Mario Vargas Llosa en su ensayo “La civilización del espectáculo” propone que la actual fascinación con el entretenimiento ha convertido hasta a los temas más acuciantes en simple motivo de cháchara. Ciertamente, en Estados Unidos varios hombres públicos, después de haber logrado notoriedad en el mundo del espectáculo decidieron usar su fama para empujar sus visiones políticas. Los casos más conspicuos son Ronald Reagan, Arnold Schwarzenegger y Donald Trump, estos últimos dos habiéndose iniciado en otras áreas como el fisiculturismo y la promoción de proyectos inmobiliarios. Menos común y menos lucido es el tránsito en el sentido inverso. Por ejemplo, la participación del trigésimo encargado de prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, en el concurso de baile televisivo “Dancing with the stars” fue muy criticada.
En un terreno intermedio están los programas de entretenimiento que abordan la difusión de noticias y que cada vez más a menudo unen estas reseñas contadas de una manera graciosa con la inclusión de elementos de comentario y valoración de las acciones de las personalidades públicas. El pionero de todos ellos fue Saturday Night Live, propuesto en 1975 por un joven canadiense. Tan joven que casi 50 años después todavía él permanece como su Productor Ejecutivo. En épocas de campaña electoral presidencial fue muy educativo y durante todos los años en que Donald Trump los guionistas tan prolíficos que el actor que mejor lo imitaba, Alec Baldwin, se llegó a hartar de interpretar al personaje.
Quizás unos de los mejores años fue el 2008 cuando se incluyeron segmentos como los de Tina Fey imitando a Sarah Palin, que era tan caricaturesca en su manera de hablar, que algunas de sus declaraciones ni siquiera necesitaban de reescritura para convertirse en chistes. Bastaba con una inflexión en la voz y se percibía lo ridículo que podían ser sus comentarios. Lo mismo pasó con la crisis financiera de ese año y el siguiente, los actores contabas cuáles habían sido las malas prácticas bancarias y los entramados eran tan ridículos que uno se preguntaba cómo pudo haberse gestado durante tanto tiempo un disparate tan descomunal. En ese año tuve la inusual experiencia de escuchar explicaciones muy similares ofrecidas en tono serio por analistas de Lehman Brothers (antes de su caída) y por los humoristas, pero en tono cómico. Era para llorar.
Un invitado recurrente y a quien siempre le dan un rol destacado es a Dave Chappelle, un comediante fuera de lo común.
Aunque sus comentarios y sus chistes se centran sobre todo en la experiencia de los negros en los EEUU, es evidente que le tiene muchísimo cariño a quienes él mismo denomina “los blancos pobres”, el mundo rural de Ohio, bastante alejado de su Washington, DC natal.
En el año de la pandemia hizo un especial llamado 8:46 por el tiempo que le tomó a la policía matar a George Floyd. No teme abordar asuntos controversiales como el aborto, las vivencias de personas transgénero y la idoneidad de algunas maneras de avanzar ideas feministas. El 12 de noviembre tuvo una intervención inusitada: hacer chistes sobre el antisemitismo al mismo tiempo que hacía unas observaciones bastante críticas sobre la influencia de los productores judíos en el mundo del espectáculo. ¡Del tiro los comentaristas no saben cómo calificar su intervención! He visto a un rabino diciendo que sus chistes eran tan solo eso, chistes. Lo interesante es que estos ejemplos son el ejemplo inverso de la tesis del libro de Vargas Llosa. En Estados Unidos el humor se está convirtiendo en la manera en que se puede llamar a reflexión.