El 22 de abril de 1943, Jueves Santo, el periódico La Nación publicó un hermoso escrito de la autoría del culto intelectual y sacerdote P. Oscar Robles Toledano, entonces Profesor de Filosofía de la Universidad de Santo Domingo.

Foto del Padre Oscar Robles Toledano, entonces un joven sacerdote.

Se trata de un interesante fragmento de un interesante folleto de su autoría titulado “El Drama Eterno”. El referido escrito contiene un hermoso recorrido del autor por los momentos más dramáticos y definitivos de la vida de Jesús, los que en la teología cristiana se conocen como el Misterio Pascual, a saber: la pasión, muerte y resurrección del Señor.

Traslucen en estas hermosas páginas la sapiencia bíblica y teológica y la belleza y sabor clásico de uno de los más encumbrados intelectuales dominicanos de todos los tiempos, páginas dignas de Papini, Bernanos, Claudel y los grandes escritores y pensadores cristianos de todos los tiempos.

Por tratarse de un escrito poco conocido y como forma de contribuir al recogimiento meditativo de quienes en estos días buscan paz, sosiego interior y penetrar en estos trascendentales y decisivos momentos de la fe cristiana, que en esta semana conmemoraremos, se reproduce el mismo, a continuación.

“EVOCACIÓN DEL DRAMA DEL GÓLGOTA”

Jueves y Viernes Santo

Jesús entra por última vez en Jerusalén. No saldrá jamás de ella. Vuelve el rostro y con un intenso mirar, le da un adiós manchado en sangre, a los dulces y risueños campos de su amada Betania. Olor de verano bajo las higueras calientes.

Allí le rodeaban las gentes creyéndole por amor, y en sus ojos veía el júbilo honrado del paisaje, con una humedad de lágrimas que le pedían la gracia y la salud. Ahora ya no volverá más.

El aura serraniega hace aletear las túnicas de las mujeres que desde el collado azul le hacen señales de despedida.

La madre no hace ninguna señal: tiene el rostro escondido entre las manos. Jesús adivina lo que pasa y el corazón se le derrite por ternura y por amor.

Las calles hervían de gentes; se oían los balidos de los rebaños apretados ante los sagrados pórticos, y un vaho de muchedumbre flotaba sobre las torres y los palacios.

Torciendo por angostas callejuelas, obscurecidas ya por sombras crepusculares, llegó la pequeña caravana al salón donde habrían de celebrar su pascua, la deseada como último contento.

Nada nos dicen los evangelistas sobre lo que sentiría Jesús al entrar al cenáculo, en aquel salón amplio y hermoso, que iba a ser el primer templo cristiano; tal vez su corazón saltó de júbilo, tal vez sus ojos se empañarían de lágrimas.

Crepitaban los candelabros recién encendidos, y las sombras de los discípulos se movían en los muros proyectadas por una lumbre flaca y amarilla. La luz, copia la palidez del rostro, dulcemente melancólico, del Señor.

Al sentarse en los divanes, los discípulos riñen, como niños malavezados: se disputaban el derecho de precedencia. Todos quieren ir al puesto más honroso.

Jesús los mira, y sonríe, con una sonrisa de cansancio y de tristeza. Aún no han aprendido la lección tantas veces repetida. ¿Cuántas veces no les dijo “que los últimos serían los primeros”, que “el amor debe servir a sus criados”, que “ es mejor servir que ser servido”?

Pero ellos, todavía sueñan con ser gobernadores como el romano Poncio Pilato, como Festo; generales como ese que ahora hacía tanto ruido, Tiberio, cuyas glorias militares corrían en alas de los vientos.

A fin de grabarles más la enseñanza, mientras se colman las copas del rico y añejo vino de Engaddi, Él se levanta, se desciñe el manto, toma un lienzo, se lo aprieta en torno a los riñones y, vertiendo agua en un barreño, se postra, y le lava los pies a todos.

Hasta el mismo Judas siente sobre su piel sucia y callosa, la grandeza abatida del Maestro y el cálido aliento de su divina boca.

“Me llamáis Maestro y el Señor, les dice luego, con su habla regalada, y lo soy ciertamente; pues si yo a despecho de eso, os he lavado los pies, otro tanto debéis hacer vosotros.

