Generalmente no escucho los discursos presidenciales de rendición de cuentas, ni en cualquier otra circunstancia, luego que recibí la mayor decepción del mundo al escuchar a Danilo Medina en su toma de posesión la primera vez. Le creí todo y tuve gran esperanza, ¡Qué decepción! Los hechos me han dicho que no hay que escuchar “na”, pero el del domingo no me quedó de otra.
Como tengo a mi mamá, ya casi arribando a los cien años viviendo conmigo desde hace ya un tiempo, mi rutina de vida ha cambiado. Desde lo que tengo que hacer cuando me levanto, hasta dejar de ver la televisión en mi habitación, a no ser poner a You Tube para escuchar canciones antiguas y que ella cante.
Para mantenerla despierta y entretenida le puse el discurso a “to lo que da”. Tuve que escuchar aunque no quisiera, pero no le puse mucho “asunto”. Solo dos puntos llamaron mi atención.
Cuando en días pasados el Sr. presidente dijo que el uso de mascarilla no iba a ser requerido, pensé que estaba dejando al libre albedrío su uso. Últimamente si mi hijo mayor está rápido y tiene un horario muy cargado para venir a mi casa lo hace en el metro, que lo toma en la esquina de su casa, hace un trasbordo a una “voladora”, que lo deja en la esquina de la mía, de esta forma el viaje que le tomaba hora y media en su carro por los tapones lo hace en media hora. Esta nueva modalidad la ha adoptado incluso para llegar a uno de sus trabajos en que su parada de destino queda dentro del mismo.
Al otro día de las instrucciones del presidente él tomó el metro y todo el mundo, me dijo, tenía sus mascarillas puestas. Pensé, qué inteligente este señor, mientras mandaba a usarlas nadie lo hacía, ahora que libera, todos la usan. Lo mejor es que la muchacha que me ayuda en la casa vino sin ella y dijo que ya no hay pandemia; poco me faltó para llamarle estúpida, pero hoy veo que la estúpida he sido yo.
Superamos la pandemia, ya no hay. El presidente lo dijo en su discurso, por lo menos eso entendí porque fue de lejos que escuché. Somos ejemplo en el mundo y parece que sí porque en el Congreso nadie tenía mascarilla a no ser dos o tres que hasta se veían raros.
Después de ese discurso no hay empresa que pueda exigirle a sus empleados ni distancia, ni pruebas, ni tarjeta de vacunación y mucho menos mascarilla.
Luego de esto, que el Señor nos coja confesados como decía el Padre Avelino.
¡Qué alegría! Porque para nadie es un secreto la pesadilla que hemos vivido por dos largos años. Ese principio de dos mil veinte y durante todo el año en que nada se sabía de la COVID-19, los hijos se paraban en sus carros frente a nuestras casas y de lejos los veíamos, si nos traían la compra era dejarla depositada en la puerta, desaparecieron los abrazos y besos fraternales, las calles eran desinfectadas porque el virus andaba rondando y nos podía atrapar, los vecinos de lejos alzaban la mano como saludo, pero nada de hablar, porque el virus podía volar. Veíamos en todos los países la caravana de contenedores trasportando cadáveres, las fosas comunes… Nadie podía despedir a sus muertos quienes ya habían dejado el mundo en absoluta soledad.
Muchos murieron no por el virus, sino por el terror a lo desconocido. Parece que llegó el fin y qué bueno. Yo, como los orientales, seguiré usando mi mascarilla aunque don presidente me libere.
El otro punto que llamó mi atención fue la construcción del tramo de carretera Rancho Arriba-San José de Ocoa. No es que sea habitual en mí transitarla, pero tengo que transportarme a unos cuantos años en que mi hijo y yo la recorrimos. Nosotros antes acostumbrábamos a “rututiar”, salíamos sin planificar nada y recorríamos conociendo pueblos, campos y ciudades.
En nuestro rututiar recuerdo comer chicharrones con guineítos en el cruce de Cenoví. Comprar arepa en Bayacanes, La Vega, allí también degustar un rico asado en leña. En la autopista Juan Pablo II en algunos paradores, desayunar. En Bonao disfrutar de una rica comida en un emblemático restaurante. Este mismo restaurante llevado a la autopista del Coral y allí saborear los mismos platos. Camino a Hato Mayor y el Seibo comprar ricos dulces y víveres. En la Autopista Duarte comprar cocos de agua, miel de abeja, agrio de naranja. En Boca Chica comer los sabrosos yaniqueques que, aunque mosqueados, son buenos. En Juan Dolio comer en un rico restaurante español. Camino a Higüey comprar longaniza. En Constanza, comprar fresas y hortalizas. Bueno, mi lista de disfrute al comprar es extensa.
Un día en ese peregrinar comenzamos desde la autopista Duarte y fuimos hasta Juan Adrián, una de las carreteras con el paisaje más hermoso del país. De ahí llegamos a Rancho Arriba y luego, ya bien entrada la noche, se nos ocurrió seguir para San José de Ocoa. Fuimos por una espeluznante carretera que más bien era un camino vecinal.
Mi terror era grande, no se veía ni un alma. Solo tinieblas y soledad. Entre piedras, hoyos y zanjas, que según he escuchado, con grandes precipicios los cuales no me percaté por la hora, llegamos a una comunidad en que había unos hombres en un colmadito jugando dominó, fue cuando pude respirar.
Espero que se cumpla esa promesa y pueda ir tranquilamente de día sin miedo para poder disfrutar de ese paisaje del cual me han dicho es precioso, eso sí, con mi mascarilla, porque espero sea pronto.