"En cuanto nos rehusamos a admitir el carácter intercambiable de las ideas, la sangre corre… Bajo las resoluciones firmes se yergue un puñal". Emil Cioran

 

Procedemos, casi todos nosotros y sin ser conscientes de ello, de una tradición profundamente intolerante. Acompañan nuestro camino la sordera intelectual y una evidente falta de paciencia para evaluar lo que nos dice el contrario. Y así vamos por el mundo, blandiendo una espada ante todo cuanto signifique diferencia de criterio. Aún recuerdo aquellos debates teóricos de los corrillos universitarios, donde se enfrentaban como armas arrojadizas unas citas con otras, a veces incluso de un mismo autor (a menudo solían ser Marx o Lenin) para asentar con más firmeza el discurso. El esfuerzo por vencer en la discrepancia, hasta humillar al contrincante, estaba muy por encima de la búsqueda de la verdad como fin último. Nos apandillábamos en un nosotros, sin importarnos la debilidad o no de los argumentos esgrimidos. La singularidad como individuos se diluía en el fragor de toda discusión.

 

Hoy, a menudo y con la misma intensidad de las batallas dialécticas de antaño, compruebo que continúan sobrevolando las descalificaciones por encima de la exposición sosegada, reflexiva y sensata. De antemano todos poseemos la razón y el otro, el oponente pues así le consideramos, pasa a ser calificado de tozudo e ignorante. La facilidad con la que se elimina a los sujetos de un debate es pasmosa, tal parece que todos venimos de los corrillos universitarios a los que hacía alusión. Son muy pocos los que, antes de dar una respuesta, mantienen una actitud receptiva frente a un argumento distinto al conocido. Es escaso el número de personas que escuchan lo que el otro tiene que decir y menos aún las que logran dar la vuelta a su pensamiento, las que abren las compuertas de su mente para permitir que fluyan nuevas ideas y revisar lo aprendido a lo largo de los años. Y es que el sentido y la pertenencia al grupo –  en ocasiones hasta ser casi sectario – se lleva en la sangre y la pasión obnubila.

 

Soy quien soy en la medida en  que me siento parte de un grupo; sea cual sea su tamaño éste me confiere fuerza y razón. La cuestión es que el sentido de identidad en el individuo se construye, en demasiados casos, fuera de él mismo. No hay una idea clara y bien diferenciada ni se asume el riesgo de  pensar con cabeza propia. Hay, eso sí, una norma casi común a todo ser humano y su grupo de referencia: si no coincido contigo estoy contra ti. Una pobre manera de concebirnos y que, con diferentes matices, tan solo esconde  intolerancia.

 

Por momentos me sitúo en la grada y observo en la distancia los debates en torno a diferentes tópicos que afectan a nuestra nación. El resultado es idéntico al ya conocido, las discusiones son siempre parcializadas y por tanto dejan de tener validez. Las posiciones son excluyentes y se anulan mutuamente sin término medio. Soy pro o soy contra. Y lo cierto es que esta manera tan limitada de contemplar la existencia no nos permite el margen suficiente para introducir cambios. Somos papagayos, meros repetidores de clichés con distintas variaciones; seres mutilados sin sentido crítico de la realidad y por ello intelectualmente fanáticos.

En relación a lo ya expuesto y descendiendo a cuestiones más concretas debo añadir que en todo cuanto tiene que ver con las discusiones en torno a la situación de nuestro país vecino, Haití,  he planteado en distintos momentos mi distanciamiento de las dos posiciones que se mueven en extremos opuestos adjudicándose cada una de ellas el patrimonio de la verdad, cuando lo cierto es que dicha ”verdad” es sesgada y parcial por subjetiva. Personalmente he sido siempre abiertamente crítico frente a cualquier postura xenófoba. Considero que ésta esconde no solo un profundo resentimiento sino que instrumentaliza el discurso con fines políticos y agitando a la vez la bandera del miedo nos puede conducir de modo inevitable hacia un despeñadero. Una de las características que define a la ultraderecha, sea cual sea su radio de acción, es una innegable falta de escrúpulos a la hora de perseguir sus objetivos sin medir la consecuencias. Su accionar, inmoral y siempre peligroso, exacerba el odio apelando al temor como estrategia en el campo de las relaciones que se establecen entre los distintos pueblos, moviendo las pasiones de un nacionalismo gregario y al mismo tiempo excluyente y perverso frente “al otro” que pasa a ser considerado culpable de todos los males del país y el enemigo a abatir.

De igual modo no comparto la postura contraria en la que de manera más sutil,  aunque en algunos casos se haga abiertamente, se omiten buena parte de nuestros orígenes como nación, pretendiendo sin embargo hacer culto de nuestras raíces africanas. Son pocos los  intelectuales de nuestro país que -fruto de la pasión que suscita el tema-  muestran la distancia y equilibrio necesarios para alcanzar la objetividad que precisa una problemática de tal calibre. Por lo tanto he dicho y reitero nuevamente que en esta coyuntura es vital mantener una férrea independencia de criterio frente a todo grupo que se atrinchera en posiciones largamente conocidas sin aportar nunca soluciones nuevas. Hacer frente a nuestras propias contradicciones es sobretodo, al menos para mí, un acto de valentía -si se quiere hasta sacrílego- por lo que conlleva de oposición a posturas sectarias y cuasi religiosas. En ese sentido cabe decir que soy laico y que solo me propongo hablar -desde mi propia individualidad que solo a mí me pertenece- como persona que no pide permiso para decir lo que piensa.

Como colofón a este artículo les invito a leer el último publicado por mi hermano Cesar Pérez, titulado "De mano de obra haitiana y  objetividad" (7-12-2022) En mi opinión hay en su planteamiento una incuestionable muestra de sensatez y prudencia, y a la vez una profunda lucidez en el análisis. Logra poner el dedo en la llaga sin estridencia y como un cirujano corta con precisión por el centro para extirpar el tumor. Y de eso se trata precisamente, de alcanzar el mayor rigor  en el diagnóstico, de realizar una lectura y una serena reflexión, desde distintas aristas, que no excluyan de antemano posiciones que no obligatoriamente tienen porqué estar en las antípodas. Ese es el punto del que yo parto al afirmar que todo diálogo es un recurso eficaz frente a la intolerancia. Solo de este modo podremos construir nación. No con discursos sino con hechos.