La relación del movimiento de izquierda con el empresariado ha sido distante en el mejor de los casos, antagónica la más de las veces. Las razones de los puentes rotos son múltiples. La primera y más arraigada ha sido de naturaleza dogmática. La frase paradigmática de esa ruptura la establecía el otrora PTD cuando decía con orgullo que en la dicotomía entre el capital y el trabajo el partido liderado por González Espinosa optaba por el trabajo. En el lenguaje más tradicional esa posición se traduce en la expresión política de la lucha de clases en la cual la izquierda asume sin reparo el lado del proletariado.

El abordaje de este exótico dilema resume el anclaje conceptual que supuso el marxismo para la izquierda dominicana. Las contradicciones sociales son mucho más diversas y análogas que la dicotomía con que la dialéctica materialista nos la presenta. A pesar de las evidencias que nos entrega la heterogenidad de las clases subalternas, los múltiples sectores que componen los grupos de poder, la amplitud de intereses territoriales, de género, culturales, étnicos y políticos que se expresan con fuerza vectorial, no necesariamente antagónicas, en cada escenario de confrontación, se ha halado por los moños las conclusiones para ver de forma omnipresente la expresión de la lucha de clases y el interés de dominio burgués. 

El dogmatismo antiempresarial tiene además una fuerte raigambre teórica en la economía política marxista. La tradición de asumir la generación de riquezas como el resultado mecánico de la extracción de la plusvalía por parte de los propietarios de los medios de producción. Según esa corriente de pensamiento las riquezas son generadas mediante la incorporación de la fuerza de trabajo a las mercancías, fuente única de las riquezas que sostienen el sistema capitalista. Esa fórmula tuvo su emergencia en las primeras etapas de la revolución industrial siendo David Ricardo quien la desarrolló en su libro Principios de economía política y tributación. 

La frase en cuestión ha sido asumida como un mantra que se repite acríticamente sin detenerse en que el mismo David Ricardo reconoce que algunas mercancías como el arte o un buen vino su valor no se expresa como el resultado del “trabajo socialmente necesario para su producción”. Estas mercancías siguen un patrón diferente a lo descrito por la manufactura en serie y a gran escala, en las cuales el valor de las mercancías viene del músculo, sudor y el cerebro. 

Aunque parece que en aún en el siglo XIX es una simplificación la afirmación de que los proletarios son los que crean las riquezas, el origen de las riquezas y el rol del empresariado en el capitalismo postindustrial exige un análisis sistemático. El comportamiento del valor de lo simbólico (lo artístico) a través de la creación del concepto de marca y todo el instrumental “espiritual”, inmaterial que le suma el mercadeo y el branding al precio de las mercancías en el capitalismo moderno, es quizás una cantera para entender el rol del empresariado en la generación de riquezas en el capitalismo postindustrial. 

En definitiva, la izquierda marxista ha tenido un sesgo contra los empresarios,  pues desde el génesis de su cuerpo teórico se tipifica como agentes espurios a quienes gestionan los procesos productivos y son propietarios de los medios de producción. Sin embargo, esta no es la única fuente, ni quizás la más trascedente para explicar la distancia entre los sectores progresistas y los agentes privados con fines de lucro.

La mayor responsabilidad en esta distancia deviene del rol economicista y en contubernio con los sectores de poder que ha jugado el empresariado en nuestros países. El poder revolucionario que Marx le reconoció a la burguesía en el Manifiesto Comunista ha terminado por desinflarse convirtiéndose en una clase alienada movida casi exclusivamente en la búsqueda de maximizar sus utilidades, sin reparar en el compromiso con un sistema democrático donde prevalezca el estado de derecho. 

Ese camino de alienación que han vivido los empresarios los ha llevado a  asumirse como afluentes de los intereses de los grupos oligárquicos. El sector oligárquico cuya reproducción depende de sus vínculos directos con el control mafioso del Estado ha tutelado y representado de forma instrumental a los múltiples grupos que componen el sector privado. En el caso dominicano esa relación de vocería la ha asumido el CONEP quien ha tenido un rol protagónico y legitimador del entramado de corrupción, exclusión y concentración propia del status quo en la República Dominicana.

Los perjudiciales efectos de esa pobre gestión de la cúpula empresarial atentan contra el ejercicio del emprendurismo competitivo, democrático y responsable en el país. El legado de esa coyunta entre gobernantes elitistas y élites oficialistas contra el desarrollo empresarial está ahí: un sector eléctrico abusivamente caro, con pésimo servicio; un sistema financiero burocratizado, movilizando el ahorro nacional hacia la canalización de facilidades para el consumo y no para inversiones al desarrollo, un sistema de seguridad social parasitario que no garantiza la protección de la empleomanía. 

Otras de las barreras que se elevan contra las industrias nacionales ha sido el maridaje que les ha permitido a los gobiernos generar su propia claque de proveedores del estado que impida la democratización del acceso a los concursos públicos en igualdad de condiciones. De igual forma, las élites simplemente han dado la espalda, han hecho mutis de complicidad con la desenfrenada corrupción existente en la gestión pública.  

La alianza entre el grupo de poder que domina la República Dominicana y nuestros gobernantes opera como una verdadera retranca para el desarrollo empresarial. 

Por tal motivo, hay que incluir en la agenda liberadora de los sectores progresistas en el país el establecimiento de un marco democrático e institucional que fomente un ambiente de negocios transparente, en el cual la innovación y la eficiencia sean el norte que paute el accionar del sector privado en la República Dominicana. Hacernos conscientes que la emancipación del sector empresarial víctima de las élites aliadas y sustentadoras de la política tradicional en el país, forma parte de nuestra lucha.

Hasta ahora los programas y políticas de corte socialistas suelen estar focalizadas hacia las medianas, pequeñas y microempresas (Mipymes),  que han emergido como una suerte de burgueses proles con los cuales se pueden establecer alianzas y promover políticas de apoyo. Esa prioridad hacia las microempresas no está exenta de algunas dosis de incoherencia, pues, muchas de esas iniciativas exhiben los mayores niveles de sobreexplotación, precarización de la mano de obra, vulnerabilidad del empleo que se puedan encontrar en el país. Para encender las alarmas de esa realidad basta echar una mirada a las empleadas de los salones de belleza, los dependientes y deliberis de los colmados, los ayudantes de talleres, entre otros.

De nada valdría que la demanda que se recoge en este texto se incluya en el programa mínimo de la izquierda dominicana si desde los sectores progresistas no cambiamos la percepción sobre el empresariado. Mientras sigamos asumiendo que son “enemigos de clase”, “explotadores”, “parásitos que viven del sudor ajeno” no habrá el diálogo posible que en muchas etapas históricas ha permito avances significativos en los procesos democráticos. 

Más allá de reconocer las contradicciones interclasistas de los diferentes grupos burgueses entendiendo en el sentido maoísta de aprovechar las debilidades del enemigo, debemos abrir espacio a una relectura de la sociedad contemporánea. Un marco teórico que nos conduzca a reconocer al sector privado como un agente transformador, como un aliado insustituible en la desafiante tarea de comenzar una primavera para nuestro mundo.