Os doy un mandamiento nuevo y es, que os améis los unos a los otros como yo os he amado”…Y la ternura hacía desfallecer su voz…La palabra brotaba húmeda de lágrimas.

Al llegar a este punto, no puedo menos de detenerme. Jesús, al hacer su revolución, a lo divino, no vertió más sangre que la suya y a los hombres les decía: amaos los unos a los otros.

El mundo de los tiempos que alcanzamos, no está enseñando que hay quien haga revoluciones y guerras a lo villano; derrame la sangre ajena, conserva la propia, y todas las mañanas diga a sus vasallos y a los hombres todos: ¡destruíos los unos a los otros!

¿Cuándo acabaremos de entender que sólo el amor es el que salva, regenera, realza, engrandece?

Señor, tus frases luminosas no tienen hoy sentido, ¡porque los hombres han perdido la razón, y el instinto guía sus almas, lo mismo que a las fieras, en las respuestas soledades de los bosques…!

Se cumplen las ceremonias pascuales. Jesús les trae a las mientes su significado. Evoca la gallarda figura del legislador Moisés. Comen la res dorada y olorosa atada a las varas del granado. Y ya al final, con balbuceo entristecido de amor les dice:

“No estaréis sin mí, porque quiero quedar vivo y palpitando entre vosotros”.

Y tomando el pan, lo quebró en doce trozos con sus dedos finos y dorados del sol de las jornadas de sus predicaciones y exclamó: ¡Aquí está mi carne ¡ Vedla bajo estas apariencias. Ya el pan es cuerpo y vida mía”.

Comed y alimentaos de este manjar nuevo, y lo que yo hago, repetidlo vosotros, al través del tiempo y del espacio, en mi memoria.

Una claridad gozosa se retrató en el semblante de los suyos. Sólo Judas, con el bocado en los labios, se ennegrecía cada vez más.

Tomó el cáliz del vino; tenía la densa color de la sangre. Le pareció al Señor una herida suya. Lo levantó y dijo: “Mi sangre; es mi sangre que sella una alianza perdurable entre el cielo y la tierra. ¡Bebed todos de ella!

Y se le rompió de pena la voz, la voz que fervorizaba las muchedumbres, que caía sobre los campos y las aguas como una gracia.

Desde entonces, las pobres criaturas pueden alimentarse de Dios…

Del cenáculo pasan al huerto de Getsemaní. La luna tiene un tocado de novia sobre los añejos olivares. Y los olivos sudan con el trasudor de la sangre con que Jesús los humedeció al apoyar en ellos su divina frente. Los discípulos duermen teniendo aún en sus pechos la carne del Señor.

Una muchedumbre delirante se adelanta. Judas se allega al Cristo. Resuena un beso en la oquedad de las sombras. El estallido de aquel beso debe aún conmover como un trueno la obscuridad de los infiernos.

Los discípulos palidecen asustados y se mustian de desesperanza, y huyen desalados. Pudo en ellos más el temor que el amor.

Traiciones, prisiones, vejámenes, juicios manchados, la figura de un escéptico, que con un gesto de indiferencia, de aristocrática pulcritud, frío, dulce, cobarde, se lava las podridas manos.

Unas horas después, entre el cielo y la tierra se levanta una cruz  y  un Dios ensangrentado en ella. Los hombres habíamos llevado a feliz remate nuestra obra.

Señor, mueres desnudo, encima de un cerro que parece una vértebra monstruosa y calcinada; tus oídos se cuajan de sangre, cerrándote de silencio, y calla para ti la tierra que tanto amaste y el cielo donde ya no ves el camino que te trajo a los hombres.

Han matado en Ti al hombre que era el  Arca de Dios, pero tu amor, tu doctrina y tu luz quedan intactos.

Los hombres nunca te han odiado después de tu muerte, sólo han perdido la memoria de Ti; renueva tu recuerdo y renacerá el amor, como soplando el rescoldo renace el fuego.

El mundo ha menester hoy de tu divina serenidad, porque los hombres hemos perdido el camino.

Háblanos unos instantes desde la cátedra de tu cruz y encontraremos el sendero, hallaremos el camino, la verdad y la vida.

Tú sabes que no sabemos lo que hacemos: ¡ilumínanos!