillo del sótano y volvimos a entrar en el cuarto. Nos sentamos en un ancho butacón de caoba centenaria, colocado al lado de la cama donde reposó el señor obispo. La atmósfera de muerte había aminorado y se podía hablar sin que el humo de las velas obstaculizara nuestra respiración. Sentados, él con las piernas cruzadas, la derecha sobre la izquierda, y yo con las manos apoyadas en las rodillas y los hombros echados hacia delante, escuché su voz, un poco más ronca. “Al principio nadie sabía nada de estos entierros –susurró el muchacho-. Años más tarde un anciano sacerdote, oficinista de por vida en la sede la casa arzobispal, le habló de estas historias a un barbero”.

Los ejemplos anteriores definen cada vez más las líneas de significación temática y formal de las novelas que dan cuenta de temas institucionales, épicos y epocales. Autores como Thomas Mann (Carlota en Weirnar), José y sus hermanos), Umberto Eco (El nombre de la rosa y Baudolino), Robert Graves (Yo, Claudio), Ken Follett, (Los pilares de la tierra), Marguerite Yourconar (Memorias de Adriano), Miguel Delibes (El Hereje), Robert Shea (El Sarraceno La trilogía de los Iluminatus Resurretio), Judith Mekle (Una mujer en la tormenta), Rebecca Gablé (El segundo Reino), y otras del mismo género.

En la concepción del narrador y dramaturgo Haffe Serrulle, novela y sociedad, novela e historia, novela y crítica social se entrelazan como escritura, confesión y testimonio. Obras como Las tinieblas del dictador y El plan perfecto de Poncio Pilá y La verdadera historia del generalismo, han construido y reconstruido personajes, contextos y condiciones históricas a través de la novela.

En Los manuscritos de Alginatho se practica la resonancia de voces y diálogos internos donde los personajes envueltos en fórmulas tormentosas, acusaciones y violaciones a los protocolos y principios teologales, señales y prácticas heréticas que marcan  las acciones de comisionados, sacerdotes y autoridades eclesiales, tanto el comienzo y el desarrollo de estas novelas confluye en el intenso final con cardinales narrativas que constituyen un corpus, una denuncia en contra del rostro histórico y las confesiones delictivas de las autoridades eclesiásticas.

En efecto, la novela denuncia aspectos oscuros de las herejías hacia el final volcánico. El texto habla, supura y se abre a los estados salvajes de violencia, los personajes se desnudan mediante estrategias vocales y contrastantes, tal y como ocurre  en el siguiente bloque narrativo y secuencial:

“La confusión me aturde. ¿No ha sido, acaso, la pérdida de tu hombría el fenómeno más trascendental, doloroso y amargo de tu existencia? Si vienes con nosotros, te devolveremos tu energía”. No sé si sonreír o llorar. Involuntariamente mi mano izquierda se va hacia mis muslos y registra mi tronco dormido. De repente, las dos mujeres exhiben sus pezones, rosados como el cielo cuando está lleno de magia. La risita del señor obispo es cada vez más chillona. Es como si se riera de mí. Su risa contagia a las mujeres. “Tira esos papeles al zafacón del olvido –proponen ellas. Deja de escribir, Alginatho. Deja eso, hombre; deja eso y ven a gozar con nosotras”. Sus movimientos me seducen. Mi nombre borbotea en sus labios de melaza. Me refrescan la boca con su dulzura y con las manos me registran la blancura de los vellos. Aún no sé quiénes son estas dos mujeres, las únicas, por cierto, que a excepción de mi madre y mi madrasta se han dignado a visitarme en medio de estas sombras y neblinas. Ellas están empecinadas en mostrar sus rostros angelicales, pero el crucificado, airado, arroja sangre sobre mis papeles, y ellas entonces se alejan asustadas de este espacio cada vez más patético y sombrío. En los costados del crucificado se abren huecos profusos, de donde salen caños de espumas grasientas, y más sangre; mucha sangre. Las espumas se riegan por el escritorio y las hojas navegan como pequeñas embarcaciones a la deriva. El señor obispo se desnuda. Las espumas lo salpican. Las mujeres van hacia él y le lamen la cara. Él exhala soplos intempestivos. El comisionado se separa de la cruz. La cruz se eleva, rompe el techo y sale disparada hacia lo infinito. Los pies del comisionado se afincan en el escritorio. El señor obispo está en pelota y jadea como hacía de joven cuan se regocijaba de sus calenturas ante los primorosos encantos de las vírgenes. Las mujeres, una delante y otra detrás (¿Acaso son mi madre y mi madrasta juntas?), lo ayudan a encontrar la libídine ansiada por él. El comisionado enseña sus manos descarnadas.” (p. 724)

