Si de algo disfruto en esta vida es de un buen diálogo con personas de diferentes disciplinas pues me permiten descubrir perspectivas muy distintas con respecto a una misma realidad. Así un músico me enseña, a través de sus oídos, a escuchar una melodía desde su particular sensibilidad auditiva; un pintor, a ver detalles que para el común de los mortales escapa a sus pupilas.
Hay entre mis amigos un gran fotógrafo. Un especialista en captar el vuelo rasante de un pájaro o ese momento único y sereno que nos permite contemplar, en los colores de sus alas, la diversidad infinita de la vida. En una ocasión le envíe uno de mis escritos en el que reflexiono acerca de la composición fotográfica y el modo en el que ciertas personas ocupan -por lo general- el centro de una imagen. Siempre me ha sorprendido la terrible necesidad de hacerse notar en aquellos que buscan constantemente ser el foco de atención y que, en mi opinión al menos, revela casi siempre un afán desmedido por llenar un vacío interior. Hay sin embargo una evidente falta de protagonismo en quienes, por el contrario, se ubican con discreción en los laterales o en un segundo plano.
Mi amigo, con ese ojo experto del artista de la lente, me hizo una anotación que me resultó interesante y que vendría a reforzar mi teoría. Me señaló una fotografía en la que Lebron James, reconocido jugador de baloncesto estadounidense de Los Angeles Lakers y persona de enorme talento y versatilidad en la cancha, no ocupa el centro de la misma. LeBron por el contrario se sitúa humildemente en un lateral y deja en ese instante que otro ocupe el lugar de honor.
El narcisismo es un complejo trastorno de personalidad. La persona que lo padece busca en todo momento llamar la atención sobre sí mismo sin importar la situación en la que se encuentre. El narcisista lo es siempre, las veinticuatro horas del día. En privado y en público, en cualquier tipo de evento, en el seno de un encuentro político, deportivo, familiar logra secuestrar el dialogo. En todo momento su presencia es tan rutilante que no se permite ni concede una tregua en la que destaque cualquier otro de los presentes.
Cuenta un amigo que en una ocasión, estando reunidos tres destacados intelectuales del patio, uno de ellos hablaba sin cesar acerca de su persona mientras los otros dos le observaban con paciencia en riguroso silencio. En un momento dado, uno de ellos logró hacer un inciso en el monólogo afirmando que en aquel encuentro no había un solo narcisista y que también ellos dos exigían su cuota de brillo en la mesa. Un modo bien jocoso de reclamar democráticamente el derecho a expresarse y a ser escuchado por los demás.
Aquellos que para su desgracia cultivan un ego desmesurado ni escuchan ni ven. Su existencia está tan inmersa en sí misma que no se dan cuenta de que el otro también tiene derecho a ocupar un breve espacio en la mesa del diálogo. Ocurre además que cuando esos egos son alimentados no solo por la propia vanidad sino por una cierta admiración generada alrededor suyo, la ceguera se agrava y se hace aún mayor.
Tras un diálogo con mi amigo respecto al ego y la fotografía, sumamente rico en contenidos, le dejé otra de mis reflexiones que hace referencia al tema, ya que estoy convencido de que su aguda visión siempre puede ayudarme a comprender mejor mis propios escritos. "Muchas veces me distraigo viendo fotos del ámbito familiar, empresarial o bien de diversas organizaciones políticas y sociales. Me llaman mucho la atención aquellos que en la fotografía toman el centro, los que buscan abiertamente el foco de la cámara. Es extraña la relación de poder que se establece entre los que se sitúan en el punto justo de atención y los que se colocan pudorosamente a los lados. Existe, en cada una de esas imágenes, una simbología manifiesta e impecable. Soy del criterio de que las fotos deberían de ser tomadas siempre de forma oblicua".