En una de las elecciones presidenciales más competitivas y que concitaron la atención de casi todo el mundo político, celebradas en Brasil el pasado domingo 30 de octubre, resultó ganador en la segunda vuelta, aunque por una diferencia porcentual muy pequeña (1.80%), el candidato, ex presidente de la república y líder sindical, Luiz Inácio Lula da Silva sobre su contrincante, el actual presidente Jair Bolsonaro. Lula obtuvo la cantidad de 60,345,999 votos y Bolsonaro 58,206,354, para una diferencia de 2,139,645 votos.
Luego de que el Tribual Electoral de Brasil declaró como ganador al candidato Lula da Silva, este fue felicitado por la mayoría de los presidentes de los países amigos, incluyendo al de los Estados Unidos. Leyó un discurso de un estadista probado, no improvisado, el cual, sin apasionamiento político, es catalogado de histórico. El mismo debe ser utilizado como un material de consultas para todos los que aspiran a dirigir un determinado país y para toda la clase política.
Dicho discurso es una cátedra política, pues el presidente electo, con una visión de futuro, partiendo de la realidad que hoy vive ese inmenso país suramericano, consciente que detrás de cada victoria se presentan grandes retos y dificultades que deberá enfrentar de inmediato, de una manera sincera y con mucha humildad, expresó cómo procederá para poder gobernar a un país que recibirá sumido en una gran crisis económica y social, muy dividido política y racialmente; donde se hará necesario la unidad de toda la clase política, económica y de todos los brasileños; de colocar el país por encima de los intereses personales y partidarios, pues siendo Brasil una de las grandes potencias económicas del mundo, que produce alimentos suficientes y muchas riquezas, no puede padecer hambre y tanta pobreza.
Lula da Silva insistió en la necesidad de establecer la unidad en la diversidad, de utilizar el dialogo y la participación, dejando atrás las pasiones políticas, el odio, el rencor, el egoísmo; que gobernará sin privilegios, exclusión, retaliación ni persecución y para los 215 millones de brasileños, no para el partido ni para la clase política que lo escogió, para así poder combatir el hambre, el desempleo, la insalubridad, la inseguridad social y ciudadana y apoyar a la educación en todos los niveles.
Hizo mucho hincapié en grandes pilares, como es la familia, que es la espina dorsal de toda sociedad y que hoy está muy desarticulada en ese gigante suramericano; en restablecer la paz ciudadana y la justicia social, cambiando las armas por los libros; en el respeto a los derechos humanos y a la libre expresión de las ideas políticas y religiosas, para poder contribuir con el fortalecimiento de la democracia y con la gobernabilidad deseada; con el rescate de la selva amazónica y la protección al medio ambiente. Fue un discurso cargado de fe y esperanza, que les imprime confianza y credibilidad a todos los brasileños.
Dentro de una crisis económica global, ese es el estilo de gobernar que el mundo e Hispanoamérica están asumiendo, escogiendo a figuras emblemáticas y paradigmáticas, de ideas liberales y progresistas, que piensan primero en las futuras generaciones y no en las próximas elecciones, representado por Lula da Silva, don Pepe Mujica, en Uruguay; Nelson Mandela, en África del Sur; Andrés Manuel López Obrador, en México; Gustavo Petro, en Colombia; Nayib Bukele en El Salvador, entre otros, los cuales han concebido la integración, la paz y la unidad en sus respectivos países; que no auspicien ni promuevan la violencia, el odio y el rencor.
Con el triunfo de Lula da Silva, triunfó la verdad sobre la mentira; la justicia, la razón, la paz contra la violencia; la unidad familiar, la humildad contra la arrogancia y la prepotencia; la igualdad contra la discriminación social y racial; la esperanza y la perseverancia versus la falta de fe. En fin, en Brasil triunfó la dignidad humana.