La imagen representa la función de los empresarios siguiendo la ilustración de Robert Murphy en su libro Lecciones para el Joven Economista, en la sección que trata sobre economías sin intervención estatal. El empresario entra en contratos libres y voluntarios con trabajadores, dueños de tierra y recursos para conseguir lo que necesita el producto o servicio que presentará a los consumidores.  Empieza a pagar a todas las contrapartes de inmediato, caso de los trabajadores que reciben su salario mensual, o con acuerdos flexibles que incluyen pago en efectivo y crédito a corto plazo.

El empresario usa principalmente recursos propios para cubrir estos gastos cuando todavía no ha vendido la primera unidad del producto con el que concibe podrá conseguir los ingresos para pagar a todas sus contrapartes.  Ese es el capital propio que se pone en la cuerda floja que existe entre él y los consumidores. Ahora bien, caminar esa cuerda supera por mucho la dificultad que imputamos a los malabaristas del Cirque Du Soleil quienes, en realidad, están en una actividad donde los riesgos son controlados.

En el circo la flexibilidad de la cuerda se ajusta en el rango de tolerancia de la naturaleza humana que jamás podrá ser la de un mono. Otros aspectos, como distancia, el peso propio, de la silla o la bicicleta con que acompañan el acto, también se someten a pruebas hasta lograr el nivel de asombro necesario para que nadie lo intente en una fiesta de graduación o chercha en hora loca de un resort.  Finalmente, como lo de “enfrentarse a la muerte” no es posible que sea literal ahí están las redes salvadoras ocultas al público o un piso al que se caerá con cara de preocupación porque arruinó el espectáculo, no por miedo a que se romperá un hueso.

Al emprender como manda la Economía Austríaca nadie conoce con certeza el grado de flexibilidad de la cuerda que se empieza a caminar cuando el primer furgón con mercancía deja la fábrica. ¿Entonces es un salto al vacío? En dos caracteres en mayúsculas, SI. Nada elimina con seguridad la incertidumbre. Si en un estudio de mercado, una publicidad efectiva y la selección del mejor talento por especialistas de capital humano estuviera la clave para lograrlo, hace rato que los responsables de esos estudios certeros estuvieran creando empresas y no facturando como mercadólogos, publicistas o caza talentos.

El emprendedor invierte recursos en comparar su visión de una aceptación positiva y rentable de su producto con los escenarios alternos de terceros. También requiere de una presentación del proyecto que permita atraer socios y contratar deuda en los bancos o, de ser posible, con emisión pública o privada de valores.  La combinación de recursos, sin embargo, debe indicar que su aporte al proyecto no es una mera idea, que los fondos no llegan en su totalidad de acreedores.

Esa cuerda de flexibilidad desconocida, borrosa al punto de ser casi invisible, la debe caminar él sin cobertura posible del destino de los recursos propios ha invertido en el proyecto de poner a competir su producto en un tramo de mostrador o góndola de supermercado.  No puede forzar al consumidor a comprar, no tiene cuota asegurada, depende su suerte de la valoración de un montón de insensatos que sólo piensan en lograr la mayor satisfacción posible por peso gastado.

Y en un mundo competitivo tiene que vivir con eso que no se cansa de repetir a los trabajadores descontentos con el salario, valores que los adelanta con la esperanza recuperar con las ventas; al que le suple materiales y al arrendatario que lo considera un mezquino por no pagarle el doble por insumos o alquiler. ¿Notan la vulgarización de considerar a todo empleado por cuenta propia o el que en nómina tiene dos temporeros un emprendedor? Les cuento más en el próximo para que entienda si no es el Conde Narciso o un narcisista.