A propósito del debate suscitado sobre el Fideicomiso de Punta Catalina, debemos reflexionar si, en definitiva, como sociedad somos incapaces de confiar en una adecuada gestión pública de los recursos y activos del Estado. ¿Necesariamente estamos condenados a desconfiar de la ética de los funcionarios públicos? Tanto que corremos hacia estructuras propiamente privadas, con el fin de encontrar allí la transparencia y eficiencia que la Constitución y las leyes ordenan a la Administración Pública.
Pareciera que, al menos en teoría, existe consenso respecto a las bondades del fideicomiso público, sustentadas en el rol estelar de las fiduciarias, como buenas administradoras del patrimonio fideicomitido, mas no en relación a la compatibilidad del Fideicomiso de Punta Catalina con la normativa legal precedente y, en particular, sobre algunas disposiciones que permiten ciertas facilidades de acceso a favor de inversionistas privados, los denominados “fideicomitentes adherentes”.
Pero lo inquietante del escenario actual radica en que buscamos la transparencia fuera del sector público, como si hubiésemos perdido la esperanza derivada de la proclamación del “cambio”. Si ya hemos dado pasos de avance hacia la independencia del Ministerio Público, no resulta coherente plantear, como una necesidad, la transferencia de la gestión de Punta Catalina a entes externos al sector público, más allá del cumplimiento de lo preceptuado por la Ley Orgánica de la Administración Pública.
La desconfianza en la gestion pública rememora lo advertido por Byung-Chul Han, en “La sociedad de la transparencia”, cuando afirma que: “En una sociedad que descansa en la confianza no surge ninguna exigencia penetrante de transparencia. La sociedad de la transparencia es una sociedad de la desconfianza y de la sospecha, se apoya en el control. La potente exigencia de transparencia indica precisamente que el fundamento moral de la sociedad se ha hecho frágil, que los valores morales, como la honradez y la lealtad, pierden cada vez más su significación” (Han, 2013, p. 92).
En su obra “Economía y sociedad”, Max Weber señala que: “El derecho público puede definirse, desde el punto de vista sociológico, como el conjunto de normas que, de acuerdo con el sentido atribuido a las mismas por el ordenamiento jurídico, rigen la actividad relativa al instituto estatal, es decir, a la conservación, desarrollo y ejecución directa de los fines estatales estatuidos”. En cambio, el autor precisa que el derecho privado podría definirse como el sistema de normas que regulan la conducta no referida al instituto estatal (Weber, 1922, p. 725).
Como Punta Catalina constituye una obra construida y en pleno funcionamiento, vale preguntarse por qué resulta más ventajoso optar por la estructura de un fideicomiso público, frente a otras modalidades de gestión que no permitan espacios para la “huida del Derecho Administrativo”, es decir, para eludir las reglas y procedimientos propios de los organismos que integran la Administración Pública, obligados a actuar con pleno sometimiento al ordenamiento jurídico del Estado.
Enhorabuena, el presidente de la República ha propuesto el aplazamiento del conocimiento y la aprobación congresual del Fideicomiso de Punta Catalina, a los fines de habilitar un mayor espacio de consulta pública ante el Consejo Económico y Social (CES). Es momento de analizar no solo las oportunidades de mejora que connotados juristas han identificado sino, además, si el fideicomiso público es realmente la vía más adecuada para la gestión y operación de esta importante obra, vital para el interés público y la sostenibilidad del sector eléctrico nacional.