Nunca supe cuándo aquel personaje entrañable, uno de los favoritos de la infancia, se convirtió en ese petulante frío y afectado que pretendía ser otra persona, en ese nariz parada, ese altanero que comenzaba a ver y oler a la gente con desprecio, que no miraba al suelo porque podía estar sucio y no miraba al cielo porque no estaba a su altura.
Siempre había sido un nariz parada, pero con el tiempo se había ido poniendo peor, y llegó un momento en que la nariz parecía tener vida propia. La nariz se encargaba por sí sola de poner distancia entre él y los comunes mortales de este mundo.
Además, empleaba al hablar un tono de voz aristocrático y despectivo que no pretendía ser melifluo ni apagado, pero sonaba como una flauta, una voz de flautín poco timbrada, sin cuerpo, que a él le parecía seductora. Todo en su voz y en su figura le parecía seductor, más bien irresistible. Nunca pudo, de hecho, resistirse a sus encantos.
Con el tiempo, sin embargo, le fueron creciendo las orejas y le fue engordando proporcionalmente el trasero. Parecía que entre el trasero y la nariz y las orejas se hubiera entablado algún tipo de relación o correlación y seguían creciendo al mismo tiempo. Es decir, junto con la nariz le fueron creciendo las orejas y le fue creciendo el trasero. Lo de la nariz no le importaba, por supuesto, seguía encontrándose joven y bello, se sentía irresistible con su nariz parada, pero lo de las orejas y el trasero se estaba convirtiendo ahora en una vergüenza que trataba de disimular de la mejor manera posible. Usaba sacos largos y pantalones holgados y se dejó crecer el pelo abundantemente a los lados, pero el efecto era contraproducente. Por más que se esforzaba se le seguían notando las orejas de elefante y el trasero adiposo. Oía a la gente, o creía oírla, murmurar y reírse a sus espaldas. Pero él fingía ignorarla. La despreciaba con un golpe de nariz, un movimiento despectivo apenas perfectible que había perfeccionado. Un golpe de desprecio. Pero seguía escuchando las burlas.
Aún así nunca dejó de sentir una gran estima hacia su persona, una especie de veneración y admiración por lo que había llegado a ser. Tras años de esfuerzos y de estudios se había convertido en alguien importante, quizás imprescindible, en esa figura egregia que dialogaba con él en el espejo y cuya sombra admiraba al pasar.
Era un profesional del bisturí, un miembro destacado del American College of Surgeons, el más prestigioso colegio de cirujanos de los Estados Unidos, o mejor dicho del mundo, y todos admiraban su destrezas. Sus proezas en el quirófano se habían hecho legendarias. Sus colegas no escatimaban elogios, los reconocimientos públicos y privados le llovían a granel.
Pero por alguna razón la gente seguía llamándolo de aquella manera despectiva que siempre había odiado. Doctor Fifí, le decían, un apodo que siempre había aborrecido. Él, que siempre había tratado de usted a sus pacientes y de la misma manera era tratado, que siempre mantenía la distancia y el respeto, escuchaba por lo bajo, por la espalda el apodo con el que lo habían bautizado. Para la mayoría era el respetado cirujano, el diestro que salvaba montones de vidas. Sin embargo, para los chismosos e insidiosos era el Dr. Fifí. Los niños también le decían Dr. Fifí y hasta la gente que lo quería lo llamaba cariñosamente Dr. Fifí. El Dr. Fifí aceptaba con estoicismo y aparente indiferencia el pegajoso apodo, pero por dentro echaba humo, se sentía arder de indignación.
Lo peor es que algo tenía que ver el nombre con su apariencia. Un fifí era como un hombrecito delicado, con modales ficticios y exagerados, muy atildado y coqueto, prendado como él de su belleza.
En la medida en que pasaba el tiempo aumentaba su autoestima y perseveraba en el culto de su imagen. Había días en que solo le dirigía la palabra a su propia efigie en el espejo. Su duplicado en el espejo lo fascinaba, podía verse y oírse hablando durante horas y nunca se cansaba. No era para menos. Ver y escuchar a un hombre de su talante y presencia y elegancia y buenos modales y exquisito refinamiento no tenía precio.
Cada día se gustaba más a sí mismo, estaba loco por él, su imagen en el espejo le quitaba a veces la respiración, pero no conseguía que la gente gustara de él y seguía llamándolo, cada vez con mayor insistencia, Dr. Fifí.Dr. Fifí por allá, Dr. Fifí por acá.
También tenía una gran estima por su sombra, que no era como la de los demás. Todo en él era especial, la sombra tenía una perfiles irrepetibles que no se confundía con la de ningún ser sobre la tierra. Y a pesar de todo la gente insistía en llamarlo Dr. Fifí.
Además el trasero y las orejas seguían aumentando cada día de tamaño y en algún momento llegó a pensar en una liposucción y en una otoplastia, una cirugía estética del trasero y otra de las orejas. Un hombre de su posición y su prestigio no podía permitirse tanta esteatopigia, tantas cantidades de grasa en las nalgas, ni aquellas prominentes orejas en soplillo.
No obstante, llegó un momento en que el asunto de las orejas y el trasero dejaron de ser sus únicos problemas. La nariz parada, a la que nunca había dado importancia, se le comenzó a hacer tan incómoda y tan pesada que le resultaba difícil mantener el equilibrio y se le hizo imposible sostener el escalpelo. La nariz le dificultaba la visión, no veía lo que tenía enfrente y se estaba encorvando a vista de ojo.
Por consejo de los médicos tuvo entonces que desistir de la otoplastia y la liposucción. El contrapeso de las orejas y el trasero era ahora lo único que impedía que se fuera de bruces. Aún así, seguía encorvándose. Encorvándose, sí, su atlética espalda había comenzado a resentirse, no aguantaba el peso de su nariz parada. Se vio obligado a usar un corsé ortopédico, pero el corsé también empezó a resentirse. La nariz, no se olvide, cargaba con todo el peso que se anidaba en su ego, cargaba con su pesada autoestima, con su engreimiento y altanería y ya no podía soportarlo. De hecho, la nariz estaba amenazando con desprenderse y en cualquier momento se desprendería y provocaría una hemorragia posiblemente fatal.
Se vio obligado naturalmente a retirarse de la profesión y guardar cama. Se vio de repente solo y abandonado, en compañía de unas pocas enfermeras que le decían Dr. Fifí a cada momento y a las que no se dignaba a dirigir la palabra. Para distraerse mandó que le trajeran el espejo grande a la cama y con el espejo entablaba conversaciones infinitas. Se pasaba el día y la noche hablando y discurseando como un orate. En los últimos días apenas probaba alimento y desesperaba y ahuyentaba a las enfermeras. De modo que habló y habló literalmente hasta el final de sus días, gozándose a sí mismo, disfrutando de su imagen, del amor de su vida, que no era otro que él mismo.
Un día por fin sucedió lo que tenía que suceder. El Dr. Fifí se calló y se calló de una buena vez para siempre. Lo encontraron empotrado en el espejo, fundida su efigie con la imagen del espejo como un Narciso cualquiera y nadie encontró forma de volver a separarlas. En realidad siempre estuvieron juntas.