El flujo y los núcleos del ejemplo anterior certifica y empuja las ocurrencias propias del final de la novela. La fabulación crítica es una suma dialógica y monológica de los narradores de una historia monstruosa y contradictoria mediante la cual el personaje quiere arrancarse los ojos. Todos los testigos y autoridades heréticas sangran por las diversas heridas del cuerpo “demonizado” y afectado de los personajes:

“Yo no aguanto más este suplicio, y lo más increíble, mis manos continúan escribiendo al margen de mi conciencia. Ahora sí quiero morir, lo confieso. Me gustaría ver mi cabeza desplomada sobre esos escritos, y mis manos cortadas. Quisiera dejar de escribir definitivamente. Deseo morir, digo. No tiene sentido vivir en estas condiciones tan deplorables. El señor obispo, al oír estas palabras, se regocija y no lo esconde. “¿Cómo puede él regocijarse  de mi amargura si me quiso tanto en vida?”, pienso. Me da miedo su risa porque es fría… cadavérica. El comisionado, sorpresivamente, ha vuelto a mi lado. Está rabioso. Supera la rabia de una fiera ofendida y me muerde. Intenta arrancarme los ojos. Sus colmillos me hieren el cuello. Sangre por doquier. El señor obispo y las dos mujeres también sangran, pero no se cansan de manosear. “Soy tu padre, Alginatho; soy tu padre” es mi voz, como antes, que serpentea en los labios del muerto. De tanto sufrir, no me cabe más dolor en el alma. Estoy encogido en la silla. Detenga la vista en la desnude de las dos hembras y me regodeo en sus partes pletóricas. “No diga más que usted es mi padre –le exijo al comisionado-. Mi padre es el otro.” “¿El otro?”, pregunta él, fuera de sí. “Sí, el otro”. Y él, confundido, grita: “¿Quién es el otro?”. Tomo aire y le digo: “El que no ha venido”.  Sí, el otro es ese que aún no ha venido”. “¿Y por qué no ha venido?” “Por Dios, déjeme tranquilo. Déjeme aquí solo, se lo ruego.  Él vendrá a buscarme”. “¿Él?”. “Sí, el otro”. Y él, impresionado, deja de  morderme. “¿Quién es el otro?”, insiste él, que soy yo. “El otro es el que quise ver y oír”. “¿Y lo viste?”. “No”. “¿Y lo oíste?”. “No, tampoco”. He enmudecido para siempre, sospecho. El comisionado se pierde en la humedad del vapor. Ahora nada más están conmigo el señor obispo y las dos damas: él está callado y ellas lloran. (Ibídem.)

Así las cosas, la contigüidad y complejidad de la confluencia final presenta un malestar de situación con varios acentos de voces escriturales motivadas y por el tejido conflictivo que presenta el fondo de estos manuscritos que a través de sus narradores piden ser sacrificados bajo la figura de una muerte y el entierro de un ser condenado y enterrado en base a una memoria del castigo eterno.

“¿Por qué he de perdonarlas?”, les pregunto desde mi silencio. Ellas no responden porque prefieren seguir llorando. Después se desvanecen. El señor obispo me regala un halo de caricia. “Descansa, Alginatho; descansa –susurra-. Suelta esa pluma y vete a dormir eternamente”. Entonces sus palabras hacen maromas sobre mis papeles al mismo tiempo que el traje arzobispal abandona mi cuerpo y vuelve otra vez al suyo. Y así, con todo y trono, lo veo desaparecer de este estrecho horizonte. Ya no tengo ni un rayito de aliento en los pulmones, y la oscuridad me consume, pero no es que haya oscurecido nada: es que mis ojos se han quedado sin luz sencillamente. Y sigo escribiendo. Sí, sigo escribiendo cuando allá, a lo lejos, precisamente donde termina la oscuridad, veo cómo avanza sigilosa, tirada por dos mulos con penacho y gualdrapa negra, la carreta que trasladó de la iglesia al cementerio el féretro de mi inolvidable amigo el viejo peletero. (Ibídem.)