Pretender borrar de un tirón tas ideologías es, como diría Cervantes, propinar un puñetazo al cielo. Vano intento. La existencia de la ideología es una realidad tan palpable como la vida misma. Superfluo, y por lo demás anticientífico, sería el intento de negar su vigencia.
Ante todo, la ideología es una concepción del mundo y de la vida. Forman parte de ella los hábitos, costumbres y representaciones de la gente. Uno de los descubrimientos más importantes de la sociología moderna es haber demostrado la relación entre la ideología y la organización de los hombres en clases, grupos o estamentos sociales.
Según esta concepción las ideas de todo tipo no nacen del aire ni son el resultado del capricho de cada cual, sino que en última instancia tienen su basamento en las condiciones materiales de existencia de la gente, o sea, en los vínculos sociales que surgen entre los hombres en el proceso de producción. Marx en su célebre “Contribución a la Crítica de la Economía Política”, afirmaba lapidariamente que no era la conciencia (ideas políticas, religiosas, artísticas, jurídicas, filosóficas, etc.), la que determinaba el Ser (estructura económica), sino por el contrario, era el Ser el que determinaba la conciencia social. Y de ahí estableció su tesis acerca del predominio de la base económica de una sociedad (o de un modo de producción para decirlo en un término más riguroso) sobre la llamada superestructura política, jurídica e ideológica.
Se puede estar o no de acuerdo con esta tesis, sin embargo, está fuera de dudas de que a partir de la difusión de la misma y su debida comprobación por la marcha del movimiento real de las sociedades, la ciencia social experimentó un gigantesco salto en su comprensión de los mecanismos que regulan las leyes sociales y las tendencias del propio desarrollo y evolución de las formaciones económicas y sociales.
Tomemos un caso concreto. El ejemplo de Juan Pablo Duarte. Su “ideal” era convertir la parte oriental de la isla en una República independiente. Pero, esta concepción no era suya propia, sino que encarnaba aspiraciones e intereses sociales y económicos de una parte importante de la población de la época. Además, el ideal independentista de Duarte formaba parte de una corriente política que sacudía toda América Latina y que tenia sus raíces en el movimiento filosófico y político que se originó con la revolución independentista norteamericana y francesa de a finales del siglo 18. Es decir, las ideas de los hombres en su más amplio sentido se forman de manera directa o indirecta como resultado de esos mismos hombres quienes están organizados socialmente. Y así surgen las ideologías (políticas, religiosas, jurídicas, filosóficas, etc.).
Todos estos razonamientos vienen al caso ahora que presenciamos cómo algunos teóricos de la revolución tecnológica y del empirismo sociológico defienden la tesis de la extinción de las ideologías. Sobre todo, de la ideología política. Sostienen que ante el “fracaso” de los sistemas políticos (socialismo, capitalismo, etc.), las ideologías que los sustentan han dejado de ser atractivas para las masas, han resultado ineficaces y perdieron su vigencia. En su lugar proponen el apego al pragmatismo político, esto es, distinguir lo bueno o lo malo en función de los resultados, lo que vendría siendo una especie de culto al utilitarismo a lo Jeremías Benthan, el sociólogo ingles que defendía la teoría de que sólo era verdadero lo que fuera útil. Aquí en nuestro país dicha tesis se expresa en la llamada “ideología de la eficiencia”.
Naturalmente, todo esto es pura basura, para expresarlo con una palabra de moda. La ideología política no puede extinguirse, sencillamente porque el quehacer político, como actividad del hombre en sociedad no ha cesado ni cesará jamás. Mientras exista la sociedad, tal y como la conocemos dividida en grupos con intereses particulares.
El argumento de que tal o cual ideología ha fracasado es otra discusión. Las concepciones políticas (al igual que las religiosas, jurídicas, filosóficas, etc.), surgen al calor de determinado contexto histórico social, y claro está, al cambiar dicho contexto la ideología experimenta modificaciones. Deja de tener vigencia por desaparecer su base material o se escinde en corrientes opuestas.
Con todas sus imperfecciones, las ideas políticas sintetizadas en “La República” de Platón, o en “La Política” de Aristóteles reflejaban las concepciones políticas en boga en las condiciones de la Ciudad-Estado griega; las ideas de Cicerón, por su parte simbolizaban las formas de organización estatal en una sociedad esclavista altamente desarrollada; por su parte, Tomás de Aquino con su “Summa Teológica”, construye una teoría política ajustada a las realidades del feudalismo y el medioevo, así como “El Príncipe” de Maquiavelo simboliza las ideas políticas más elaboradas en el tiempo del Renacimiento y la Reforma.
Y así ha sucedido siempre. Las ideas políticas surgen, se desarrollan y desaparecen. Pero antes de que sean sustituidas por otras más avanzadas deben agotar todas sus potencialidades en correspondencia con las condiciones materiales que le dan su razón de existir.
Esto es el ABC en materia de ideología. Confundir los deseos con las realidades siempre ha sido un mal consejero de los hacedores de la opinión pública.