El Estado moderno, también conocido como Estado-Nación, definido como la nación jurídica y políticamente organizada, es una creación de los ideólogos de las monarquías absolutas europeas, el cual alcanza su desarrollo con la Ilustración en el siglo XVIII. Oriente, particularmente China, fue ajena a esta unidad jurídico-política, a la Ilustración y a la Revolución Industrial. En cuanto al país euroasiático, Rusia, cuya mayor extensión territorial se encuentra en Oriente y, su mayor población en Occidente, de los tres procesos mencionados, sólo, como puro formalismo o maquillaje, conoció la Ilustración. Catalina II La Grande, para darle un estilo europeísta a la dictadura, usaba la ideología ilustrada, a la vez que mantenía la monarquía absoluta (ya para la época en Europa las monarquías absolutas se habían transformado en monarquías parlamentarias y muchas otras, en repúblicas), cuyo régimen pasó a ser denominado: “Despotismo ilustrado”. La monarca rusa solía invitar a su Corte a los más connotados ilustrados franceses y de otros Estados europeos. No es casual que el “Museo del Hermitage” de San Petersburgo, sea uno de los más grandes del mundo.
Como sabemos, el Estado moderno nace como Estado absolutista, el cual, a través de luchas y conquistas, da paso al Estado legislativo de Derecho, donde se limita el poder del rey por medio de mandato legislativo o legal. La ley era la principal y única fuente del Derecho ¿Qué sucedía si la ley era mal elaborada, irrazonable o injusta? La única respuesta era: “Dura lex, sed lex”, es decir, “la ley es dura, pero es ley”. El juez estaba en la obligación de aplicarla y los ciudadanos en la obligación de obedecerla, defendiendo el denominado “principio de seguridad jurídica”, donde se daba una sinonimia entre ley y Derecho. El juez no era más que un simple aplicador o “boca de la ley”. En el Estado legislativo de Derecho, el juez no tiene facultad para decidir si una ley es o no es inconstitucional, esto es tarea del legislador. El juez solo debe limitarse a aplicarla, no está para pensar el Derecho guiado por un ideal de igualdad, equidad y justicia. Su función es, simple y llanamente, aplicar la ley. Este paradigma, llamado positivismo jurídico, nos fue impuesto desde la Revolución Francesa, bajo el principio de legalidad, hasta terminada la Segunda Guerra Mundial, llegando a su máxima expresión en la tercera década del siglo XX, con la publicación en 1934, de la obra de su máximo exponente, el jurisca austríaco, Hans Kelsen, titulada “Teoría Pura del Derecho”.
Este modelo positivista del Derecho, aprovechado por el afamado jurista alemán, partidario de Adolf Hitler, Carl Schmitt, fue el que dio visos de legalidad a los más horribles crímenes cometidos por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Los nazis no hicieron nada que no estuviera ordenado por una ley o disposición normativa emanada del órgano con facultad para emitirla; claro, respondiendo a los espurios intereses del poder que controlaba dicho órgano. En los juicios de Núremberg, los esbirros nazis alegaban que habían cumplido con lo que establecía la ley. Es aquí, donde esa sinonimia entre ley y Derecho, se rompe. La ley no es más que una fragmentación del Derecho. Aquella debe responder o estar en armonía con éste y, sus aplicadores u operadores, deben tenerlo muy en cuenta. A los nazis se les condena por haber aplicado la ley y desobedecido el Derecho. Es que el Derecho es mucho más que la ley. Para Hans Kelsen, la ley o su modelo positivista del Derecho, era autosuficiente. Estructuró su concepción en forma de una pirámide, donde en la cúspide tenemos la Constitución que nos da los derechos como mandato político y nos dice quién debe desarrollarlo, es decir, quién hace la ley y cómo se hace. Si esto se cumple, estamos hablando de “Derecho”. Eso sí, no puede estar “contaminado” ni con la moral ni con la justicia, ya que se trata solo de “Derecho”, o tal como él lo dijo: Teoría “Pura” del Derecho. Comillas nuestras.
En este modelo o paradigma jurídico, solo vemos un Derecho compuesto únicamente de Normas en formas de reglas, donde un supuesto de hecho se subsume en la única norma (regla) existente, para derivar de ello unas consecuencias jurídicas o conclusión. ¿Qué pasa si no hay normas (reglas)? La respuesta que se impone es que tampoco hay Derecho. Al Juez le está prohibido crearlo por medio de razonamiento o argumentación jurídica, como lo vemos a diario en el actual Estado constitucional de Derecho. En cambio, en el Estado legislativo, a diferencia del constitucional, el Juez, como ya dijimos, no puede crear Derecho. En este paradigma se llegó a la conclusión, que “la Constitución era lo que el legislador ordinario decía que era”. En la Constitución existían derechos fundamentales, obviamente reconocidos por el constituyente; pero, éstos tenían que ser normativizados mediante ley por el legislador, de lo que resultaba que todo derecho fundamental sería lo que el legislador ordinario, no el constituyente, quería que fuera. A partir de esta realidad jurídica y amparándose en la misma, en Europa se fueron dando una serie de acontecimientos aterradores: el fascismo en Italia; el nazismo en Alemania y el franquismo en España, los cuales fueron tres fenómenos horripilantes que cambiarían la vida y cosmovisión del viejo continente, donde se tuvo que pagar un precio incalculable en vidas y en bienes. Lo paradójico de lo que acabamos de decir es: que todo se hizo de conformidad con el “Derecho”.
Terminada la Segunda Gran Guerra, estos tres fenómenos pusieron fin al Estado Legislativo de Derecho y a la incipiente Justicia Constitucional del siglo XX con todas sus Garantías. Los pocos Tribunales Constitucionales que existían, fueron barridos: el de Austria, creado por Hans Kelsen; el de Checoslovaquia; el Tribunal Constitucional Alemán, creado en la Constitución de Weimar de 1919; y, el Tribunal de Garantías Constitucionales Español.