Dice un axioma en economía que una política de igualdad aplicada en un medio desigual es injusta. Y difícil encontrar un medio más desigual que la República Dominicana y los Estados Unidos para un acuerdo de libre comercio. Para negociar un acuerdo así había que estar muy bien armado de poderes y argumentos. Y como tal cosa no existía el Gobierno Dominicano tomó una decisión tácita, que no le dijo a nadie: sacrificar la producción de cereales y oleaginosas con tal de salvar a las Zonas Francas.
Lo único que pudo hacer fue ganar tiempo, pero como no hay plazo que no se cumpla, ahora estamos asustados. El presidente Abinader dice que no va a permitir la importación de arroz de los EUA sin protección, pero yo no sé si él conoce a cabalidad los límites de su poder. Para ilustrar mi punto de vista voy a hacer un poco de historia.
En las tres décadas doradas del capitalismo, a partir de mitad del siglo XX, el comercio mundial se llevaba a cabo en un ambiente generalizado de protección; todo el mundo protegía lo que otros producían mejor. Los países del sur global, históricamente agrícolas, protegían su industria por medio de altos aranceles, mientras los países industrializados protegían su agricultura, con programas masivos de subsidios a los agricultores, utilizando diversas vías.
Las personas de edad madura recordamos que hace más de medio siglo la República Dominicana producía el maíz que demandaba y el maní con que se hacía el aceite de cocina hasta que sucumbieron con las importaciones subsidiadas a través de la PL-480.
Al llegar los años noventa, se hizo evidente que el libre comercio que interesaba a los países industrializados era de una sola vía: nosotros eliminábamos los aranceles, pero ellos mantenían los subsidios. Esa fue una causa de que la octava ronda de negociaciones del Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT), llamada Ronda Uruguay, tomara muchísimos años sin llegar a consensos.
Y cuando finalmente se firmaron los acuerdos de Marrakech en 1994 los países latinoamericanos y africanos terminaron vencidos, comprometidos a desmontar sus aranceles sin que a cambio los industrializados aceptaran suprimir los subsidios agrícolas. Cuando los dominicanos vinimos a reparar en el problema que esto traería a los agricultores, nos lanzamos en pro de una rectificación técnica que permitiera proteger 8 productos claves a través de un arancel cuota, como hacía los Estados Unidos con el azúcar, pero por un período de tiempo.
Antes de concluir la Ronda Uruguay, en el año 1990, el presidente George Bush (padre) de Estados Unidos sorprendió a los latinoamericanos con un discurso en el que anunciaba su “iniciativa para las Américas”, tras una reunión previa con los presidentes de Colombia, Perú y Bolivia, en una cumbre antidrogas. Dicha iniciativa descansaba en tres pilares, de los cuales, uno era “una zona de libre comercio que se extienda desde el Archipiélago de Anchorage hasta la Tierra del Fuego”, es decir, de todas las Américas.
Para la mayoría de los países latinoamericanos, agobiados por la crisis de la deuda y la llamada Década Perdida, la iniciativa lucía novedosa, aunque en realidad, nunca llegó a concretarse como tal, debido en parte a que no todos confrontaban las mismas urgencias y, además, nunca quedó muy claro lo que Estados Unidos ofrecía a cambio de lo que quería.
Y aparentemente lo que proponía el Sr. Busch con su iniciativa de ALCA era eso mismo: que los latinoamericanos liberalizaran su comercio quitando los aranceles, pero sin que E.E.U.U. renunciara a sus subsidios agrícolas. Insisto, libre comercio de una sola vía.
Los países con más experiencia en negociaciones comerciales y más desarrollo industrial, como Brasil y Argentina, se oponían a ciertas reglas y normas de comportamiento que quería Estados Unidos, por lo que se frenó el proyecto general del ALCA, aunque varios países que se sentían en mejores condiciones competitivas iniciaron procesos de negociación de acuerdos bilaterales con E.E.U.U.
