El destino le susurró al samurái: "Tú no puedes superar la tormenta". El guerrero respondió: "Yo soy la tormenta".

Fue un impulso repentino, un destello súbito en la nostalgia. De pronto, el recuerdo maravilloso de aquellos días en que aún era aprendiz de padre, la evocación despertó en mí una emoción profunda. Sin duda, era una asignatura pendiente: volver a visitar aquel lugar donde mis hijos, ya convertidos en adultos, habían aprendido tantas normas de disciplina y comportamiento. Una doble razón me embargaba; ahora era el turno de la extensión de mi vida. En este instante, también practica allí mi nieto; había llegado el momento de enriquecer la vida de Bastián con esta sorpresa.

Era un trecho corto del consultorio a la plaza, por lo que decidí ir a pie. Durante la breve caminata, mis neuronas iniciaron su habitual viaje hacia la remembranza insondable en que suelen deambular por otros planos del espacio, desconectando mi cuerpo de la pesadez terrenal. Alrededor, el mundo se desdibuja en un suave borrón, los sonidos se atenúan y el tiempo parece dilatarse, suspendido en un instante eterno; el yo se disuelve en el vasto mar del ser. Los resplandores de la invocación iluminaban un pasado que, aunque reciente, se sentía inocente y real, impregnado de añoranza, pero también de valores y de placidez. Cada paso parecía aligerar el peso de los años, mientras las imágenes de mis hijos en sus primeros uniformes de práctica, con cinturones blancos inmaculados, jugueteaban en mi mente como hojas barridas por el viento. Las sinapsis desencadenaron un torrente de recuerdos, como los "flashbacks" de una película en el Japón del Edo en blanco y negro de Kurosawa, con kimonos, katanas y la presencia indispensable de Toshiro Mifune, acompañándome hasta el umbral de la plaza donde se encuentra el Dojo, lugar de práctica del “Bushido”: Código de Honor de las Artes Marciales.

 Después de descalzarme, realicé el “Ritzu Rei” (saludo tradicional de pie), uniendo las palmas y bajando la cabeza en señal de respeto, siguiendo el ritual enseñado para honrar la entrada al recinto. Al alzar la vista, se reveló ante mí el nombre "Ittosai Dojo", recordándome que dojo es el salón de prácticas que significa: "lugar del camino".

 Atravesar la entrada fue como cruzar un portal remoto. Ante mí, el Tatami (estera japonesa o colchoneta). En la pared contraria, se erige el altar Shinto con la Katana sagrada y las fotos de los Sensei ya trascendidos, Ittosai Itto y Silvio Herasme. Un rollo colgante baja desde la parte superior del altar tiene una inscripción escrita en Kanji que traduce: “Tienes una oportunidad y es ahora”. Al mirar a mi alrededor, vi unos ojos conocidos que me sonreían, los de Nicole, la madre de mi nieto, quien, sorprendida y feliz por mi inesperada presencia, se acercó para recibirme con abrazos. En nuestro entorno, muchos familiares y allegados se esparcían en silencio, observando. Me senté en la banqueta que amablemente me habían proporcionado y comprendí que se producía un momento de regocijo espiritual, una experiencia que trascendía el simple retorno; era también un acto de reconocimiento a la perdurabilidad de este universo que no era el mismo lugar de antaño pero sí la misma constancia casi inmutable del espacio, con su ambiente de calma y fortaleza, me envolvió en una sensación de continuidad y arraigo. Los padres congregados en silencio, observan llenos de orgullo y emoción la práctica en el Tatami. Cada movimiento, cada gesto de sus hijos y seres amados, se convierte en un reflejo de dedicación y pasión. De repente me surge otro recuerdo, en el que los niños, a medida que crecían, pasaban de un uniforme blanco al derecho de vestir su Hakama. Así se iniciaban en el manejo de diversas armas, como el Bō, la Katana, el Nunchaku, Shuriken ,Arco y Flecha, además de participar en prácticas de Kendo, Judo, Jiujitsu y karate.