Chile y México estuvieron a la vanguardia de este proceso. Estados Unidos aprovechaba para imponer su posición de fuerza, y lograba colocar condiciones a su favor que no podía conseguir fácilmente a través de las prácticas multilaterales de negociación del GATT. En estos casos dichos países hicieron esfuerzos, casi siempre infructuosos, para preservar su agricultura, pero a los Estados Unidos nadie podría doblarles el pulso con los subsidios agrícolas.
A la postre, se impuso el Consenso de Washington, por medio del cual Occidente promovía el fundamentalismo del libre mercado, muy conveniente a los intereses de Wall Street y lo imponía a los países subdesarrollados mediante condicionalidades de los organismos internacionales.
La República Dominicana y la mayoría de Centroamérica y el Caribe disponíamos a nuestro favor de una preferencia comercial en algunos productos, a través de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe, lanzada anteriormente por el presidente Reagan como una política de contrainsurgencia ante la presencia de Cuba, el sandinismo en Nicaragua, guerrillas en Centroamérica y gobiernos de tendencia izquierdista en Jamaica y Granada. La mayoría de los países de la subregión, entre ellos la República Dominicana, aprovecharon para impulsar la industria de zonas francas, particularmente el área textil, que creció a un ritmo considerable en los noventa.
Cuando a inicios de este siglo, ante la perspectiva de vencimiento de la Iniciativa para la Cuenca del Caribe, se nos planteó que la única manera de salvar las zonas francas era si se firmaba un acuerdo de libre comercio con los EUA, muchos sectores se lanzaron alegremente a apoyarlo sin pensar mucho en los riesgos, y sin este país tener ninguna experiencia en negociaciones de ese tipo. Los ocho productos de la rectificación técnica, es decir, arroz, azúcar, pollo, ajo, cebolla, habichuela, leche y maíz, fueron incorporados a ese TLC, con su período de desmonte del arancel-cuota, que termina en el 2025. El arroz es el más sensible de todos para los dominicanos, y creo que el maíz es el que menos porque ya tiene pocos dolientes.
Lo lamentable es que nuestros pueblos compraron la idea del libre comercio creyendo que con ello vendría el desarrollo industrial, con altos ingresos para los trabajadores y exportaciones de alto nivel tecnológico hacia los países del norte. La realidad es que, tras más de tres décadas de iniciarse el proceso de apertura, no hay gran evidencia de que América Latina haya ganado gran cosa, sino que, al contrario, la región se ha quedado mucho más rezagada en el concierto de la economía mundial, y ha sido desplazada de la condición de “clase media del mundo” por el Sureste Asiático y el Medio Oriente.
La República Dominicana ha hecho esfuerzos muy serios para garantizar el autoabastecimiento de gran parte de los alimentos básicos, principalmente el arroz y el pollo. Cualquier esfuerzo adicional vale la pena. La pandemia y el confinamiento demostró que no es bueno depender de importaciones para lo que es vital.
El presidente Abinader ha cuidado mucho su relación con el poderoso vecino del norte, hasta el punto de retrasar el desarrollo tecnológico del país por renunciar a la tecnología de punta china en favor de la más atrasada norteamericana, o de sacrificar inversiones vitales de China en infraestructura en Manzanillo y Pedernales. Ojalá que eso le sirva para renegociar este acuerdo.
Pero lo firmado, firmado está, y si Estados Unidos dice que no, entonces nuestra producción de arroz está en peligro serio. Como yo soy de Villa Trina y conozco lo que les pasó a los caficultores, no les desearía nada parecido a los arroceros.
Claro está, una opción sería que el gobierno dominicano subsidiara tanto como el estadounidense, pero ¿y los cuartos, ¿dónde están? Recordemos que ya el arroz es el bien más subsidiado de la historia dominicana, absorbiendo casi todo el presupuesto del Ministerio de Agricultura, el INDRHI, el IAD y el BAGRICOLA, y eso no es suficiente. Y si todos los demás rubros fundamentales reclamaran lo mismo, no hay reforma fiscal que alcance.