Un fuerte "¡Yame!" de Sensei Narciso detuvo la acción. Fue entonces cuando Bastián, al girar su mirada hacia el fondo del tatami, notó mi presencia. Sorprendido por mi figura inesperada, su rostro reflejó asombro y una sonrisa de orgullo inocente se dibujó en su expresión. La resonancia de prácticas antiguas se entremezclaba con los sonidos actuales,  los niños siguiendo las precisas y enérgicas instrucciones de Sensei Narciso, mi amigo de infancia, quien destaca por su firme personalidad. Luz de integridad y disciplina que guía a sus estudiantes con mano segura y corazón apasionado. En él, la fortaleza y el compromiso se entrelazan de manera que inspira respeto instantáneo, así como una profunda confianza. Sus palabras de motivación vibran por todo el Dojo, suspendiendo el tiempo en este recinto. La enseñanza aquí abarcaba más que técnicas marciales; una educación para la vida, cimentada en valores que definirán a los niños de manera indeleble. Marcando su progreso en el aprendizaje de los siete valores fundamentales del Bushido: justicia, respeto, valentía, honor, benevolencia, honestidad y lealtad. La perseverancia, humildad y el coraje se transforman en principios que se perpetúan arraigados en la esencia. Otro ¡Yame! y esta vez era la Sensei moviéndose de un lado para otro, observando cada deslizamiento y Kata. La Sensei Heidi Desparadel, incansable maestra de enérgica y sutil disciplina de sus años de ballet y espiritualidad. Su enfoque, imbuido de una serenidad profunda y una gracia que parece fluir de su propia esencia, conduce a los estudiantes hacia un camino de autoconocimiento y crecimiento interior. Corrigió una postura para una ejecución adecuada de patada defensiva, reanudó la clase y se dirigió hacia donde me encontraba. Me saludó afectuosamente, dándome la bienvenida, reafirmando los vínculos familiares que nos honran.

Reflexionando sobre el tiempo transcurrido, reconocí este lugar como un faro de guía no solo para mis hijos sino también para mí. Las lecciones impartidas habían trascendido los límites físicos del Dojo, impregnando nuestra dinámica familiar con su profunda sabiduría. Las tardes de expectativa, contemplándolos a lo lejos, se convirtieron en joyas de valor incalculable, guardadas en el alma. La anticipación de verlos superar desafíos, tanto en el Tatami como en la vida, tejió un complejo tapiz de emociones. De pie en este lugar, testigo del desarrollo de mis hijos, mi corazón se llenó de una profunda gratitud no solo por las habilidades adquiridas sino, aún más, por las personas en las que se habían transformado. El Dojo fue el crisol donde sus espíritus se forjaron, equipándolos para enfrentar la existencia con integridad y coraje. En esa profunda contemplación, se me acerco el sensei y con un abrazo fraternal, la bienvenida y el saludo de dos viejos amigos .

Luego mi mirada se cruzó con la de Bastián, quien me observaba de reojo para cerciorarse de mi orgullosa aprobación, como hacía años lo habían hecho su padre y sus tíos. La inocencia y el orgullo brillaban en su rostro, admirado por mi presencia no anunciada. Su gesto, un espejo de asombro y sorpresa, simbolizaba la perpetuidad del legado del Dojo a través de las generaciones, entrelazando pasado, presente y futuro en un eterno ciclo de enseñanza y crecimiento.

Una orden más y todos se dispusieron a armar en conjunto un gran rompecabezas dispersado a propósito por todo el Tatami. El ejercicio final, la cooperación mutua, reordenando las figuras hasta armar entre todos la imagen total. Al concluir la clase con un saludo y reverencia al altar, Bastián se aproximó con pasos emocionados a abrazarme firme y prolongadamente, comprendí que este reencuentro marcaba el inicio de un nuevo capítulo en nuestra saga familiar, uniendo épocas en un presente compartido, para enriquecer su existencia de manera perdurable. Y así, con el corazón lleno de emociones reencontradas, comprendí que el legado del Dojo iba más allá de sus muros. Era un legado de vida, un regalo imperecedero de amor, disciplina y honor que seguiría vivo en nosotros, generación tras generación, perpetuando la esencia de lo que alguna vez aprendimos en ese lugar sagrado.

Juntos, Sensei Narciso y Sensei Heidi crean un equilibrio perfecto entre la firmeza y la ternura, entre el rigor de la técnica y la suavidad del espíritu. En su Dojo, los estudiantes encuentran no solo un lugar para aprender artes marciales, sino un espacio de vida donde la disciplina y el cariño se funden, guiándolos hacia la mejor versión de sí mismos. La influencia de ambos maestros deja una huella imborrable en el corazón y el carácter de sus discípulos, modelando guerreros no solo en habilidad sino también en humanidad.